domingo, 5 de diciembre de 2021

Fiesta de Nochebuena en el Marais (ALPHONSE DAUDET)

                El señor Majestad, fabricante de agua de seltz en el Marais, acaba de asistir a una pequeña fiesta en casa de unos amigos de la plaza Royal y regresa a su vivienda canturreando… Dan las dos en el reloj de Saint-Paul. «¡Qué tarde es!», se dice el buen hombre, y se apresura; pero los adoquines resbalan, las callejas son oscuras, y, además, en ese diabólico barrio viejo, que data del tiempo en que los coches eran raros, hay muchas revueltas, pequeños rincones, muchos mojones ante las puertas que usaban los jinetes. Todo ello impide ir de prisa, sobre todo cuando se tienen ya las piernas algo pesadas y los ojos achispados por los brindis de la fiesta… Por fin, el señor Majestad llega a su casa. Se detiene ante un gran portal adornado donde brilla, al claro de luna, un escudo, recién dorado, de antiguas armas pintadas de nuevo que él ha convertido en su marca de fábrica:

 

Antigua mansión de Nesmond Majestad hijo

Fabricante de Agua de Seltz

 

En todos los sifones de la fábrica, en los albaranes, en los encabezamientos de las cartas, pueden verse también, resplandecientes, las antiguas armas de los Nesmond.

Tras el portal está el patio, un amplio patio aireado y claro que, durante el día, al abrirse, de luz a toda la calle. Al fondo del patio, una gran construcción muy antigua, negras murallas afiligranadas, trabajadas, redondeados balcones de hierro, balcones con pilastras de piedra, inmensas ventanas muy altas, coronadas de frontis, de capiteles que se levantan en los últimos pisos como otros tantos pequeños techos en el propio techo, y por fin, encima de todo, entre las pizarras las lumbreras de las buhardillas, redondas, coquetas, enmarcadas de guirnaldas, como si fueran espejos. Además, una gran escalinata de piedra, carcomida y verdosa a causa de la lluvia, una magra parra que se agarra a las paredes, tan negra, tan torcida como la cuerda que se balancea allá arriba, en la polea del granero; un gran aspecto vetusto y triste… Es la antigua mansión de Nesmond.

En pleno día, el aspecto de la mansión no es el mismo. Las palabras: Caja, Almacén, Entrada a los talleres relucen doradas por todas partes sobre los viejos muros, haciéndolos vivir, rejuveneciéndolos. Los camiones de los ferrocarriles estremecen el portal; los empleados avanzan hasta la escalinata, con la pluma en la oreja, para recibir las mercancías. El patio está lleno de cajas, de cestos, de paja, de tela para embalar. Uno se siente bien en una fábrica… Pero con la noche, con el gran silencio, con esta luna de invierno que, en el laberinto de los complicados techos, arroja y entremezcla sombras, la antigua mansión de los Nesmond recupera su señorial apostura. Los balcones parecen hechos de encaje; el patio de honor se hace más grande y la vieja escalera, iluminada por desiguales luces, tiene rincones catedralicios, con vacías hornacinas y escalones perdidos que parecen altares.

Sobre todo esta noche, el señor Majestad encuentra que su mansión tiene un aspecto singularmente grandioso. Al cruzar el patio desierto, el ruido de sus pasos le impresiona. La escalera le parece inmensa, en especial muy pesada de subir. Sin duda es la fiesta… Llegado al primer piso, se detiene para recuperar el aliento, se acerca a una ventana. ¡Qué cosa vivir en una casa histórica! El señor Majestad no es un poeta, ¡oh, no!, y sin embargo, al mirar el hermoso patio aristocrático por el que la luna extiende una capa de luz blanca, el viejo edificio de gran señor que parece dormir con sus techos embotados bajo el capuchón de la nieve, se le ocurren ideas de otro mundo:

–¿Eh…? Mira que si los Nesmond regresaran…

Y en ese mismo instante suena un fuerte campanillazo. El portal se abre de par en par, con tanta rapidez, con tanta brusquedad que el reverbero se apaga; y durante algunos minutos se produce abajo, a la sombra de la puerta, un confuso ruido de roces, de susurros. Disputan, se dan prisa por entrar. Aquí están los cridados, muchos criados, carrozas de cristal espejean al claro de luna, las sillas de mano se balancean entre dos antorchas avivadas por la corriente de aire del portal. En un abrir y cerrar de ojos, el patio se llena. Pero al pie de la escalinata la confusión cesa. Hay gente que baja de los coches, se saluda, entra charlando como si conociera la casa. Se escucha allí, en esa escalinata, un roce de sedas, un resonar de espadas. Solo cabelleras blancas, que los polvos hacen más pesadas y opacas; solo vocecitas cristalinas, algo temblorosas, risitas sin timbre, pasos ligeros. Toda esa gente tiene aspecto de ser vieja, muy vieja. Ojos sin brillo, joyas adormecidas, antiguas sedas brocadas, suavizadas por tornasolados matices que la luz de las antorchas hace brillar con dulce esplendor; y sobre todo ello flota una pequeña nube de polvo que sube de una de las hermosas reverencias algo forzadas a causa de las espadas y los grandes cestos… Pronto toda la casa parece embrujada. Las antorchas brillan de ventana en ventana, suben y bajan por los giros de las escaleras, incluso las lumbreras de las buhardillas tienen su chispa de fiesta y de vida. Toda la mansión de Nesmond se ilumina como si un enorme sol en ocaso hubiera encendido sus cristales.

«¡Ah, Dios mío! Van a pegarle fuego…», se dice el señor Majestad. Y, recuperado de su estupor, intenta sacudir la torpeza de sus piernas y baja de prisa al patio en donde los lacayos acaban de encender un gran fuego claro. El señor Majestad se acerca; les habla. Los lacayos no le contestan y siguen hablando en voz baja entre ellos, sin que el menor vapor se escape de sus labios en la glacial oscuridad de la noche. El señor Majestad no está contento; sin embargo, algo le tranquiliza: ese fuego de tan altas y rectas llamas es un fuego singular, una llama sin calor, que brilla y no quema. Tranquilizado por este lado, el buen hombre franquea la escalinata y entra en sus almacenes.

Estos almacenes de la planta baja debían ser, antaño, hermosos salones de recepción. Pedazos de oro ajado brillan todavía en todas las esquinas. Algunas pinturas mitológicas llenan el techo, rodean los espejos, flotan por encima de las puertas en sus tintes difusos, algo descoloridos, como el recuerdo de los años ya pasados. Por desgracia, ya no hay cortinas, ya no hay muebles. Solo papeles, enormes cajas llenas de sifones con cabeza de estaño y las secas ramas de una vieja lila subiendo, oscuras, por detrás de los cristales. Al entrar, el señor Majestad encuentra su almacén lleno de luz y de gente. Saluda, pero nadie se ocupa de él. Las mujeres en brazos de sus caballeros siguen haciendo remilgos, ceremoniosamente, bajo sus pellizas de satén. Se pasean, charlan, se dispersan. Ciertamente todos esos viejos marqueses parecen estar en su casa. Frente a un antepaño pintado, se detiene un pequeña sombra temblorosa: «¡Y decir que soy yo la que está ahí!», y mira sonriente una Diana que se yergue en la madera, delgada y rosa, con una media luna en la frente.

–¡Nesmond, ven a ver tus armas!

Y todo el mundo se ríe mirando el blasón de los Nesmond en una tela de embalaje, con el nombre de Majestad debajo.

–¡Ah, ah, ah,…! ¡Majestad…! Pero ¿todavía quedan Majestades en Francia?

Y son bromas sin fin, risitas que parecen sonidos de flauta, dedos que se levantan en el aire, bocas que hacen remilgos…

De pronto, alguien grita:

-¡Champaña, champaña!

–¡No…!

–¡Sí…! Sí, es champaña… Vamos, condesa, pronto, organicemos una fiestecilla.

Han creído que el agua de seltz del señor Majestad era champaña. A decir verdad, lo encuentran algo pasado; pero, ¡bah!, de todos modos se lo beben y, como esas pobres y mínimas sombras no tienen la cabeza muy sólida, poco a poco esa espuma de agua de seltz les anima, les excita, les da ganas de bailar. Se organizan minués. Cuatro finos violines que Nesmond ha hecho venir, inician una melodía de Rameau, llena de tresillos, menuda y melancólica en su vivacidad. Y hay que ver a esas hermosas viejas girar lentamente, saludar al compás con aire grave. Los adornos parecen rejuvenecidos, y, también, los chalecos dorados, los vestidos de brocado, los zapatos con broches de diamante. Las propias paredes parecen revivir al escuchar esas antiguas melodías. El viejo espejo, encerrado en la pared desde hace doscientos años, las reconoce también y, lleno de rasguños, con los ángulos ennegrecidos, se enciende suavemente y devuelve a los bailarines su imagen, algo borrosa, como enternecida por una nostalgia. Entre todas esas elegancias el señor Majestad se siente molesto. Se ha acurrucado tras una caja y mira…

Poco a poco, sin embargo, llega el día. Por las puertas encristaladas del almacén se ve blanquear el patio, luego la parte alta de las ventanas y, por fin, una buena parte del salón. A medida que la luz aumenta, las figuras se borran, se confunden. Pronto el señor Majestad solo ve dos pequeños violines, retrasados en un rincón, que la luz evapora al tocarlos. En el patio, distingue todavía, aunque muy vagamente, la forma de una silla de manos, una cabeza empolvada salpicada de esmeraldas, los últimos chisporroteos de una antorcha que los lacayos han arrojado sobre los adoquines y que se mezclan con las chispas de las ruedas de un coche de transporte que entra, con gran estruendo, por el portal abierto…

Las tres misas rezadas (ALPHONSE DAUDET)

 

I

–¿Dos pavos rellenos, Garrigou…?

