domingo, 17 de octubre de 2021

El sueño del envidioso (JOSÉ FERNÁNDEZ BREMÓN)

 

Se había dormido Felipe bajo la dulce impresión de una agradable noticia: la quiebra de un vecino suyo que le molestaba con el espectáculo de su felicidad y opulencia.

Sin saber como, se encontró conversando con el diablo, que le dijo familiarmente:

–Te concedo una gracia.

–¿Me das tiempo para reflexionar?—le preguntó Felipe.

–Sí – respondió el demonio; – Volveré dentro de un rato.

–¿Qué le pediré? – decía el envidioso cavilando. – Pedro tiene una mujer muy guapa y la quiere mucho… Pero no, que las mujeres envejecen y ya se cansará de ella. ¿El talento de Juan? Bien mirado, le sirve de poco. ¿El capital de D. Hipólito? Podía estar en víspera de una quiebra, como mi vecino; hay banqueros que concluyen pidiendo limosna. Dicen que el pobre que pide enfrente de mi casa ha sido rico, y se hubiera muerto de hambre a no tener la fortuna de ser ciego.

–¿Has reflexionado? –dijo el diablo, apareciendo de nuevo.

–Todavía no.

–Pues date prisa –repuso el espíritu maligno, y desapareció.

–Es el caso– siguió pensando Felipe– que la felicidad no estriba en las cosas grandes. Conozco muchas gentes dichosas: mi vecina tiene un gato negro que la sigue a todas partes y no le cambiaría por el talento de Juan ni el capital de D. Hipólito. Yo quisiera poseer ese gato…

Antolín canta con primor las malagueñas, y todos le obsequian y buscan: ¿por qué no he de pedir su arte? Pero ¡qué digo! ¿Y el dibujo de Goya que me enseñó Gómez ayer? Ese original haría feliz a cualquiera y luciría más en mi despacho que en el suyo… Todos tienen algo notable menos yo; hasta ese ciego de que me acordaba hace un instante, que inspira lástima a todo el mundo con aquellos ojazos saltones y blancos, ¡ya lo creo que inspira compasión! Su ceguera es un filón de perras grandes.

–¿Has decidido ya? – volvió a decir el diablo, reapareciendo otra vez.

–Espera… espera…

--Ni un instante más.

–Concédeme unos segundos.

–No.

–Pues entonces… dame la ceguera del que pide limosna enfrente de mi casa.

El diablo le abrasó los ojos con su aliento, y el envidioso despertó.

Se oía en la calle una voz que imploraba la caridad de los transeúntes. Era la del mendigo.

–¿Qué es esto? ¡Tengo vista! – decía Felipe restregándose los ojos. –¡Oh! el diablo me ha engañado.

Y se puso a mirar los ojos del ciego con envidia.

 

JOSÉ FERNANDEZ BREMON.  El Alcance.  15 de junio de 1897

El cráneo del anarquista (J. ROIG RAVENTÓS)

 

Aquel buen “señor abade” queriendo grabar en la imaginación sencilla de sus feligreses una dramática impresión de su fin inevitable, en un brote sentimental, mezcla de piedad y previsión, había hecho poner sobre una ringla de nichos del cementerio aledaño que se recogía al amor de la iglesia parroquial, el cráneo pelado que un día salió a la luz como un náufrago que surge de las entrañas del mar al empuje misterioso de una galerna. Una vez fregado y limpio, hasta dejarlo bien luciente, fue colocado en una cavidad de la pared, donde quedó en impresionante reposo, como una especie de “memento homo” aun más elocuente que la misma ceniza que el rector ponía todos los años, el día de Difuntos, sobre la frente de sus feligreses.

Es el primer domingo. Los “petrucios” con sus compañeras y los rapaces descienden por las corredoiras umbrosas para oír la misa del alba. A medida que las gentes van llegando a la explanada de la iglesia, un rumor de sorpresa y desagrado se extiende. Y es que a nadie gusta la presencia de aquel cráneo con los ojos abiertos y profundos, mostrando la mueca cínica de una risotada que parecía eternamente aprisionada en las púas salpicadas e inmensas de sus dientes. Todos pasaban aprisa desgranando denuestos contra el sepulturero y el cura por haber tenido aquella macabra idea que les ensombrecía el holgorio de las fiestas y ponía trémulos de respeto en los paliques que otrora resonaban largos y risueños en el atrio.

