Esos mimados de la fortuna que compran mensualmente un sombrero, no
logran nunca tener un sombrero nuevo. La razón de este fenómeno es obvia: esos
caballeros no tienen sombreros viejos, y es indiscutible que para tener un
sombrero nuevo es necesario tener uno viejo.
Aunque solo haga veinticuatro horas que ha comprado usted el más
flamante de los sombreros, si no ha conservado usted el otro para los días de
lluvia, es imposible que diga usted al criado o a la esposa o a la… que se
encuentre más cerca: –«Dame el
sombrero nuevo» Hay que
decir modesta y sencillamente: –«Dame el sombrero»… Y decirlo sin énfasis, sin ostentación, sin añadir esa palabra nuevo,
expresión exacta de un orgullo legítimo: el orgullo del ciudadano que compra
anualmente un sombrero. Además, este cambio anual de tapadera de cabeza de
familia, es un acontecimiento en la casa.
El marido limpia el sombrero con la manga, sopla a contrapelo para
saber si la seda es buena, lo ajusta a las rodillas y estira las piernas para
arquear las alas, y lo presenta pomposamente a su mujer, diciendo:
–Mira, es de casa de Orsay. ¿Qué te parece?
–Me parece chiquitín y ridículo.
–¿Qué sabes tú?– responde el marido visiblemente contrariado: – las
mujeres tenéis un gusto detestable para elegir las prendas varoniles.
–Es posible; pero, ¿a mí, qué me importa? Tú lo has de llevar…
El marido envuelve su compra en un papel, la guarda después en la
sombrerera y ésta en un armario, sin añadir una palabra; a la oficina llevará
el viejo. Pero una mañana dice a su esposa:
–Voy a casa de Dubiet. Estaba por ponerme el sombrero nuevo, ¿eh?
–Si así te gustas más…
–Ni me gusto ni no me gusto.
–Pues, no te lo pongas.
–¿Crees que lo he comprado para hacer flanes?
–Pero, ¿qué quieres que te diga, hombre?
–Nada.
Y se marcha, con el sombreo nuevo, a visitar a Dubief. La señora queda
pensativa un instante, y se asoma después al balcón murmurando:
–¡Vaya una idea rara! Ponerse el sombrero nuevo; precisamente va a
llover…
En efecto, empieza a llover a cántaros. Eduardito (nuestro marido), se separa de Dubief en el bulevar del Temple. La calle
de l’Arcade está tan lejos, que, para
proteger el sombrero, Eduardo se refugia en un café hasta que cese la lluvia.
Pero el aguacero no recibe la cesantía, y el hombre del sombrero nuevo empieza
a fastidiarse, cuando héte aquí que entra un amigo en el café.
Partida de piquet y partida
del amigo, después de ganar un luís a
Eduardo.
Entre comer en el café y estropear la prenda, su propietario se decide
por lo primero. La comida es detestable, pero le cuesta doce francos.
Entretanto la criada de Eduardo dice a su ama:
–¿Quiere usted comer, señorita? Ya son las ocho; el señor no viene…
–A la mesa.
La mujer de Eduardo ha tenido durante todo el día esta idea fija:
–¿Para qué habrá llevado mi marido el sombrero nuevo con el tiempo que
hace?
Y el tiempo continúa haciendo… siempre lo mismo: llover.
Eduardo no quiere pasarse la vida en el café ni que el sombreo se le
cale, y se resuelve a entrar en el teatro del Ambigú. – Allí – se dice – no
gasto ni juego…
Pero paga la entrada, es sí: cinco francos.
¡Las doce!... La señora esta que la pueden ahogar con un cabello, y quiere
enviar a la criada a la prefectura de policía. Eduardo puede haber sido víctima
de cualquier accidente… la criada afirma que es preferible aguardar un poco, y
que el señorito no puede tardar…
En efecto, el señorito se presente en su casa a la una, chorreando más
agua que las mangas de riego. Aquel sombrero tan flamante, tan lustroso y de
tan bonita forma, está convertido en un objeto indescriptible: parece el
cadáver de un perro ahogado y flotando en la superficie del Sena.
A la salida del teatro no había coches, y Eduardo echó a correr pensando
en que su mujer estaría inquieta; de modo que le cayó encima todo el chaparrón.
–¿Cómo vienes tan tarde?
–Hija, porque llovía y no quise que se me mojase el sombrero.
–¿Hasta qué hora has estado con Dubief?
–Hasta mediodía.
–¿Y dónde fuiste después?
–Al café.
–¿Y dónde has comido?
–En el restaurant.
–¿Y dónde has estado hasta ahora?
–En el teatro.
–Pues di que has querido darte un gran día. Ya me lo figuré cuanto te
vi poner el sombrero nuevo. Muchas gracias, hombre.
–¡El gran día! He querido resguardar el sombrero, ni más, ni menos.
–Haber tomado un coche.
–Tampoco quería gastar dinero.
–¿Comiste de balde?
–No; pero…
–No me digas una palabra. Te has puesto el sombrero nuevo para salir a
derrochar dinero. ¡Está bien!
Mas que el sombrero, lo que Eduardo se ha puesto son las botas. Desde
entonces, siempre que encuentra excesivos los gastos de su mujer, ésta le
replica:
–¿Sé yo, acaso, en qué gastaste cuarenta francos el día en que te pusiste
el sombrero nuevo?
La comida está siempre fría y mal condimentada; la señora vuelve tarde
de sus visitas o de sus compras, o de donde sea… porque él no lo sabe. Pero
como abra la boca para quejarse, se la tapan con estas palabras:
–¿Me quejo yo cuando me haces pasar noches y días enteros con la mayor
inquietud, como el día en que te pusiste el sombrero nuevo?
En otro tiempo, al apearse ella del coche en la esquina de su calle,
después de… ¡vaya usted a saber!... La pobrecilla sentía remordimientos y no
podía el pie en su casa sin decir por lo bajo: –¡Pobre Eduardo!
Ahora se encoge de hombros, y con el manguito delante de la boca,
murmura:
–¡Bah! ¿Qué sé yo lo que él hizo el día en que se puso el sombrero
nuevo?
JULES NORIAC
Vida Galante nº 5. Barcelona, 4 de diciembre
de 1898