–Sí, reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufa. Y lo sé porque yo he ayudado a llenarlos. Parecía que su piel iba a estallar al asarlos, tan tensa estaba…

–¡Jesús-María! Y a mí que me gustan tanto las trufas… Pronto, dame mi sobrepelliz, Garrigou… Y además de los pavos, ¿qué más has visto en la cocina?

–Oh, muchas cosas buenas… Desde el mediodía no hemos hecho otra cosa que desplumar faisanes, abubillas, pollas, gallos silvestres. Volaban plumas por todas partes… Además, han traído del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…

–¿Eran muy grandes las truchas, Garrigou…?

--Así de grandes, reverendo… ¡Enormes!

–¡Oh! Dios mío, me parece verlas… ¿Has puesto vino en las vinagreras?

–Sí reverendo, he puesto vino en las vinagreras. Pero, ¡maldición!, no es tan bueno como el que va usted a beber dentro de un rato, al salir de la misa de medianoche. Si pudiera ver usted el comedor del castillo, esas botellas de largos cuellos que llamean llenas de vinos de todos los colores… Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, las flores, los candelabros… Jamás se habrá visto una fiesta semejante. El señor marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. Al menos serán ustedes cuarenta a la mesa, sin contar al bailío ni al notario… ¡Ah! Qué suerte tiene usted al poder ir, reverendo… Con solo haber olido esos hermosos pavos, el aroma de las trufas me sigue por todas partes… ¡Mmnnn!

–Vamos, vamos, hijo mío. No cometamos pecado de gula, sobre todo en la noche de Navidad… Ve pronto a encender las velas y haz sonar el primer toque de misa; la medianoche se acerca y no debemos retrasarnos.

Esta conversación se mantenía una noche de Navidad del año de gracia de mil seiscientos y pico, entre el reverendo dom Balaguere, antiguo prior de los Barnabitas, en la actualidad capellán a sueldo de los sires de Trinquelague, y su pequeño acólito Garrigou, o al menos lo que él creía ser su pequeño acólito Garrigou, pues sabed que el diablo, aquella noche, había tomado la redonda faz y los indecisos rasgos del joven sacristán, para mejor hacer caer al reverendo padre en la tentación, haciéndole cometer un espantoso pecado de gula. Pues bien, mientras el llamado Garrigou (¡hum, hum!) hacía sonar a brazo partido las campanas de la capilla señorial, el reverendo terminaba de revestir su casulla en la pequeña sacristía del castillo, y con el espíritu turbado ya por aquellas descripciones gastronómicas, se repetía a si mismo mientras  se vestía: «Pavos asados… Carpas doradas… Truchas así de grandes…»

Fuera, el viento nocturno soplaba esparciendo la música de las campanas y, poco a poco, aparecían luces en la sombra de las laderas del monte Ventoux, en cuya cima se elevaban las viejas torres de Trinquelague. Eran familias de aparceros que venían a oír la misa de medianoches en el castillo. Trepaban cantando la cuesta, en grupos de cinco o seis, precedidos por el padre con la linterna en la mano, las mujeres envueltas en sus grandes mantos tostados a los que los niños se apretaban para abrigarse. Pese a la hora y al frío, aquella valerosa gente caminaba con alegría, sostenida por la idea de que, al salir de la misa, habría, como todos los años, una mesa puesta para ellos, abajo, en las cocinas. De vez en cuando, por la pina pendiente, la carroza de un señor, precedida por los portadores de antorchas, hacía brillar sus cristales al claro de luna, o trotaba una mula agitando sus cascabeles y, a la luz de los fanales envueltos en bruma, los aparceros reconocían a su bailío y le saludaban al pasar:

–Buenas noches, buenas noches, maese ARnoton.

–Buenas noches, buenas noches, hijos míos.

La noche era clara, el frío avivaba las estrellas, el helado viento quemaba, y un fino relente, depositándose sin mojarlos sobre los vestidos, guardaba fielmente la tradición de las Navidades blancas de nieve. En lo alto de la cuesta, el castillo aparecía como la meta, con su enorme masa de torres de frontispicios, el campanario de su capilla escalando el azul oscuro del cielo y una multitud de pequeñas lucecitas que parpadeaban, iban y venían, se agitaban en todas las ventanas y parecían, contra el fondo oscuro del edificio, chispas corriendo por las cenizas del papel quemado… Pasado el puente levadizo y la poterna, era preciso, para dirigirse a la capilla, cruzar el primer patio, lleno de carrozas, de criados, de sillas de mano, iluminado por las llamas de las antorchas y la claridad de las cocinas. Se oía el tintineo de los asadores, el estrépito de las cacerolas, el choque de los cristales y la cubertería manejados en los preparativos de una comida; por encima, un tibio vapor aromatizado por las carnes asadas y las fuertes hierbas de complicadas salsas hacía decir a los aparceros, como al capellán, como al bailío, como a todo el mundo:

–¡Qué fiesta tendremos después de la misa!

 

II

 

¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!

Es la misa de medianoche que comienza. En la capilla del castillo, una catedral en miniatura, de entrecruzados arcos y vigas de roble que suben a lo largo de las paredes, todas las tapicerías han sido tendidas, todos los cirios encendidos. ¡Y cuánta gente! ¡Y cuántas galas! Ved, primero, sentados en los tallados sitiales que rodean el coro, al señor de Trinquelague, con vestido de tafetán salmón, y junto a él todos los nobles señores invitados. En  frente, en los reclinatorios adornados de terciopelo, se han colocado la anciana marquesa viuda, con su vestido de brocado color de fuego, y la joven dama de Trinquelague, cubierta con una gran torre de encaje estampado a la última moda de la corte francesa. Más abajo se ven, vestidos de negro, con grandes pelucas puntiagudas, y rostros afeitados, al bailío Thomas Arnoton y al notario maese Ambroy, dos graves notas entre las chillonas sedas y las damas recamadas. Vienen  después los gordos mayordomos, los pajes, los monteros, los intendentes, dama Barbe, con todas las llaves colgando de su costado en un llavero de plata fina. Al fondo, en los banco, el pueblo bajo, los criados, los apareceros con sus familias; por fin, detrás de todos, junto a la puerta que abren y cierran discretamente, los señores marmitones que vienen, entre dos salsas, a tomar un poco de aire de misa y a llevar un aroma de banquete a la iglesia en fiesta, caldeada por los cirios encendidos.

¿Es la vista de las pequeñas barritas blancas lo que distrae al oficiante? ¿No será más bien la campanilla de Garrigou?, esa pequeña campanilla furiosa que se agita al pie del altar con infernal precipitación y parece decir continuamente: «Démonos prisa, démonos prisa… Cuanto antes terminemos antes nos sentaremos a la mesa»? El hecho es que cada vez que repica la diabólica campanilla, el capellán olvida su misa y solo piensa en el banquete. Imagina las rumorosas cocinas, los hornos en los que arde un fuego de forja, el vaho que asciende de las entreabiertas tapaderas y, en ese vaho, dos magníficos pavos, repletos, tensos, hinchados de trufas.

O, también, ve pasar las hileras de pajecillos llevando platos envueltos en tentadores vapores, y entra con ellos en la gran sala dispuesta ya para el festín. ¡Oh, delicia!, ahí está la inmensa mesa cargada y reluciente, los pavos reales vestidos con sus plumas, los faisanes separando sus alas doradas, los frascos de color de rubí, las pirámides de fruta entre las verdes ramas, y los maravillosos pescados de los que hablaba Garrigou (¡ah, claro, Garrigou!), depositados sobre una base de hinojo, con las escamas nacaradas como si acabaran de salir del agua y un ramito de hierbas olorosas en sus fauces de monstruos. Tan viva es la visión de aquella maravilla que a dom Balaguere le parece que esos miríficos platos son servidos ante él, sobre los bordados que adornan el mantel del altar, y dos o tres veces, en vez de Dominus vobiscum, se sorprende bendiciendo la mesa, recitando el Benidicite. Pero salvo esas ligeras confusiones, el digno sacerdote celebra concienzudamente su oficio, sin saltarse una línea, sin omitir una genuflexión, y todo marcha bastante bien hasta el final de la primera misa; pues ya sabéis que el día de Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.

–¡Y va una!– dice el capellán con un suspiro de alivio; luego, sin perder un minuto, hace una señal a su acólito o a quien cree que es su acólito y…

¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!

Comienza la segunda misa y, con ella, comienza también el pecado de dom Balageure.