La patulea menuda soñaba aquellos días con el cráneo imperturbable y vigilante, y entre los más espigados era reconocido como gesto de valor un discreto acercamiento a la momia. Un día el “Xiringa”, un rapaz atolondrado que cuidaba “gando”, puso la pica de ganar una peonza en apuesta a que le tocaría a la momia con la mano, proeza que operó el milagro de que en adelante ya nadie le mirara con fiereza. La calavera se convirtió en amiga del todo el mundo. A nadie le infundía terror. Las charlas surgían de nuevo a su derredor y las risotadas ascendían frescas y anchas hasta su oquedad. Tan solo le quedaba, como último baluarte del terror, el austero prestigio de la noche. Cuando la oscuridad se extendía sobre los campos, y abría las alas de los vespertillos, y arrancaba monosílabos a la flauta del sapo, entonces aquel cráneo, investido de siniestra autoridad, era visto por los feligreses como envuelto en un nimbo de mística fosforescencia. Si alguna noche eran llevados a algún enfermo los Sacramentos, al sentir el chirrido agudo del postigo del templo, el cráneo parecía iluminarse al claro de luna para penetrar en las conciencias, remover evocaciones siniestras, despertar el miedo y poner palabras de perdón en todos los labios. ¡Ah, sí! Por la noche infundía más pavor que cuando era la cabeza del hombre más feroz que había pasado por aquella comarca.

****

¡Pero qué extraño contraste! ¿Quién había de pensar que aquel hombre renegado que murió bajo el peso oprobioso de sus desvaríos revolucionarios había de legar, como una ofrenda mística, a la religión que él difamara, algo que era emocionante motivo de prédicas austeras y base de sugestiones sobre el placer de la muerte cristiana, la insignificancia de la vida humana y la grandeza de la gloria?

Todavía los hombres más viejos de aquellos contornos recordaban con espanto los sermonarios ácratas que el anarquista hacía por doquiera. Se le veía en los feriales vendiendo baratijas a los bobalicones. Y al atardecer se dirigía al parador donde se entregaba a su obsesión de propagar ideas revolucionarias mientras vaciaba vasos de vino y masticaba tagarninas. A medida que trasegaba el mosto su palabra se hacía más agresiva, y en los momentos postreros de su embriaguez aquel hombre era un foco de vibración alcohólica, política y parlamentaria. Las palabras brotaban copiosas, se recreaba subrayando ideas tullidas en medio del torbellino alocado de su oratoria enfática para desembocar en las frases predilectas de su credo, dichas con solemnidad: “¡Nada de matrimonios! ¡Amémonos con toda libertad! ¡Los Gobiernos criarán los hijos! ¡No más autoridad ni jerarquía! ¡Seamos todos iguales! ¡Abajo el artificio! Y con los cabellos erizados, la voz ronca, los ojos desorbitados, la mano trémula y la lengua candente de rencor, se sentaba para mejor maldecir del abad y de las autoridades. Al llegar a esta zona de su ideario, se vanagloriaba ante sus oyentes de practicar la revolución que predicaba, pues había abandonado mujer e hijos legítimos para vivir en repugnante mancebía con otra mujer pecosa y roja, que sabía beber y blasfemar como él. Y como estaba compenetrado con la idea de que la propiedad es un  hecho ilícito, siempre que podía se adueñaba de lo que se ofrecía fácil a su rapiña en los caseríos del contorno. Vivía, o por mejor decir, comía de sus ideas.

*** 

Una noche, después de una prédica bien repleta de tópicos abstrusos se desvaneció. Crispó la boca, de la que salió un simbólico hilo de baba roja, entornó los ojos y lanzó un suspiro de moribundo. A media noche fue llevado en una carreta al hospital  más próximo pues en aquella aldehuela no era posible auxiliarles debidamente. Una vez en cama, ya más sereno, comenzó una lucha denodada consigo mismo. Quiso que retirasen de su presencia un Crucifijo que pendía de la pared; requirió con violencia al sacerdote que le recomendaba los Sacramentos para que le dejara “en paz”, y, a cada palabra que el buen pastor le decía, volvía la espalda, le insultaba y hasta llegaba a la amenaza. Fue una muerte desoladora. Las monjitas del hospital huían estremecidas entornando los ojos y tapando los oídos.

