Un coche tranvía estaba
dispuesto a partir en la estación del barrio de Salamanca. La primera persona
que tomó asiento fue un caballero joven, elegante, de gallarda figura, vestido
de americana y hongo; pero bien calzado, con guantes de piel de perro y los
puños y el cuello de la camisa tersos y blanquísimos. Sin duda, era un joven de
la alta gama.
El mayoral puso la mano en el
torno para dar salida al coche, cuando apareció un numeroso grupo de gente
El coche fue invadido, y quedó
lleno, colocándose en él todas las mujeres, niñas y niños que formaban parte
del gentío. Los hombres, como las mujeres y los niños, vestidos al uso del
pueblo, se acomodaron en las plataformas.
El conductor soltó
definitivamente el freno y el carruaje partió.
El viaje debió parecer divertido
al caballero, que no dejó de observar las caras y de escuchar la conversación
de las mujeres que habían entrado. Venían de alguna quinta, de alguna fiesta, y
traían grandes ramas de flores, y ramos, y cestos y canastillos vacíos que habían
contenido manjares. Los niños tenían todos sus ramas, y como a lo mejor se
levantaban y cambiaban de asiento por jugar, parecían arbustos que iban y
venían.
Era un espectáculo entretenido
que sin embargo, pudo costarle a nuestro joven un ojo, porque uno de los niños,
blanco, rubio, rizado, regordete, monísimo, le metió una rama de almendro por
las narices.
Los niños chillaban y reían; las
mujeres reían y cantaban; todos voceaban a gritos, como gente cansada, pero que
todavía alienta con la animación de la comilona y el vinillo.
Nadie pudo ya montar en el
coche, estaba completo; sin embargo, en la calle de Villanueva, cuatro o cinco
de los hombres bajaron de la plataforma, despidiéndose con mucho calor y entusiasmo
de las mujeres que estaban dentro, y allí mismo subió al estribo una señora
verdaderamente excepcional y pasmosa.
Asomó la cabeza por el hueco de
la portezuela, vio que todos los viajeros eran viajeras, menos aquel caballero
de buen ver, de gran distinción y de superior crianza, sin duda, y entró decididamente.
Claro está que el joven había de levantarse, hacer una cortesía y ceder el
asiento.
Pero nada de esto sucedió, con
gran asombro de la recién venida.
Y era para asombrarse. En primer
lugar, jamás le había sucedido quedarse en pie donde hubiera un hombre sentado.
En alguna ocasión la habían cedido su asiento hasta las mismas mujeres. Y es
que aparte de ser una hermosura deslumbradora, era una señora del mayor
aparato.
Era alta, gruesa, llena de
rostro; más blanca que la leche y las mejillas de encendidas, rosas; los ojos
grandes, azules, claros; la boca de rubíes y el cabello entre sí era de hilos
de oro o de rayos del mismo sol. Mas no se crea por este retrato que era la diosa
de la insensibilidad, ni un rollo bien conformado de mantequilla de Safia;
porque sus ojos, con ser del color del cielo, relampagueaban con despótica
fiereza; y todas sus líneas y movimientos eran tan graciosos como audaces. Grande
rumbo mostraba en el vestir pero sin tocar en lo amanerado y cursi; un amplio
abrigo de terciopelo negro con estampados de lises, una falda de seda recia con
bordados en el delantal de suaves colores; un sombrerillo de raso, cintas y
plumas, también negras, con algún golpe de oro, y algunos alfileres retorcidos
como sanguijuelas del mismo metal. Este era su traje.
¿Qué posición social tendría
esta señora? Es difícil afirmarlo, podía ser una dama, podía ser una cantante,
podría ser una vengadora.
Pues el joven, como decíamos, no
se levantó; todo lo contrario; cruzó una pierna sobre la otra y derribó hacia
atrás el cuerpo con verdadera ostentación de mala crianza.
La dama de oro, leche y rosas,
se puso amarilla, azul, verde y de todos los colores, de sorpresa y de
imaginación.
Todas las mujeres y niños,
impuestos por aquella figura y aquel busto, callaron.
Entonces ella pasó adelante y se
colocó de pie, recostada contra el vidrio de la portezuela frontal.
Desde allí, parecía presidir y
dominar a los viajeros.
Sonó dos veces el timbre y el
coche siguió.
Han quedado ignorados muchos
combates espantosos ocurridos en el silencio, porque los campeones no hablaban…
Este fue uno de esos combates oscuros.
Lo primero que hizo aquella
espléndida belleza fue dirigir una mirada de inmenso desdén al joven; el joven
la recibió con plenos ojos, sin pestañear, con la más profunda indiferencia;
nuevo insulto, mas grave si se atiene a que los ojos del joven eran dos
azabaches de África, deslumbradores. Después la dama volvió la cabeza con afectación
hacia el otro lado. El joven se apresuró a imitar el movimiento… Pero ambos se
miraban de cuando en cuando por el rabillo del ojo.
Así pasaron cinco minutos
mortales… El coche caminaba sin interrupción y sin episodios, llevando en su
vientre los elementos de un drama. Drama para todos imprevisto, pues los
semblantes nada revelaban y el despecho y el odio, y el desprecio, y el ¿qué se había creído usted? no hacían
ruido.
¡Oh¡ Realmente aquello no tenía explicación.
¿Es lícito, es decoroso que un caballero de la sociedad, un joven en la
florescencia de los amores se repantingue groseramente en su asiento, mientras
una estrella cortesana va de pie, y oscila, y se chafa el abrigo, y la falda, y
el gorro, con los sacudimientos violentísimos del carruaje?
¿Luego es mentira que la suprema
belleza triunfa de todo? ¿Luego es mentira el vasallaje universal que había
recibido hasta entonces aquella dama? ¿Luego había un hombre en el mundo, y
joven, y elegante, y guapo, que no se conmovía, que no se la rendía, que no la deseaba?
–«¡Miserable! ¡La muerte no sería bastante expiación
de tu crimen!»
Pero en la calle de Alcalá ¡tiiin!, y el tranvía paró. Una joven, no
mal parecida, modesta en su ademán y en su traje, subió y se quedó junto a la
portezuela, viendo todos los puestos ocupados.
Siguió el coche.
Se vio entonces algo monstruoso.
El caballero hizo seña con la mano a la joven para que entrase, y se levantó, y
muy ceremoniosamente, le ofreció y cedió su sitio. Él se quedó de pie, delante
de ella, vuelto de espaldas a la Venus madrileña. ¡De espaldas! – ¡Hay testigos
y aun documentos!
Al llegar a la Puerta del Sol
los viajeros se apresuraron a bajar.
Dos segundos después se oyó el
ruido, inequivocable, de una bofetada.
Y fue una bofetada de padre y
señor mío, de mano pequeña, mas de mano tan airada, que rasgó en tiras el
guante.
Y después de la bofetada se oyó
una voz de mujer que dijo:
–¡Y ahí tiene usted mi tarjeta!
ISIDORO
FERNÁNDEZ FLOREZ
(Diario
de Pontevedra, 22 de mayo de 1897)
El autor: Isidoro Fernández Florez más conocido por el pseudónimo
periodístico y literario de Fernanflor (Madrid, 1840 - íd., 1902), fue
un escritor, periodista, crítico de arte y humorista español.