–De prisa, de prisa, apresurémonos –grita con su vocecilla ácida la campanilla de Garrigou, y esta vez el infeliz oficiante, abandonando al demonio de la gula, se abalanza hacia el misal y devora las páginas con la avidez de su apetito sobreexcitado. Frenéticamente se vuelve a levantar, esboza la señal de la cruz, las genuflexiones, acorta sus gestos para terminar antes. Apenas si extiende sus brazos en el Evangelio y se golpea su pecho en el Confiteor. Entre el acólito y él parece existir una competencia para ver quien murmurará más de prisa. Versículos y respuestas se precipitan, se empujan. Las  palabras pronunciadas a medias, sin abrir la boca porque eso tomaría demasiado tiempo, se terminan en incompresibles murmullos.

Oremus ps… ps… ps…

Mea culpa… pa… pa… pa…

Como apresurados vendimiadores pisando la uva de la cuba, ambos barbotean en el latín de la misa, salpicando por todos lados.

Dom.. scum… – dice Balaguere.

Stutuo… –responde Garrigou.

Y la condenada campanilla está continuamente allí, repicando en sus oídos, como esos cascabeles que se ponen a los caballos de posta para hacerlos galopar más de prisa. Ya supondréis que, a esta velocidad, una misa rezada termina en seguida.

–¡Y van dos! –dice el capellán jadeante; luego, sin tomarse el menor respiro, rojo, sudoroso, desciende los escalones del altar y…

¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!

Comienza la tercera misa. Y solo hay que dar algunos pasos para llegar al comedor; pero, ¡ay!, a medida que se acerca el festín, el desgraciado Balaguere se siente poseído por una locura de impaciencia y gula. Su espejismo se acentúa, las doradas carpas, los pavos asados están allí, allí. Los toca…, los… ¡Oh Dios… ¡ Los platos humean, los vinos aromatizan; y sacudiendo su furioso badajo, la campanilla le grita:

–¡De prisa, de prisa, más de prisa todavía…!

Pero ¿cómo ir más de prisa? Sus labios apenas se mueven. Ya no pronuncia las palabras… Como no haga claramente trampas al buen Dios y le escamotee su misa… ¡Y eso es lo que hace el infeliz! De tentación en tentación, comienza por saltarse un versículo, luego dos. Luego la Epístola es demasiado larga y no la termina, roza ligeramente el Evangelio, pasa ente el Credo sin entrar, se salta el Pater, saluda de lejos al Prefacio, y a trancas y barrancas se precipita así en la condenación eterna, seguido siempre del infame Garrigou (vade retro, Satanás), que le secunda con maravillosa compenetración, le sostiene la casulla, vuelve las página de dos en dos, empuja los atriles, vuelca las vinagreras y sacude sin cesar, cada vez más fuerte, cada vez más de prisa, la campanilla.

¡Hay que ver el rostro de asombro que ponen los asistentes! Obligados a seguir por la mímica del sacerdote una misa de la que no oyen ni una palabra, unos se levantan cuando los otros se arrodillan, se sientan cuando los otros están de pie, y todas las frase de ese singular oficio se confunden en los bancos en una multitud de actitudes diversas. La estrella de Navidad en camino por las rutas del cielo, allí, hacia el pequeño establo, palidece de espanto al ver tal confusión…

–El abate corre demasiado… No se le puede seguir –murmura la vieja viuda agitando con extravío su tocado.

Maese Arnoton, con sus grandes anteojos de acero en la nariz, busca en su misal donde caramba puede estar. Pero en el fondo, también esa buena genta piensan en el festín y no les enfada que la misa vaya a velocidad de diligencia; y cuando dom Balaguere, con el rostro resplandeciente, se vuelve hacia la asistencia gritando con todas sus fuerzas: Ite missa est, la capilla le responde con voz unánime un Deo gratias tan alegre, tan animoso, que parecen estar ya a la mesa, en el primer brindis del festín.

 

III

 

Cinco minutos después, la muchedumbre de señores se sentaba en la gran sala, con el capellán entre ellos. El castillo, iluminado de arriba abajo, resonaba con los cánticos, los gritos, las risas, los rumores, y el venerable dom Balguere clavaba su tenedor en un ala de pollo, ahogando los remordimientos de su pecado con tragos de vino papal y jugo de viandas. Tanto comió y bebió el pobre y santo hombre, que murió aquella misma noche de un terrible ataque, sin haber tenido tiempo de arrepentirse; luego, por la mañana, llegó al cielo lleno todavía del rumor de las fiestas nocturnas y os dejo imaginar de que modo fue recibido:

–Apártate de mis ojos, mal cristiano – le dijo el Supremo Juez, Señor de todos nosotros --, tu falta es tan grande que no basta para borrarla toda una vida de virtudes… ¡Ah, me has robado una misa de medianoche…! Muy bien, en su lugar me pagarás trescientas y no entrarás en el paraíso, mas que cuando hayas celebrado, en tu propia capilla, trescientas misas de Navidad en presencia de todos cuantos han pecado contigo y por tu culpa…

Y esta es la autentica leyenda de dom Balaguere, tal como se cuenta en el país de las aceitunas. Hoy, el castillo de Trinquelague ya no existe, pero la capilla permanece todavía en pie, en lo alto del monte Ventoux, en un bosquecillo de verdes robles. El viento hace golpear su mal cerrada puerta, la hierba llena el umbral; hay nidos en los ángulos del altar y en los dinteles de los altos cruceros cuyos coloreados ventanales han desparecido desde hace tiempo. Parece, sin embargo, que todos los años, por Navidad, una luz sobrenatural vaga por entre esas ruinas y que, yendo a las misas y a las fiestas, los campesinos distinguen esa espectral capilla iluminada con invisibles cirios que arden al aire libre, incluso bajo la nieve y el viento. Reíd si queréis, pero un viñatero de la región, llamado Garrigue, descendiente sin duda de Garrigou, me aseguró que una noche de Navidad, estando de francachela, se había perdido en la montaña, cerca de Trinquelague; y que había visto lo siguiente: Hasta las once de la noche nada. Todo estaba en silencio, oscuro e inanimado. De pronto, hacia la medianoche, se escuchó un carillón en lo alto del campanario, un antiguo, antiguo carillón que parecía hallarse a diez leguas de distancia. En seguida, por el pendiente camino, Garrigue vio parpadear luces, agitarse indecisas sombras. Bajo el porche de la capilla se andaba y se susurraba:

--Buenas noches, maese Arnoton.

–Buenas noches, buenas noches, hijos míos.

Cuando todo el mundo hubo entrado, mi viñatero, que era muy valiente, se acercó despacio y, mirando por la rota puerta, contempló un singular espectáculo. Toda la gente a la que había visto pasar estaba colocada alrededor del coro, en la ruinosa nave, como si existieran todavía los antiguos bancos. Hermosas damas con vestidos de brocado y tocados de encaje, señoras cubiertas de recargados adornos, campesinos de floreadas chaquetas como las que llevaban nuestros abuelos, todos con aspecto decrépito, ajado, polvoriento, fatigado. De vez en cuando, los pájaros nocturnos, huéspedes habituales de la capilla, despertando entre tantas luces, merodeaban alrededor de los cirios cuya llama subía recta y difusa como si ardiera tras de una gasa; y divirtió mucho a Garrigue cierto personaje de grandes anteojos de acero, que sacudía continuamente su alta peluca negra sobre la que se mantenía muy erguido, enredado en ella, batiendo silenciosamente las alas, uno de aquello pájaros…

Al fondo, un pequeño anciano de infantil talla, arrodilladlo en medio del coro, agitaba con desesperación una campanilla sin badajo y sin voz, mientas que un sacerdote, vestido de oro viejo, iba y venía ante el altar recitando oraciones de las que no se oía ni una palabra… Naturalmente, era dom Balaguere diciendo su tercera misa rezada.

lunes, 15 de noviembre de 2021

La bronca (PATROCINIO DE BIEDMA)

 

El Príncipe de B*** se paseaba maravillado por delante de las casetas de la feria; con un entusiasmo, raro en él, le decía a sus acompañantes, un Ayudante y un Secretario, que lo seguían en actitud respetuosa: jamás había visto cosa semejante.

Más que una fiesta de Andalucía, le parecía una explosión de luz y de colores, una reverberación del cielo y una florescencia de la tierra, que se unían en notas de aromas y reflejos, como un himno de la naturaleza que celebrase la alegría de vivir.

El cielo azul de Sevilla era fondo adecuado al cuadro movido, chillón, deslumbrador, de su fiesta predilecta.

El Príncipe viajaba de incógnito, de verdadero incógnito. Quería verlo todo de cerca, gozar con aquel espectáculo extraordinario, olvidar por un momento bajo aquel sol que jaspeaba de rayos de oro el espacio, las nieblas de su país, sonreír ante la bulliciosa multitud, olvidando los problemas sociales que pesan sobre el mundo, realizar, en fin, una escapatoria, como un estudiante travieso para llevar a su helado retiro un dulce y cálido recuerdo de una alegría sana y real, derrochada por un pueblo que olvida que hay en el mundo guerras, hambres, dolores y miserias, para embriagarse en sus expansiones con  el vino de su tierra y el aroma de sus flores, con la luz de su cielo y los amores de su alma.