Una vez muerto y amortajado todavía les parecía oír las estridencias horrísonas de sus denuestos blasfemos.

Un atardecer gris fue enterrado en la aldehuela envuelto en la opacidad de un “orballo” tristón. Y es ahora, después de algunos años, cuando su cráneo limpio y luciente recibe, por un milagro del azar, la caricia tibia del sol.

*** 

Pero vais a ver que clases de delicadezas tiene la vida sencilla del campo. ¿Me creeréis que hoy su cráneo, además de ser un piadoso recordatorio, es una especie de estuche que guarda todas las contradicciones de sus discursos?

No hace mucho tiempo aquel cráneo solitario fue elegido por una abeja como lugar de su trabajo. Pronto otras abejas laboriosas y sumisas fueron allí a dejar a su reina, opulenta de majestad y respeto, la diaria aportación de su miel. Las bulliciosas moradoras entraban por las cuencas del cráneo como si quisieran “hacerle ver” que existía una jerarquía natural y una reina que extendía sus dominios sobre las flores y las hierbas aromáticas de las montañas. El cráneo fue rodeado de dulces sonoridades en una armonía total de humildades y obediencias. Hasta que un día el sacristán advertido de la huida de su reina, cogió un saco y quemando boñiga seca, a la vez que hacía un ruido estudiado, hizo volver a su casa a la reina huida. Esto logrado, todo el resto de la comunidad, por un prodigio de disciplina, desfiló seguidamente. ¡Qué lección para el pobre cráneo que quería exterminar todas las autoridades!

Después… ¡Oh después! ¡Qué otra misión tenía que cumplir aquel cráneo en cuyo ennegrecido interior parecía que todavía estuvieran incrustadas, ocultas como duendes, tantas ideas disolventes! Abierto en la coronilla, como una olla horadada, por un golpe ciego de azada, en primavera era un refugio ofrecido a los pájaros que allí hacían sus nidos. El que había predicado la eliminación de los hijos y la destrucción del hogar, ¡cuántas horas habrá sentido el calor de la hembra empollando sus pequeñuelos! ¡Y cuántas el de los pajarillos durmiendo, confiados, las horas en que su madre iba a buscar la pitanza! Aquella deliciosa algarabía que levantaban al verla llegar ansiosa de saciarlos, y aquella amorosa prevención de que no se asomaran cuando el ave de rapiña cruzaba el cielo trazando rúbricas de maleficio, ¡qué obra tan perfecta de amor, de estimación, de cálido heroísmo, de intimidad hogareña… confortable, única, donde florece la poca paz que se encuentra en la vida! ¡Y todo dentro del cráneo donde aun vibraban los ecos de sus delirios de destrucción de la familia!

Una mañana, sobre la frente del cráneo apareció una gota de sangre. Todas las miradas se detenían allí extrañadas. Los pájaros habían abandonado su hogar. Habían levantado el vuelo acosados por el gavilán, y en la huida el más pequeño fue devorado. Un chillido, una gota de sangre que cae del cielo y un estremecimiento de la pequeña bandada. “Todos son iguales” aseguraba el anarquista. Pero la realidad nos decía que el más fuerte vence al más débil.

***

Y pasaron los años… Y cada primavera los pájaros anidaban dentro del cráneo. Y aquel estuche de huesos humanos, escuchando las lecciones inmortales de la Naturaleza, se volvía puro, blanco…

Hasta parecía el cráneo de un muerto que en vida hubiese tenido, el alma candorosa de un santo.

 

J. ROIG RAVENTÓS    Alborada. Diario de Lugo   5 de enero de 1936

Los difuntos (MODESTO PRIETO CAMIÑA)

 

En la plácida oscuridad de la noche aldeana, rompió el solemne silencio reinante, un grito, que llevado en las rápidas alas del céfiro, llenó de espanto a los sencillos habitantes del lugar. Fue un grito de suprema angustia, terrorífico; dijérase que en las tinieblas, alguien había sido sorprendido por algún ente monstruoso, que poco a poco, como gozándose en su obra, avanzaba con sus garras hacia la garganta de su víctima, estrangulándola en el preciso instante en que demandaba auxilio. No habían transcurrido muchos minutos, cuando otro grito heló la sangre en las venas del vecindario.

