sábado, 31 de enero de 2015

VICIOS DEL SISTEMA (Jenaro González Carreño)

Nada había en Asunción que atrajera las miradas e hiciera que la atención se fijase en ella, obligando a los hombres a volver la cabeza para verla pasar, o detenerse sorprendidos al hallársela de frente; ni fea ni bonita, en su rostro no se percibía ninguno de esos rasgos característicos por los que pudiera algún adepto de Lavater o aficionado de Gall, hacer cálculos más o menos exactos y perderse en conjeturas más o menos racionales sobre su carácter y cualidades íntimas; formando en las filas de muchachas vulgares, ni con su presencia excitaba poderosamente los sentidos, ni el corazón aceleraba sus latidos al contemplar los nada notables encantos que la adornaban.
Tampoco en su trato se descubría otra cosa que la coquetería innata de la mujer, el deseo de agradar, sin que diera, al parecer, importancia a las lisonjas que pudieran dirigírsela; sus aspiraciones no parecían traspasar la esfera dentro de la que giran la mayor parte de las muchachas, reduciéndose a encontrar un hombre que la condujera al altar, y a cuyo lado se deslizaran apaciblemente sus días, viviendo con él vida tranquila y burguesa.
Por eso al principio nadie dio crédito a una tan estupenda como inesperada noticia, hasta que muy pronto se vio confirmada, por decirlo así, oficialmente; la reducida sociedad en cuyo círculo hubo de moverse hasta entonces Asunción, se hallaba sorprendida y maravillada sin acertar a explicarse aquella fuga con un hombre que por su estado y condición se hallaba imposibilitado de poseerla legítimamente; los viejos, en especial, se sintieron estremecidos de indignación y de ira ante aquel escarnio de toda la ley divina y humana, ante el ultraje inferido a la sociedad, y lanzaban tremendos anatemas contra la corrupción de unos tiempos tan distintos de los suyos, en que si no se burlaban abiertamente las conveniencias sociales, se ocultaban con hipocresía todas las infamias, y se cubrían con el velo del misterio más bajos y repugnantes crímenes.
Esto último no lo decían, por supuesto, ni aún lo pensaban aquellos nobles ancianos, como tampoco se detenían a analizar precedentes e inquirir las causas que pudieran haber determinando aquel desenlace para descubrir, acaso, disculpas o atenuantes a la conducta de Asunción, se resistían tenazmente a investigar el génesis de tan violenta pasión, siguiéndola en su desarrollo hasta el momento en que comenzaron a tocarse los resultados; y eso que la historia de aquella alma era por todo extremo interesante y transcendental, pues podía derramar mucha luz sobre el proceso psíquico de su pasión y poner de relieve la saludable influencia y los frutos óptimos que produjera aquella rigidez de principios tan decantada por ellos.

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Poseedora Asunción de alma de bacante: encerrada en un cuerpo virgen, trató, seducida por las máximas de la rígida y estrecha educación que recibiera, suprimir sus primeros ardores, no logrando sino exasperarlo; pues en vez de encauzar las incontrastables energías de la materia, dándolas un legítimo empleo y dirigiéndolas por rumbos lícitos, fin a que debe tender siempre la medicina de las pasiones, quiso, contrariando las sabias disposiciones de la naturaleza, que para algo dotó a la juventud de esa exuberancia de fuerzas, de esa plétora de actividad, extinguirlas, matarlas, haciendo enmudecer los clamores del organismo rebosante de vida, necesitada de acción; pretendió, arrastrada de exagerado temor, apagar el volcán de deseos que bullían en su pecho negándoles hasta lo más inocente y menos peligrosa expansión, y no hizo sino amontonar combustibles, que habían de producir fatalmente una terrible explosión.
Por el pronto, pudo, con soberano impulso de su voluntad firme y decidida, sobreponerse a las furiosas ansias que la hostigaban y de que se veía constantemente asediada, entregándose a todas las prácticas de una exagerada y mal entendida piedad; pero no acertó a dominar su extraviada fantasía, que la representaba de continuo escenas de suprema voluptuosidad, sus sueños se veían poblados de fantasmas lúbricos que la brindaban inefables goces, se veía estrechada por unos brazos que la oprimían nerviosamente, mientras que unos labios ardientes buscaban ávidos los suyos, y escuchaba anhelante suspiros que demandaban caricias y prometían placeres desconocidos.
Y, ¡qué horrible era el despertar! Saturado su espíritu de las amargas emanaciones de la excitada sensualidad, casi impotente la voluntad para detener el vertiginoso vuelo de la fantasía que gracias a la velocidad adquirida durante el sueño, bogaba aun por la embriagadora atmósfera de placer voluptuoso, muda y callada la razón, casi atrofiada por falta de ejercicio; perdida la voz de la conciencia entre el tumultuoso e incesante clamor de los sentidos; desvanecido el sentimiento del deber, arrollado por los embates de apetito, que, incitado ya de modo ideal en los goces, aunque efímeros, rebosantes de atractivos, de la pasión satisfecha, anhelaba verlos encarnados en la realidad, percibía, lleno de angustia el corazón, como iban debilitándose lentamente sus energías y perdiendo cada día más terreno en sus resoluciones; notaba como poco a poco el desaliento penetraba en su corazón, obsesionando a su espíritu la idea de que llegaría a sucumbir sin remedio… y cerrando los ojos para no ver el abismo de infamia en que iba a hundirse, soñaba con transacciones precursoras de inevitable derrota, y hacía a la carne concesiones que había necesariamente de arrastrarla a vergonzosas capitulación, a esclavitud degradante.
¿Quién, en vista de tan propicias circunstancias, y tan abonadas condiciones, podría maravillarse de la caída de Asunción? ¿Cómo no sucumbir ante los fuertes y porfiados ataques dirigidos a su virtud por un hombre que, adivinando el lamentable estado de su alma, no perdonó medio ni economizó esfuerzo para desvanecer sus escrúpulos y arrojarla del último baluarte a que hubo de acogerse?
La resistencia era imposible; sin fuerza sus armas, teniendo el enemigo quien secundara sus planes dentro mismo de la fortaleza… y, sobre todo, luchando sin fe, falta de apoyo, solo en las áureas del combate, la derrota era una cosa fatal, inevitable, necesaria. Que, sin menoscabo de su libertad, rigiese el espíritu por leyes tan inmutables como las que presiden el mundo material-
Si no saben escogerse los medios más aptos; si las obras de defensa se hallan cimentadas sobre movida arena, y no se rodea la fortaleza de inexpugnables trincheras, su rendición no es, ni puede ser imputable a la negligencia o cobardía de sus defensores, sino a la torpeza de quienes, debiendo no quisieron guarnecerla, poniéndola en condiciones de resistir cualquier ataque, dotándola de un armamento inútil, o tal vez, perjudicial.

JENARO GONZÁLEZ CARREÑO
(Diario de Pontevedra 22 de julio de 1897