***

El Príncipe había recibido, antes de salir del hotel donde se hospedaba, la visita ceremonial del Gobernador civil de la provincia, el cual cumplía órdenes del Ministro, que le había telegrafiado después de conferenciar con el embajador, que le había dado cuenta de la llegada del augusto viajero.

–Agradezco infinito la atención – había dicho al Gobernador, – pero nada necesito; quiero pasar desapercibido como un turista cualquiera; verlo todo, apreciarlo por mí mismo, confirmar cuanto se dice de esta tierra encantada.

–De todos modos– había dicho el Gobernador – se vigilará para que V. A. no sea molestado; pudiera cometerse alguna imprudencia.

–No, no –insistió el Príncipe; – personalmente nada necesito; deseo que nadie se moleste por mí, y suplico que no se dé cuenta de mi llegada. Yo soy el conde de C*** y nada más. Viajo con dos amigos y deseo independencia completa.

–En ese caso, solo me resta ponerme a sus órdenes y retirarme.

–Gracias; espero que podré verlo todo…

–Tal creo.

–Bailes, cantos, juergas – decía el Príncipe consultando una nota de su cartera, especie de extracto de una descripción de la feria, – y hasta broncas.. ¿No es así?...

–¡Oh!–dijo sonriendo al despedirse el Gobernador, – de eso habrá en gran número… ¡no habrá que buscarlas!...

El Príncipe se embelesaba mirando aquellas mujeres, que bailaban cadenciosamente al son de las castañuelas, agitando con su movimiento los manojos de cintas de los colores nacionales que las adornaban, con flores en la cabeza, flores en el pecho y flores en los pañuelos que las envolvían, como un girón flotando de una fantástica primavera.

Donde cantaban, donde jaleaban, donde bailaban las graciosas sevillanas, levantando los brazos sobre la aveza, arqueando el cuerpo, deslizando el pequeño pie con rapidez vertiginosa, allí se paraba el Príncipe, admirado, embobado ante aquel espectáculo incomparable, y después de consultar sus notas, decía satisfecho:

–Baile, canto, juerga… eso es, todo eso lo he visto, pero ¿dónde está la bronca?

Llegó la noche, tibia y clara, y la animación pareció concentrarse en las tiendas donde se comía, se bebía y se bailaba sin descanso.

La figura fina y exótica del Príncipe, absorto ante aquellos cuadros populares, no dejaba de llamar la atención de algunos transeúntes y mismo de aquellos que en las tiendas se divertían.

Algunos guasones le invitaban a entrar con timos de la tierra, que el Príncipe no comprendía, ni podía traducir en ningún diccionario.

De repente surgió entre dos mozos, que llevaban vino a una joven que acababa de bailar, una agria disputa.

Las cañas volaron por el aire y las navajas salieron a relucir, brillando sus hojas a la luz como rayos de fuego.

–¡Vámonos!– gritó un chiquillo que salió corriendo –que aquí se armó la bronca.

–¡La bronca! – repitió el ayudante y el Secretario del Príncipe, como el que descubre la solución de un problema; –¡la bronca!... ¡Al fin vamos a verla! Los gritos de las mujeres, el ruido de las sillas que rodaban por el suelo, el tropel de la gente que huía y los agentes de la autoridad que retiraban a un herido y algunos presos, fue todo lo que vio el Príncipe con más asombro que emoción.

Poco después la tranquilidad volvió a la tienda; sonaba la guitarra y corría el vino, y nadie parecía preocuparse de lo sucedido.

El Príncipe, que se había retirado algún tanto, contemplando absorto, aún más que antes aquel espectáculo.

–¡Es singular– dijo a su Ayudante, sin poder ocultar su asombro; – la bronca es, por lo que se ve, parte del programa de estas fiestas… la navaja y la guitarra alternan como armas esenciales… morir o bailar para ellos viene a ser lo mismo.

–Señor– dijo el Ayudante con acento convencido, – yo no creo que esto sea usual en esta clase de fiestas…. Me inclino a pensar que para obsequiar a los extranjeros de distinción las disponen de antemano. Acaso el Gobernador conociendo que V.A. tenía deseo de saber lo que era una bronca, dio sus ordenes…

–Puede ser – dijo el Príncipe sin demostrar extrañeza; – es muy expuesto; pero tiene también sus atractivos… Sentiré que por satisfacer mi curiosidad hayan matado a un hombre; pero, de todos modos, lo agradezco mucho…

 

 

PATROCINIO DE BIEDMA

Publicado en Diario de Pontevedra  21 de abril de 1897

domingo, 17 de octubre de 2021

El sueño del envidioso (JOSÉ FERNÁNDEZ BREMÓN)

 

Se había dormido Felipe bajo la dulce impresión de una agradable noticia: la quiebra de un vecino suyo que le molestaba con el espectáculo de su felicidad y opulencia.

Sin saber como, se encontró conversando con el diablo, que le dijo familiarmente:

–Te concedo una gracia.

–¿Me das tiempo para reflexionar?—le preguntó Felipe.

–Sí – respondió el demonio; – Volveré dentro de un rato.

–¿Qué le pediré? – decía el envidioso cavilando. – Pedro tiene una mujer muy guapa y la quiere mucho… Pero no, que las mujeres envejecen y ya se cansará de ella. ¿El talento de Juan? Bien mirado, le sirve de poco. ¿El capital de D. Hipólito? Podía estar en víspera de una quiebra, como mi vecino; hay banqueros que concluyen pidiendo limosna. Dicen que el pobre que pide enfrente de mi casa ha sido rico, y se hubiera muerto de hambre a no tener la fortuna de ser ciego.

–¿Has reflexionado? –dijo el diablo, apareciendo de nuevo.

–Todavía no.

–Pues date prisa –repuso el espíritu maligno, y desapareció.

–Es el caso– siguió pensando Felipe– que la felicidad no estriba en las cosas grandes. Conozco muchas gentes dichosas: mi vecina tiene un gato negro que la sigue a todas partes y no le cambiaría por el talento de Juan ni el capital de D. Hipólito. Yo quisiera poseer ese gato…

Antolín canta con primor las malagueñas, y todos le obsequian y buscan: ¿por qué no he de pedir su arte? Pero ¡qué digo! ¿Y el dibujo de Goya que me enseñó Gómez ayer? Ese original haría feliz a cualquiera y luciría más en mi despacho que en el suyo… Todos tienen algo notable menos yo; hasta ese ciego de que me acordaba hace un instante, que inspira lástima a todo el mundo con aquellos ojazos saltones y blancos, ¡ya lo creo que inspira compasión! Su ceguera es un filón de perras grandes.

–¿Has decidido ya? – volvió a decir el diablo, reapareciendo otra vez.

–Espera… espera…

--Ni un instante más.

–Concédeme unos segundos.

–No.

–Pues entonces… dame la ceguera del que pide limosna enfrente de mi casa.

El diablo le abrasó los ojos con su aliento, y el envidioso despertó.

Se oía en la calle una voz que imploraba la caridad de los transeúntes. Era la del mendigo.

–¿Qué es esto? ¡Tengo vista! – decía Felipe restregándose los ojos. –¡Oh! el diablo me ha engañado.

Y se puso a mirar los ojos del ciego con envidia.

 

JOSÉ FERNANDEZ BREMON.  El Alcance.  15 de junio de 1897

El cráneo del anarquista (J. ROIG RAVENTÓS)

 

Aquel buen “señor abade” queriendo grabar en la imaginación sencilla de sus feligreses una dramática impresión de su fin inevitable, en un brote sentimental, mezcla de piedad y previsión, había hecho poner sobre una ringla de nichos del cementerio aledaño que se recogía al amor de la iglesia parroquial, el cráneo pelado que un día salió a la luz como un náufrago que surge de las entrañas del mar al empuje misterioso de una galerna. Una vez fregado y limpio, hasta dejarlo bien luciente, fue colocado en una cavidad de la pared, donde quedó en impresionante reposo, como una especie de “memento homo” aun más elocuente que la misma ceniza que el rector ponía todos los años, el día de Difuntos, sobre la frente de sus feligreses.

Es el primer domingo. Los “petrucios” con sus compañeras y los rapaces descienden por las corredoiras umbrosas para oír la misa del alba. A medida que las gentes van llegando a la explanada de la iglesia, un rumor de sorpresa y desagrado se extiende. Y es que a nadie gusta la presencia de aquel cráneo con los ojos abiertos y profundos, mostrando la mueca cínica de una risotada que parecía eternamente aprisionada en las púas salpicadas e inmensas de sus dientes. Todos pasaban aprisa desgranando denuestos contra el sepulturero y el cura por haber tenido aquella macabra idea que les ensombrecía el holgorio de las fiestas y ponía trémulos de respeto en los paliques que otrora resonaban largos y risueños en el atrio.