Como obediente a un extraño conjuro, la campana de la capilla del humilde cementerio empezó a tañer en forma desusada: ya tocaba acompasadamente, como de pronto, lanzaba a rebato, acrecentaba el hálito siniestro que se respiraba en el villorrio.

Todas las puertas y ventanas se cerraron, las luces se apagaron y todo quedó dominado por el miedo que oprimía el conjunto con el peso de sus impalpables manos.

De pronto, en la plaza desierta, se oyeron unas pisadas como de una persona que corre y en la puerta de Fanchuco sonaron recios y desesperados golpes. Nadie se atreve a abrir. Es la noche de Santos, la víspera de Difuntos. En esta noche, cuenta la leyenda que la Santa Compaña recorre los campos en procesión; que las almas en pena abandonan sus frías tumbas, y llevan a hombros los féretros de las recién enterrados, mientras los demás portan hachones encendidos.

Sabían los viejos que más de uno había sido sorprendido fuera de su casa a la hora en que pasaba la macabra comitiva, y fuera forzado a formar parte del acompañamiento, muriendo después sin arrancarle detalles sobre lo ocurrido.

–¡Abride! ¡Pol-a Virxe, abride! – clamaba una voz golpeando la puerta.

–Deixádeme– dijo Fanchuco a sus famliares, y descolgando la escopeta franqueó la entrada.

Pepe, “El Ferreiro”, que era quien así gritaba, tan pronto vio la casa abierta, se metió en ella y cerrando de golpe, fue a ocultarse tras del propietario de la vivienda, al tiempo que decía: –¡A vin! ¡Era a morte!

–¡Xesus! ¡Nosa Señora lle dea acougo as ánimas!

Los hijos llorando se abrazaron a las piernas de Fanchuco.

–¿A morte? ¿Dónde a viche? –inquirió este.

–¡Alí! ¡No cimiterio!–contestó o Ferreiro, con el rostro demudado por el terror.

–Imos velo–ordenó Fanchuco, y requiriendo el arma abrió otra vez la puerta.

Varias sombras portadoras de candiles y faroles iban agrupándose en la plaza, a su resplandor se percibía el brillo de los cuchillos, las hoces y las escopetas: los vecinos se disponían a averiguar el misterio.

La campana continuaba tañendo sin orden ni concierto.

¡Os mortos non temen aos vivos! – habló una vieja.

–Pois os vivos van ir na procura d’eles–arguyó Fanchuco, montando el gatillo. – A Compaña e unha fantasía.

O Ferreiro vino hacia el grupo rodeado por un grupo de mujeres y niños que le asediaban con preguntas sobre lo acaecido.

–Ferreiriño ¿ti a mirache?

–¿Qué che fixeron, Ferrreiro?

El buen hombre, algo repuesto ante la compañía de los hombres armados, dijo: –Eu viña da miña seara dimpois de aquelar os canastos, e ó pasar por diante do cimiterio, escoite unha badalada, ollei pr’a campá e vin que abancávase sin que ninguén lle tocara.

C-un pouco de medo reparei pr’o meu redor, e unha sombra moura, moura, faxin ó longo da tapia, dand’un berro espantable.

Outra sombra branca chouraba ó pe da capela, y-a- campá                                                               soaba… Non sei; non quero lembrarme. Eu berrei e fuxín, fuxín…

Cortó la conversación el alocado repique de la esquila, estremeciendo la noche con el augurio trágico de su voz metálica.

Las mujeres estrecharon el grupo y dieron principio a los rezos. Los hombres se miraron consternados, sin saber que solución adoptar. El pánico los dominaba a pesar de estar armados.

Fanchuco sobreponiéndose a sí mismo, tomó el mando de aquella gente y se encaminó al cementerio. Un escalofrío sacudió sus cuerpos. Algunos interpretando aquello como una funesta señal quisieron volverse, pero Fanchuco dispuesto a descifrar la clave del enigma, los obligó a continuar la marcha.

–Hay que espantar esos difuntos. Eu teño para min qu’o que vai non volve.

Ya llevaban caminando un gran trecho cuando otro dijo: –Cheira a cera quemada.

–E máis sí – afirmó otro.

–¡Mala señal! –corroboró un tercero.

Segundos más tarde todos compartían la misma opinión, incluso el jefe de la partida quien empezó a recelar si, en efecto, aquellos pronósticos tendrían algo de aviso sobrenatural y por precaución, ordenó elevar una plegaria por las almas del Purgatorio.

En las proximidades de la capilla hallaron el cuerpo inanimado de una persona; al acercarse vieron que era una mendiga del lugar, que estaba desmayada. Mientras los más miedosos quedaban atendiéndola, el resto del grupo siguió avanzando.

Ante ellos apareció la tapia del sencillo cementerio; sobre ella se erguía la espadaña donde debían estar agitando la campana, los muertos. Los altos cipreses, a ambos lados, parecían gigantes amparando la macabra fiesta, que volvía a adquirir nuevo auge.

Entre unas matas, unas formas blancas se movían. Fanchuco mandó hacer fuego sobre ella. Una descarga cerrada atronó  el espacio y su eco de muerte se dispersó por la vasta campiña. La forma blanca hizo una terrible y violenta contorsión y desapareció entre los jarales.

Todos se contemplaron consternados. Con grandes precauciones, Fanchuco y o Ferreiro, seguidos de dos compañeros, se aproximaron al sitio donde se ocultó el bulto maléfico. Una sonora carcajada quebró la ansiedad expectante.

–¿Era unha calivera?– demandó alguno.

–¡Que iba ser! – respondió Fanchuco. –¡Era unha cabra enredada pol-os cornos na corda da campá!...

 

MODESTO PRIETO CAMIÑA

El Compostelano. Noviembre 1933

Burlerías (FEDERICO JIMÉNEZ)

 

Era la mañana áurea y olorosa, con una candidez agreste de égloga primitiva. El viento traía la fragancia del trébol, del alcacel y de los pomares húmedos de rocío. Se veía a los gorriones saltar ágiles en las eras, perseguirse piando entre el ramaje de los cerezos, huir en bandadas hacia los cantarines regatos. Los pinos llenos de perlería y los manzanos en flor recortaban limpiamente sus contornos sobre el azul del cielo. En el espacio el sol era una moneda en ignición… Con voz agria, desapacible, graznaba un gallo distante. Y sobre el pueblo adormilado la iglesia campesina expandía sus campanadas nerviosas, imperantes, litúrgicas, que estallaban como pompas cristalinas. Al retiñir en los senos de las rocas cobraban un son misteriosos y embrujado. Dijéranse pájaros santos que huyesen despavoridos en busca de cubil…

Una vereda guijarrosa, orillada de cardos y zarzales reptaba entre los campos – igual que un áspid – hasta la iglesia. Tres o cuatro mujerucas, sentadas bajo el porche, rezaban en voz queda, todavía soñolientas. Iban llegando pordioseros desharrapados, malolientes, con el traje miserable, bisunto y roto, la barba inculta y el rostro asoleado. Gentes que venían a pie de lueñes pueblos, arrastrando por los burgos su podre y su lacería. Sus pies sabían de la dureza de las guijas, sus cabezas del ardor solar, sus cuerpos de la lluvia, del frío y de los vientos. El pan que mendigaban era su habitual alimento, las zarzamoras su condumio. Pero, en los casos de penuria extrema, no se desdeñaban de mascar la raigambre de las plantas. Y algunos lo hacían con sin igual placer…

Ya los mendicantes acomodados bajo el porche y en la lonja de la iglesia, pudo verse el cuadro. Era una muchedumbre sucia, asqueante y hedionda. Un infernal conjunto de mujeres desmelenadas, flácidas, éticas, cuyos pómulos amenazaban taladrar la piel, apergaminada y reseca…; una multitud de niños zarrapastrosos y hambrientos, que se ensañaban en los senos exhaustos, colgantes como asquerosas piltrafas de carne muerta, que ofrecíanles las madres…; una copia de hombres tullidos, mancados, patizambos, tuertos, plenos de llagas rezumando la sangre corrompida. Estos mecían la cabeza acompasadamente, como por broma, en un perpetuo baile. Aquellos, al andar, bamboleaban los monstruosos bocios con un cloqueo angustiador. Otros, señoreados por la elefancia, tenían la piel rugosa y negra. Se los tomara por hombres chamuscados u hollinientos. La lepra les corroía lenta, fatalmente, los miembros apostillados, escamosos, purulentos, que iban quedando en pedazos por los caminos, exhalaban un hedor apestoso, fétido, nauseabundo, insoportable…