La patulea menuda soñaba aquellos días con el cráneo imperturbable y vigilante, y entre los más espigados era reconocido como gesto de valor un discreto acercamiento a la momia. Un día el “Xiringa”, un rapaz atolondrado que cuidaba “gando”, puso la pica de ganar una peonza en apuesta a que le tocaría a la momia con la mano, proeza que operó el milagro de que en adelante ya nadie le mirara con fiereza. La calavera se convirtió en amiga del todo el mundo. A nadie le infundía terror. Las charlas surgían de nuevo a su derredor y las risotadas ascendían frescas y anchas hasta su oquedad. Tan solo le quedaba, como último baluarte del terror, el austero prestigio de la noche. Cuando la oscuridad se extendía sobre los campos, y abría las alas de los vespertillos, y arrancaba monosílabos a la flauta del sapo, entonces aquel cráneo, investido de siniestra autoridad, era visto por los feligreses como envuelto en un nimbo de mística fosforescencia. Si alguna noche eran llevados a algún enfermo los Sacramentos, al sentir el chirrido agudo del postigo del templo, el cráneo parecía iluminarse al claro de luna para penetrar en las conciencias, remover evocaciones siniestras, despertar el miedo y poner palabras de perdón en todos los labios. ¡Ah, sí! Por la noche infundía más pavor que cuando era la cabeza del hombre más feroz que había pasado por aquella comarca.

****

¡Pero qué extraño contraste! ¿Quién había de pensar que aquel hombre renegado que murió bajo el peso oprobioso de sus desvaríos revolucionarios había de legar, como una ofrenda mística, a la religión que él difamara, algo que era emocionante motivo de prédicas austeras y base de sugestiones sobre el placer de la muerte cristiana, la insignificancia de la vida humana y la grandeza de la gloria?

Todavía los hombres más viejos de aquellos contornos recordaban con espanto los sermonarios ácratas que el anarquista hacía por doquiera. Se le veía en los feriales vendiendo baratijas a los bobalicones. Y al atardecer se dirigía al parador donde se entregaba a su obsesión de propagar ideas revolucionarias mientras vaciaba vasos de vino y masticaba tagarninas. A medida que trasegaba el mosto su palabra se hacía más agresiva, y en los momentos postreros de su embriaguez aquel hombre era un foco de vibración alcohólica, política y parlamentaria. Las palabras brotaban copiosas, se recreaba subrayando ideas tullidas en medio del torbellino alocado de su oratoria enfática para desembocar en las frases predilectas de su credo, dichas con solemnidad: “¡Nada de matrimonios! ¡Amémonos con toda libertad! ¡Los Gobiernos criarán los hijos! ¡No más autoridad ni jerarquía! ¡Seamos todos iguales! ¡Abajo el artificio! Y con los cabellos erizados, la voz ronca, los ojos desorbitados, la mano trémula y la lengua candente de rencor, se sentaba para mejor maldecir del abad y de las autoridades. Al llegar a esta zona de su ideario, se vanagloriaba ante sus oyentes de practicar la revolución que predicaba, pues había abandonado mujer e hijos legítimos para vivir en repugnante mancebía con otra mujer pecosa y roja, que sabía beber y blasfemar como él. Y como estaba compenetrado con la idea de que la propiedad es un  hecho ilícito, siempre que podía se adueñaba de lo que se ofrecía fácil a su rapiña en los caseríos del contorno. Vivía, o por mejor decir, comía de sus ideas.

*** 

Una noche, después de una prédica bien repleta de tópicos abstrusos se desvaneció. Crispó la boca, de la que salió un simbólico hilo de baba roja, entornó los ojos y lanzó un suspiro de moribundo. A media noche fue llevado en una carreta al hospital  más próximo pues en aquella aldehuela no era posible auxiliarles debidamente. Una vez en cama, ya más sereno, comenzó una lucha denodada consigo mismo. Quiso que retirasen de su presencia un Crucifijo que pendía de la pared; requirió con violencia al sacerdote que le recomendaba los Sacramentos para que le dejara “en paz”, y, a cada palabra que el buen pastor le decía, volvía la espalda, le insultaba y hasta llegaba a la amenaza. Fue una muerte desoladora. Las monjitas del hospital huían estremecidas entornando los ojos y tapando los oídos.

Una vez muerto y amortajado todavía les parecía oír las estridencias horrísonas de sus denuestos blasfemos.

Un atardecer gris fue enterrado en la aldehuela envuelto en la opacidad de un “orballo” tristón. Y es ahora, después de algunos años, cuando su cráneo limpio y luciente recibe, por un milagro del azar, la caricia tibia del sol.

*** 

Pero vais a ver que clases de delicadezas tiene la vida sencilla del campo. ¿Me creeréis que hoy su cráneo, además de ser un piadoso recordatorio, es una especie de estuche que guarda todas las contradicciones de sus discursos?

No hace mucho tiempo aquel cráneo solitario fue elegido por una abeja como lugar de su trabajo. Pronto otras abejas laboriosas y sumisas fueron allí a dejar a su reina, opulenta de majestad y respeto, la diaria aportación de su miel. Las bulliciosas moradoras entraban por las cuencas del cráneo como si quisieran “hacerle ver” que existía una jerarquía natural y una reina que extendía sus dominios sobre las flores y las hierbas aromáticas de las montañas. El cráneo fue rodeado de dulces sonoridades en una armonía total de humildades y obediencias. Hasta que un día el sacristán advertido de la huida de su reina, cogió un saco y quemando boñiga seca, a la vez que hacía un ruido estudiado, hizo volver a su casa a la reina huida. Esto logrado, todo el resto de la comunidad, por un prodigio de disciplina, desfiló seguidamente. ¡Qué lección para el pobre cráneo que quería exterminar todas las autoridades!

Después… ¡Oh después! ¡Qué otra misión tenía que cumplir aquel cráneo en cuyo ennegrecido interior parecía que todavía estuvieran incrustadas, ocultas como duendes, tantas ideas disolventes! Abierto en la coronilla, como una olla horadada, por un golpe ciego de azada, en primavera era un refugio ofrecido a los pájaros que allí hacían sus nidos. El que había predicado la eliminación de los hijos y la destrucción del hogar, ¡cuántas horas habrá sentido el calor de la hembra empollando sus pequeñuelos! ¡Y cuántas el de los pajarillos durmiendo, confiados, las horas en que su madre iba a buscar la pitanza! Aquella deliciosa algarabía que levantaban al verla llegar ansiosa de saciarlos, y aquella amorosa prevención de que no se asomaran cuando el ave de rapiña cruzaba el cielo trazando rúbricas de maleficio, ¡qué obra tan perfecta de amor, de estimación, de cálido heroísmo, de intimidad hogareña… confortable, única, donde florece la poca paz que se encuentra en la vida! ¡Y todo dentro del cráneo donde aun vibraban los ecos de sus delirios de destrucción de la familia!

Una mañana, sobre la frente del cráneo apareció una gota de sangre. Todas las miradas se detenían allí extrañadas. Los pájaros habían abandonado su hogar. Habían levantado el vuelo acosados por el gavilán, y en la huida el más pequeño fue devorado. Un chillido, una gota de sangre que cae del cielo y un estremecimiento de la pequeña bandada. “Todos son iguales” aseguraba el anarquista. Pero la realidad nos decía que el más fuerte vence al más débil.

***

Y pasaron los años… Y cada primavera los pájaros anidaban dentro del cráneo. Y aquel estuche de huesos humanos, escuchando las lecciones inmortales de la Naturaleza, se volvía puro, blanco…

Hasta parecía el cráneo de un muerto que en vida hubiese tenido, el alma candorosa de un santo.

 

J. ROIG RAVENTÓS    Alborada. Diario de Lugo   5 de enero de 1936

Los difuntos (MODESTO PRIETO CAMIÑA)

 

En la plácida oscuridad de la noche aldeana, rompió el solemne silencio reinante, un grito, que llevado en las rápidas alas del céfiro, llenó de espanto a los sencillos habitantes del lugar. Fue un grito de suprema angustia, terrorífico; dijérase que en las tinieblas, alguien había sido sorprendido por algún ente monstruoso, que poco a poco, como gozándose en su obra, avanzaba con sus garras hacia la garganta de su víctima, estrangulándola en el preciso instante en que demandaba auxilio. No habían transcurrido muchos minutos, cuando otro grito heló la sangre en las venas del vecindario.

Como obediente a un extraño conjuro, la campana de la capilla del humilde cementerio empezó a tañer en forma desusada: ya tocaba acompasadamente, como de pronto, lanzaba a rebato, acrecentaba el hálito siniestro que se respiraba en el villorrio.

Todas las puertas y ventanas se cerraron, las luces se apagaron y todo quedó dominado por el miedo que oprimía el conjunto con el peso de sus impalpables manos.

De pronto, en la plaza desierta, se oyeron unas pisadas como de una persona que corre y en la puerta de Fanchuco sonaron recios y desesperados golpes. Nadie se atreve a abrir. Es la noche de Santos, la víspera de Difuntos. En esta noche, cuenta la leyenda que la Santa Compaña recorre los campos en procesión; que las almas en pena abandonan sus frías tumbas, y llevan a hombros los féretros de las recién enterrados, mientras los demás portan hachones encendidos.

Sabían los viejos que más de uno había sido sorprendido fuera de su casa a la hora en que pasaba la macabra comitiva, y fuera forzado a formar parte del acompañamiento, muriendo después sin arrancarle detalles sobre lo ocurrido.

–¡Abride! ¡Pol-a Virxe, abride! – clamaba una voz golpeando la puerta.

–Deixádeme– dijo Fanchuco a sus famliares, y descolgando la escopeta franqueó la entrada.