Aquí una mujer esqueletada roía un pedazo de borona y, con la mano libre, despiojaba la greña de una rapaza, en cuyos ojos estáticos, sin vida, dormitaba un pasmo de asombro inefable. Los dedos, ágiles, marfilinos y nudosos pasaban por entre el pelo con movimiento automático… Allá, un vejete acartonado, de barba luenga y broncínea que le daba aspecto de ermitaño, mostraba el cuerpo sin piernas, con el enorme muñón solado de enebro basto. No tenía manos, y al andar, se apoyaba en los antebrazos, manchados del polvo y la boñiga de los caminos… Más lejano había un viejo horripilante: Desmesurada la cabeza, el pelo enmarañado; los ojos enrojecidos, lagrimeantes, pitañosos, sin cejas ni pestañas, brillaban, malsanamente en medio del pus. Se dirían dos luces de lujuria y de locura brillando en las órbitas de una calavera pustulosa, apodrecida y agusanada. La boca, desdentada y babeante, parecía una caverna lóbrega y apestosa… Extendía por el suelo una pierna velluda, ulcerosa, que recordaba los troncos de las vides centenarias. Moscas verdosas acudían zumbando a posarse en las llagas. El hombre ni siquiera se movía. Con un gesto de súplica volvía a alargar la mano peluda y sarmentosa, cuyos dedos se adivinaban garfas, al tiempo que decía:

–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a mí me falta…

Nunca mentaba el «regalo»… La gente, conmovida por el tono lastimero de la voz, llovía las monedas en el mugriento sombrero del viejo. Este recogía las limosnas, santigüábase con ella musitando una oración, y luego decía en voz alta:

--«Dios ll’o pague señoriño. Hey de rezar un padrenuestro por las cenizas de sus difuntos.»

Después volvía a captar:

–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a mí me falta…

Y acompañaba su cantinela con ademanes, gestos y zollipos; mas cuando el limosnador se alejaba, hacía del ojo a su lazarillo, y con voz llena de alegría le recomendaba:

–Aprende de mí, hijo mío. Mira que no hay oficio como este: Ni más lucroso ni mas santo.

Los otros gallofos odiaban a este viejo con tema disimulada. Sabían que contrahacía la ceguera y le llamaban por mal nombre el «Arrobón». Si su lazarillo se llegaba junto a otro pordiosero, nunca faltaba un garrote que lo golpease los nudillos de la mano o los dedos de los pies… Él reía de tal tirria y cuando en su mano pedigüeña caía una limosna, contraía la cara con una sonrisa jocunda, de viejo zorro, al par que miraba a los otros mendigantes. Estos solían decirle en tono rabioso e impotente:

–Permita Dios que te acabe un torozón – Así te encuentres la «compaña» en el camino.

El viejo requería el cayado y se alzaba con un ademán de instantánea resolución. Sus ojos de pirata berberisco giraban en las órbitas con una calma poderosa… Bastaba este movimiento para que los demás mendigos agarraran los crucifijos de metal o de marfil, las medallas o los rosarios y, con lengua estropajosa, comenzaran a salmodiar rezos en un latín bárbaro…

…………

 

El bosque dormía encantado bajo la luz de la luna de extraño color naranja. Era un robledal de árboles centenarios, que meditaban serios, adustos, entristecidos como ancianos patriarcas. El viento se perseguía en los tojales y las luciérnagas brillaban entre las zarzas. En la orilla de las charcas las ranas ensayaban una discorde función de ventriloquía; daban serenata a la luna con sus croados de fisga y de ironía.