Pepe, “El Ferreiro”, que era quien así gritaba, tan pronto vio la casa abierta, se metió en ella y cerrando de golpe, fue a ocultarse tras del propietario de la vivienda, al tiempo que decía: –¡A vin! ¡Era a morte!

–¡Xesus! ¡Nosa Señora lle dea acougo as ánimas!

Los hijos llorando se abrazaron a las piernas de Fanchuco.

–¿A morte? ¿Dónde a viche? –inquirió este.

–¡Alí! ¡No cimiterio!–contestó o Ferreiro, con el rostro demudado por el terror.

–Imos velo–ordenó Fanchuco, y requiriendo el arma abrió otra vez la puerta.

Varias sombras portadoras de candiles y faroles iban agrupándose en la plaza, a su resplandor se percibía el brillo de los cuchillos, las hoces y las escopetas: los vecinos se disponían a averiguar el misterio.

La campana continuaba tañendo sin orden ni concierto.

¡Os mortos non temen aos vivos! – habló una vieja.

–Pois os vivos van ir na procura d’eles–arguyó Fanchuco, montando el gatillo. – A Compaña e unha fantasía.

O Ferreiro vino hacia el grupo rodeado por un grupo de mujeres y niños que le asediaban con preguntas sobre lo acaecido.

–Ferreiriño ¿ti a mirache?

–¿Qué che fixeron, Ferrreiro?

El buen hombre, algo repuesto ante la compañía de los hombres armados, dijo: –Eu viña da miña seara dimpois de aquelar os canastos, e ó pasar por diante do cimiterio, escoite unha badalada, ollei pr’a campá e vin que abancávase sin que ninguén lle tocara.

C-un pouco de medo reparei pr’o meu redor, e unha sombra moura, moura, faxin ó longo da tapia, dand’un berro espantable.

Outra sombra branca chouraba ó pe da capela, y-a- campá                                                               soaba… Non sei; non quero lembrarme. Eu berrei e fuxín, fuxín…

Cortó la conversación el alocado repique de la esquila, estremeciendo la noche con el augurio trágico de su voz metálica.

Las mujeres estrecharon el grupo y dieron principio a los rezos. Los hombres se miraron consternados, sin saber que solución adoptar. El pánico los dominaba a pesar de estar armados.

Fanchuco sobreponiéndose a sí mismo, tomó el mando de aquella gente y se encaminó al cementerio. Un escalofrío sacudió sus cuerpos. Algunos interpretando aquello como una funesta señal quisieron volverse, pero Fanchuco dispuesto a descifrar la clave del enigma, los obligó a continuar la marcha.

–Hay que espantar esos difuntos. Eu teño para min qu’o que vai non volve.

Ya llevaban caminando un gran trecho cuando otro dijo: –Cheira a cera quemada.

–E máis sí – afirmó otro.

–¡Mala señal! –corroboró un tercero.

Segundos más tarde todos compartían la misma opinión, incluso el jefe de la partida quien empezó a recelar si, en efecto, aquellos pronósticos tendrían algo de aviso sobrenatural y por precaución, ordenó elevar una plegaria por las almas del Purgatorio.

En las proximidades de la capilla hallaron el cuerpo inanimado de una persona; al acercarse vieron que era una mendiga del lugar, que estaba desmayada. Mientras los más miedosos quedaban atendiéndola, el resto del grupo siguió avanzando.

Ante ellos apareció la tapia del sencillo cementerio; sobre ella se erguía la espadaña donde debían estar agitando la campana, los muertos. Los altos cipreses, a ambos lados, parecían gigantes amparando la macabra fiesta, que volvía a adquirir nuevo auge.

Entre unas matas, unas formas blancas se movían. Fanchuco mandó hacer fuego sobre ella. Una descarga cerrada atronó  el espacio y su eco de muerte se dispersó por la vasta campiña. La forma blanca hizo una terrible y violenta contorsión y desapareció entre los jarales.

Todos se contemplaron consternados. Con grandes precauciones, Fanchuco y o Ferreiro, seguidos de dos compañeros, se aproximaron al sitio donde se ocultó el bulto maléfico. Una sonora carcajada quebró la ansiedad expectante.

–¿Era unha calivera?– demandó alguno.

–¡Que iba ser! – respondió Fanchuco. –¡Era unha cabra enredada pol-os cornos na corda da campá!...

 

MODESTO PRIETO CAMIÑA

El Compostelano. Noviembre 1933

Burlerías (FEDERICO JIMÉNEZ)

 

Era la mañana áurea y olorosa, con una candidez agreste de égloga primitiva. El viento traía la fragancia del trébol, del alcacel y de los pomares húmedos de rocío. Se veía a los gorriones saltar ágiles en las eras, perseguirse piando entre el ramaje de los cerezos, huir en bandadas hacia los cantarines regatos. Los pinos llenos de perlería y los manzanos en flor recortaban limpiamente sus contornos sobre el azul del cielo. En el espacio el sol era una moneda en ignición… Con voz agria, desapacible, graznaba un gallo distante. Y sobre el pueblo adormilado la iglesia campesina expandía sus campanadas nerviosas, imperantes, litúrgicas, que estallaban como pompas cristalinas. Al retiñir en los senos de las rocas cobraban un son misteriosos y embrujado. Dijéranse pájaros santos que huyesen despavoridos en busca de cubil…

Una vereda guijarrosa, orillada de cardos y zarzales reptaba entre los campos – igual que un áspid – hasta la iglesia. Tres o cuatro mujerucas, sentadas bajo el porche, rezaban en voz queda, todavía soñolientas. Iban llegando pordioseros desharrapados, malolientes, con el traje miserable, bisunto y roto, la barba inculta y el rostro asoleado. Gentes que venían a pie de lueñes pueblos, arrastrando por los burgos su podre y su lacería. Sus pies sabían de la dureza de las guijas, sus cabezas del ardor solar, sus cuerpos de la lluvia, del frío y de los vientos. El pan que mendigaban era su habitual alimento, las zarzamoras su condumio. Pero, en los casos de penuria extrema, no se desdeñaban de mascar la raigambre de las plantas. Y algunos lo hacían con sin igual placer…

Ya los mendicantes acomodados bajo el porche y en la lonja de la iglesia, pudo verse el cuadro. Era una muchedumbre sucia, asqueante y hedionda. Un infernal conjunto de mujeres desmelenadas, flácidas, éticas, cuyos pómulos amenazaban taladrar la piel, apergaminada y reseca…; una multitud de niños zarrapastrosos y hambrientos, que se ensañaban en los senos exhaustos, colgantes como asquerosas piltrafas de carne muerta, que ofrecíanles las madres…; una copia de hombres tullidos, mancados, patizambos, tuertos, plenos de llagas rezumando la sangre corrompida. Estos mecían la cabeza acompasadamente, como por broma, en un perpetuo baile. Aquellos, al andar, bamboleaban los monstruosos bocios con un cloqueo angustiador. Otros, señoreados por la elefancia, tenían la piel rugosa y negra. Se los tomara por hombres chamuscados u hollinientos. La lepra les corroía lenta, fatalmente, los miembros apostillados, escamosos, purulentos, que iban quedando en pedazos por los caminos, exhalaban un hedor apestoso, fétido, nauseabundo, insoportable…

Aquí una mujer esqueletada roía un pedazo de borona y, con la mano libre, despiojaba la greña de una rapaza, en cuyos ojos estáticos, sin vida, dormitaba un pasmo de asombro inefable. Los dedos, ágiles, marfilinos y nudosos pasaban por entre el pelo con movimiento automático… Allá, un vejete acartonado, de barba luenga y broncínea que le daba aspecto de ermitaño, mostraba el cuerpo sin piernas, con el enorme muñón solado de enebro basto. No tenía manos, y al andar, se apoyaba en los antebrazos, manchados del polvo y la boñiga de los caminos… Más lejano había un viejo horripilante: Desmesurada la cabeza, el pelo enmarañado; los ojos enrojecidos, lagrimeantes, pitañosos, sin cejas ni pestañas, brillaban, malsanamente en medio del pus. Se dirían dos luces de lujuria y de locura brillando en las órbitas de una calavera pustulosa, apodrecida y agusanada. La boca, desdentada y babeante, parecía una caverna lóbrega y apestosa… Extendía por el suelo una pierna velluda, ulcerosa, que recordaba los troncos de las vides centenarias. Moscas verdosas acudían zumbando a posarse en las llagas. El hombre ni siquiera se movía. Con un gesto de súplica volvía a alargar la mano peluda y sarmentosa, cuyos dedos se adivinaban garfas, al tiempo que decía:

–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a mí me falta…

Nunca mentaba el «regalo»… La gente, conmovida por el tono lastimero de la voz, llovía las monedas en el mugriento sombrero del viejo. Este recogía las limosnas, santigüábase con ella musitando una oración, y luego decía en voz alta:

--«Dios ll’o pague señoriño. Hey de rezar un padrenuestro por las cenizas de sus difuntos.»

Después volvía a captar:

–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a mí me falta…

Y acompañaba su cantinela con ademanes, gestos y zollipos; mas cuando el limosnador se alejaba, hacía del ojo a su lazarillo, y con voz llena de alegría le recomendaba:

–Aprende de mí, hijo mío. Mira que no hay oficio como este: Ni más lucroso ni mas santo.

Los otros gallofos odiaban a este viejo con tema disimulada. Sabían que contrahacía la ceguera y le llamaban por mal nombre el «Arrobón». Si su lazarillo se llegaba junto a otro pordiosero, nunca faltaba un garrote que lo golpease los nudillos de la mano o los dedos de los pies… Él reía de tal tirria y cuando en su mano pedigüeña caía una limosna, contraía la cara con una sonrisa jocunda, de viejo zorro, al par que miraba a los otros mendigantes. Estos solían decirle en tono rabioso e impotente:

–Permita Dios que te acabe un torozón – Así te encuentres la «compaña» en el camino.

El viejo requería el cayado y se alzaba con un ademán de instantánea resolución. Sus ojos de pirata berberisco giraban en las órbitas con una calma poderosa… Bastaba este movimiento para que los demás mendigos agarraran los crucifijos de metal o de marfil, las medallas o los rosarios y, con lengua estropajosa, comenzaran a salmodiar rezos en un latín bárbaro…

…………

 

El bosque dormía encantado bajo la luz de la luna de extraño color naranja. Era un robledal de árboles centenarios, que meditaban serios, adustos, entristecidos como ancianos patriarcas. El viento se perseguía en los tojales y las luciérnagas brillaban entre las zarzas. En la orilla de las charcas las ranas ensayaban una discorde función de ventriloquía; daban serenata a la luna con sus croados de fisga y de ironía.

El viejo mendigante regresaba de la feria por el atajo del bosque. Había trasegado de los añejo y sentíase locuaz, algarero calamocano y ganoso de pelea. Con el nudoso bordón tentaba las piedras del camino y, de tiempo en tiempo, daba un traspiés y profería un juramento. Sin curarse del lazarillo, que colgado de su brazo temblaba acobardado, refería en alta voz, lleno de fanfarria, sucesos de su hazañosa mocedad. En una romería rajó la cabeza de un navajazo, al hijo de un cacique; en otra destripó al matón de Santa María de Cenlle; en todas retaba, temerón, a los mozos, ofreciendo un duro por un palo. Sus palabras le exaltaban los recuerdos y plantado en el centro del camino aturujaba con voz aguardentosa, gutural, de agrias inflexiones. Luego empuñaba el garrote fieramente y poníase a bordonear los troncos de los árboles, ínterin blasfemaban de los humano y lo divino. La sombra fingía un singular fantoche grotesco que agitase los brazos desmesurados…

Media noche era por filo y las estrellas resplandecían en el cielo con parpadeos burlones. Uno que otro murciélago cruzaba raudamente, agitando sus alas de pesadilla, que al temblar en el espacio esparcían sutil polvo de brujería. De vez en vez sonaba el lastimoso gañido de la raposa.

Algo calmado el viejo sentóse en una piedra; con los dedos, negros y fríos como la cuerda de un pozo, extrajo del bolsillo una menguada tagarnina y púsose a picarla. A la luz de la luna, de extraño color naranja brillaba el arma con fulgores espectrales, de sangre y de misterio… De repente el lazarillo se alzó en pie.

–Padre, a lo lejos brillan luces. Tengo miedo…

Y la voz le tiritaba en la garganta.

–Tus ojos ven visiones. Serán las noctilucas que brillan en los zarzales.

–No, padre… Ya se acerca… ¡Oiga como rezan…!

–Cállate rapaz. Serán los murciélagos que baten las alas en la tiniebla.

Insistió el rapaz:

–Padre, ¡más parecen las luces de la «compaña»!

–«!Arrenégote, rapaz!» ¡ «Tí» toleas!

El viejo terminó de picar la renegrida tagarnina, frotó el tabaco entre las manos cachazudamente, y al tiempo de liar un cigarrillo…

–No tiembles, muchacho, dijo –La «compaña» de seguro está durmiendo.

Rió jocundamente la bufonada con las risas estúpidas del vino.

Tornó a la carga el lazarillo:

–Padre, ¡son voces del otro mundo!

–Cállate, condenado. ¡Tú quieres amedrentarme!

El viejo requirió el bordón y halagándolo mimosamente con la voz…

–Este peregrinó conmigo a Tierra Santa; es de probada virtud en estos casos—dijo.

–Padre, no blasfeme, que trae desgracia…

–Calla, maldecido búho; así te coma un lobo rabioso.

Se oye un rumor de rezos apagados, de huesos que se entrechocan y de ayes reprimidos. Aparece por el bosque, solemne, misteriosa, una procesión de luces que se apagan y se encienden en el aire. Con lentitud imponente se va acercando. Al llegar frente al viejo se extinguen los rezos, cesan los quejidos, desparecen las luces… El viejo nota el cabello espeluznado y las piernas flojas.

Una voz burlona:

–Vente al infierno, perjuro.

Otra voz inexorable:

–Vas a morir mal diciente.

Obra voz clama fatal:

–Ven a probar la pez de las calderas del Maligno.

El viejo ve delante cuatro esqueletos. Tienen en las manos sendas tibias que fosforecen en las tinieblas como ojos de fieras rabiosas. Tres esqueletos danzan un baile macabro castañeteando los huesos desarticulados; el otro mira al viejo con las cuencas vacías de los ojos, misteriosas como puestas del otro mundo y en las que aún persisten sombras del más allá…

Otra voz:

–Coge un hueso mal nacido.

El mendigo siente la mano abierta por fuerza irresistible y toma el hueso... Vuelven a brillar las luces en el aire, desaparecen los bailantes y la procesión se aleja entre quejidos, paternosters y responsos mascullados. El pordiosero se cata y hállase faltoso del garrote y del sombrero; con un hueso amarillento entre los dedos. Con ojos alocados mira en derredor por buscar el lazarillo y no lo encuentra. Entonces lo llama quedamente, con grandes voces después. Nadie acude y el mendicante nota la voz mudada por el miedo; tiembla como un cuartanario y la boca le babea. Al fin, lleva la mano a la frente hace una pirueta y, grotesco, trágico, cae dando un aullido…

Los árboles alzaban al cielo sus brazos iracundos, descoyuntados que se creerían en ataque epiléptico. El viento pasaba en ráfagas duras, frías, huídas; mascullaba historias de ladrones, de brujas y de ánimas en pena, daba carcajadas sardónicas entre el ramaje. Presa de un sortilegio, la luna dormía en el fondo de las charcas. Sobre una piedra un sapo miraba con sus fascinantes ojos de oro; luego empezó a tañer su flauta melancólica, llena de mofa, de escarnio y de ironía.

….

Al otro día fue hallado el cuerpo. Entre los dedos fríos, nudosos, agarrotados por la muerte, apretaba un tibia descarnada y monda, que ardía con un resplandor azulenco.

 

 FEDERICO MENÉNDEZ

Era la mañana áurea y olorosa, con una candidez agreste de égloga primitiva. El viento traía la fragancia del trébol, del alcacel y de los pomares húmedos de rocío. Se veía a los gorriones saltar ágiles en las eras, perseguirse piando entre el ramaje de los cerezos, huir en bandadas hacia los cantarines regatos. Los pinos llenos de perlería y los manzanos en flor recortaban limpiamente sus contornos sobre el azul del cielo. En el espacio el sol era una moneda en ignición… Con voz agria, desapacible, graznaba un gallo distante. Y sobre el pueblo adormilado la iglesia campesina expandía sus campanadas nerviosas, imperantes, litúrgicas, que estallaban como pompas cristalinas. Al retiñir en los senos de las rocas cobraban un son misteriosos y embrujado. Dijéranse pájaros santos que huyesen despavoridos en busca de cubil…

Una vereda guijarrosa, orillada de cardos y zarzales reptaba entre los campos – igual que un áspid – hasta la iglesia. Tres o cuatro mujerucas, sentadas bajo el porche, rezaban en voz queda, todavía soñolientas. Iban llegando pordioseros desharrapados, malolientes, con el traje miserable, bisunto y roto, la barba inculta y el rostro asoleado. Gentes que venían a pie de lueñes pueblos, arrastrando por los burgos su podre y su lacería. Sus pies sabían de la dureza de las guijas, sus cabezas del ardor solar, sus cuerpos de la lluvia, del frío y de los vientos. El pan que mendigaban era su habitual alimento, las zarzamoras su condumio. Pero, en los casos de penuria extrema, no se desdeñaban de mascar la raigambre de las plantas. Y algunos lo hacían con sin igual placer…

Ya los mendicantes acomodados bajo el porche y en la lonja de la iglesia, pudo verse el cuadro. Era una muchedumbre sucia, asqueante y hedionda. Un infernal conjunto de mujeres desmelenadas, flácidas, éticas, cuyos pómulos amenazaban taladrar la piel, apergaminada y reseca…; una multitud de niños zarrapastrosos y hambrientos, que se ensañaban en los senos exhaustos, colgantes como asquerosas piltrafas de carne muerta, que ofrecíanles las madres…; una copia de hombres tullidos, mancados, patizambos, tuertos, plenos de llagas rezumando la sangre corrompida. Estos mecían la cabeza acompasadamente, como por broma, en un perpetuo baile. Aquellos, al andar, bamboleaban los monstruosos bocios con un cloqueo angustiador. Otros, señoreados por la elefancia, tenían la piel rugosa y negra. Se los tomara por hombres chamuscados u hollinientos. La lepra les corroía lenta, fatalmente, los miembros apostillados, escamosos, purulentos, que iban quedando en pedazos por los caminos, exhalaban un hedor apestoso, fétido, nauseabundo, insoportable…

Aquí una mujer esqueletada roía un pedazo de borona y, con la mano libre, despiojaba la greña de una rapaza, en cuyos ojos estáticos, sin vida, dormitaba un pasmo de asombro inefable. Los dedos, ágiles, marfilinos y nudosos pasaban por entre el pelo con movimiento automático… Allá, un vejete acartonado, de barba luenga y broncínea que le daba aspecto de ermitaño, mostraba el cuerpo sin piernas, con el enorme muñón solado de enebro basto. No tenía manos, y al andar, se apoyaba en los antebrazos, manchados del polvo y la boñiga de los caminos… Más lejano había un viejo horripilante: Desmesurada la cabeza, el pelo enmarañado; los ojos enrojecidos, lagrimeantes, pitañosos, sin cejas ni pestañas, brillaban, malsanamente en medio del pus. Se dirían dos luces de lujuria y de locura brillando en las órbitas de una calavera pustulosa, apodrecida y agusanada. La boca, desdentada y babeante, parecía una caverna lóbrega y apestosa… Extendía por el suelo una pierna velluda, ulcerosa, que recordaba los troncos de las vides centenarias. Moscas verdosas acudían zumbando a posarse en las llagas. El hombre ni siquiera se movía. Con un gesto de súplica volvía a alargar la mano peluda y sarmentosa, cuyos dedos se adivinaban garfas, al tiempo que decía:

–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a mí me falta…

Nunca mentaba el «regalo»… La gente, conmovida por el tono lastimero de la voz, llovía las monedas en el mugriento sombrero del viejo. Este recogía las limosnas, santigüábase con ella musitando una oración, y luego decía en voz alta:

--«Dios ll’o pague señoriño. Hey de rezar un padrenuestro por las cenizas de sus difuntos.»

Después volvía a captar:

–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a mí me falta…

Y acompañaba su cantinela con ademanes, gestos y zollipos; mas cuando el limosnador se alejaba, hacía del ojo a su lazarillo, y con voz llena de alegría le recomendaba:

–Aprende de mí, hijo mío. Mira que no hay oficio como este: Ni más lucroso ni mas santo.

Los otros gallofos odiaban a este viejo con tema disimulada. Sabían que contrahacía la ceguera y le llamaban por mal nombre el «Arrobón». Si su lazarillo se llegaba junto a otro pordiosero, nunca faltaba un garrote que lo golpease los nudillos de la mano o los dedos de los pies… Él reía de tal tirria y cuando en su mano pedigüeña caía una limosna, contraía la cara con una sonrisa jocunda, de viejo zorro, al par que miraba a los otros mendigantes. Estos solían decirle en tono rabioso e impotente:

–Permita Dios que te acabe un torozón – Así te encuentres la «compaña» en el camino.

El viejo requería el cayado y se alzaba con un ademán de instantánea resolución. Sus ojos de pirata berberisco giraban en las órbitas con una calma poderosa… Bastaba este movimiento para que los demás mendigos agarraran los crucifijos de metal o de marfil, las medallas o los rosarios y, con lengua estropajosa, comenzaran a salmodiar rezos en un latín bárbaro…

…………

 

El bosque dormía encantado bajo la luz de la luna de extraño color naranja. Era un robledal de árboles centenarios, que meditaban serios, adustos, entristecidos como ancianos patriarcas. El viento se perseguía en los tojales y las luciérnagas brillaban entre las zarzas. En la orilla de las charcas las ranas ensayaban una discorde función de ventriloquía; daban serenata a la luna con sus croados de fisga y de ironía.

El viejo mendigante regresaba de la feria por el atajo del bosque. Había trasegado de los añejo y sentíase locuaz, algarero calamocano y ganoso de pelea. Con el nudoso bordón tentaba las piedras del camino y, de tiempo en tiempo, daba un traspiés y profería un juramento. Sin curarse del lazarillo, que colgado de su brazo temblaba acobardado, refería en alta voz, lleno de fanfarria, sucesos de su hazañosa mocedad. En una romería rajó la cabeza de un navajazo, al hijo de un cacique; en otra destripó al matón de Santa María de Cenlle; en todas retaba, temerón, a los mozos, ofreciendo un duro por un palo. Sus palabras le exaltaban los recuerdos y plantado en el centro del camino aturujaba con voz aguardentosa, gutural, de agrias inflexiones. Luego empuñaba el garrote fieramente y poníase a bordonear los troncos de los árboles, ínterin blasfemaban de los humano y lo divino. La sombra fingía un singular fantoche grotesco que agitase los brazos desmesurados…

Media noche era por filo y las estrellas resplandecían en el cielo con parpadeos burlones. Uno que otro murciélago cruzaba raudamente, agitando sus alas de pesadilla, que al temblar en el espacio esparcían sutil polvo de brujería. De vez en vez sonaba el lastimoso gañido de la raposa.

Algo calmado el viejo sentóse en una piedra; con los dedos, negros y fríos como la cuerda de un pozo, extrajo del bolsillo una menguada tagarnina y púsose a picarla. A la luz de la luna, de extraño color naranja brillaba el arma con fulgores espectrales, de sangre y de misterio… De repente el lazarillo se alzó en pie.

–Padre, a lo lejos brillan luces. Tengo miedo…

Y la voz le tiritaba en la garganta.

–Tus ojos ven visiones. Serán las noctilucas que brillan en los zarzales.

–No, padre… Ya se acerca… ¡Oiga como rezan…!

–Cállate rapaz. Serán los murciélagos que baten las alas en la tiniebla.

Insistió el rapaz:

–Padre, ¡más parecen las luces de la «compaña»!

–«!Arrenégote, rapaz!» ¡ «Tí» toleas!

El viejo terminó de picar la renegrida tagarnina, frotó el tabaco entre las manos cachazudamente, y al tiempo de liar un cigarrillo…

–No tiembles, muchacho, dijo –La «compaña» de seguro está durmiendo.

Rió jocundamente la bufonada con las risas estúpidas del vino.

Tornó a la carga el lazarillo:

–Padre, ¡son voces del otro mundo!

–Cállate, condenado. ¡Tú quieres amedrentarme!

El viejo requirió el bordón y halagándolo mimosamente con la voz…

–Este peregrinó conmigo a Tierra Santa; es de probada virtud en estos casos—dijo.

–Padre, no blasfeme, que trae desgracia…

–Calla, maldecido búho; así te coma un lobo rabioso.

Se oye un rumor de rezos apagados, de huesos que se entrechocan y de ayes reprimidos. Aparece por el bosque, solemne, misteriosa, una procesión de luces que se apagan y se encienden en el aire. Con lentitud imponente se va acercando. Al llegar frente al viejo se extinguen los rezos, cesan los quejidos, desparecen las luces… El viejo nota el cabello espeluznado y las piernas flojas.

Una voz burlona:

–Vente al infierno, perjuro.

Otra voz inexorable:

–Vas a morir mal diciente.

Obra voz clama fatal:

–Ven a probar la pez de las calderas del Maligno.

El viejo ve delante cuatro esqueletos. Tienen en las manos sendas tibias que fosforecen en las tinieblas como ojos de fieras rabiosas. Tres esqueletos danzan un baile macabro castañeteando los huesos desarticulados; el otro mira al viejo con las cuencas vacías de los ojos, misteriosas como puestas del otro mundo y en las que aún persisten sombras del más allá…

Otra voz:

–Coge un hueso mal nacido.

El mendigo siente la mano abierta por fuerza irresistible y toma el hueso... Vuelven a brillar las luces en el aire, desaparecen los bailantes y la procesión se aleja entre quejidos, paternosters y responsos mascullados. El pordiosero se cata y hállase faltoso del garrote y del sombrero; con un hueso amarillento entre los dedos. Con ojos alocados mira en derredor por buscar el lazarillo y no lo encuentra. Entonces lo llama quedamente, con grandes voces después. Nadie acude y el mendicante nota la voz mudada por el miedo; tiembla como un cuartanario y la boca le babea. Al fin, lleva la mano a la frente hace una pirueta y, grotesco, trágico, cae dando un aullido…

Los árboles alzaban al cielo sus brazos iracundos, descoyuntados que se creerían en ataque epiléptico. El viento pasaba en ráfagas duras, frías, huídas; mascullaba historias de ladrones, de brujas y de ánimas en pena, daba carcajadas sardónicas entre el ramaje. Presa de un sortilegio, la luna dormía en el fondo de las charcas. Sobre una piedra un sapo miraba con sus fascinantes ojos de oro; luego empezó a tañer su flauta melancólica, llena de mofa, de escarnio y de ironía.

….

Al otro día fue hallado el cuerpo. Entre los dedos fríos, nudosos, agarrotados por la muerte, apretaba un tibia descarnada y monda, que ardía con un resplandor azulenco. 

 

FEDERICO MENÉNDEZ

Acción coruñesa   3 de abril de 1922

Acción coruñesa   3 de abril de 1922