El viejo mendigante regresaba de la feria por el atajo del bosque. Había trasegado de los añejo y sentíase locuaz, algarero calamocano y ganoso de pelea. Con el nudoso bordón tentaba las piedras del camino y, de tiempo en tiempo, daba un traspiés y profería un juramento. Sin curarse del lazarillo, que colgado de su brazo temblaba acobardado, refería en alta voz, lleno de fanfarria, sucesos de su hazañosa mocedad. En una romería rajó la cabeza de un navajazo, al hijo de un cacique; en otra destripó al matón de Santa María de Cenlle; en todas retaba, temerón, a los mozos, ofreciendo un duro por un palo. Sus palabras le exaltaban los recuerdos y plantado en el centro del camino aturujaba con voz aguardentosa, gutural, de agrias inflexiones. Luego empuñaba el garrote fieramente y poníase a bordonear los troncos de los árboles, ínterin blasfemaban de los humano y lo divino. La sombra fingía un singular fantoche grotesco que agitase los brazos desmesurados…

Media noche era por filo y las estrellas resplandecían en el cielo con parpadeos burlones. Uno que otro murciélago cruzaba raudamente, agitando sus alas de pesadilla, que al temblar en el espacio esparcían sutil polvo de brujería. De vez en vez sonaba el lastimoso gañido de la raposa.

Algo calmado el viejo sentóse en una piedra; con los dedos, negros y fríos como la cuerda de un pozo, extrajo del bolsillo una menguada tagarnina y púsose a picarla. A la luz de la luna, de extraño color naranja brillaba el arma con fulgores espectrales, de sangre y de misterio… De repente el lazarillo se alzó en pie.

–Padre, a lo lejos brillan luces. Tengo miedo…

Y la voz le tiritaba en la garganta.

–Tus ojos ven visiones. Serán las noctilucas que brillan en los zarzales.

–No, padre… Ya se acerca… ¡Oiga como rezan…!

–Cállate rapaz. Serán los murciélagos que baten las alas en la tiniebla.

Insistió el rapaz:

–Padre, ¡más parecen las luces de la «compaña»!

–«!Arrenégote, rapaz!» ¡ «Tí» toleas!

El viejo terminó de picar la renegrida tagarnina, frotó el tabaco entre las manos cachazudamente, y al tiempo de liar un cigarrillo…

–No tiembles, muchacho, dijo –La «compaña» de seguro está durmiendo.

Rió jocundamente la bufonada con las risas estúpidas del vino.

Tornó a la carga el lazarillo:

–Padre, ¡son voces del otro mundo!

–Cállate, condenado. ¡Tú quieres amedrentarme!

El viejo requirió el bordón y halagándolo mimosamente con la voz…

–Este peregrinó conmigo a Tierra Santa; es de probada virtud en estos casos—dijo.

–Padre, no blasfeme, que trae desgracia…

–Calla, maldecido búho; así te coma un lobo rabioso.

Se oye un rumor de rezos apagados, de huesos que se entrechocan y de ayes reprimidos. Aparece por el bosque, solemne, misteriosa, una procesión de luces que se apagan y se encienden en el aire. Con lentitud imponente se va acercando. Al llegar frente al viejo se extinguen los rezos, cesan los quejidos, desparecen las luces… El viejo nota el cabello espeluznado y las piernas flojas.

Una voz burlona:

–Vente al infierno, perjuro.

Otra voz inexorable:

–Vas a morir mal diciente.

Obra voz clama fatal:

–Ven a probar la pez de las calderas del Maligno.

El viejo ve delante cuatro esqueletos. Tienen en las manos sendas tibias que fosforecen en las tinieblas como ojos de fieras rabiosas. Tres esqueletos danzan un baile macabro castañeteando los huesos desarticulados; el otro mira al viejo con las cuencas vacías de los ojos, misteriosas como puestas del otro mundo y en las que aún persisten sombras del más allá…

Otra voz:

–Coge un hueso mal nacido.

El mendigo siente la mano abierta por fuerza irresistible y toma el hueso... Vuelven a brillar las luces en el aire, desaparecen los bailantes y la procesión se aleja entre quejidos, paternosters y responsos mascullados. El pordiosero se cata y hállase faltoso del garrote y del sombrero; con un hueso amarillento entre los dedos. Con ojos alocados mira en derredor por buscar el lazarillo y no lo encuentra. Entonces lo llama quedamente, con grandes voces después. Nadie acude y el mendicante nota la voz mudada por el miedo; tiembla como un cuartanario y la boca le babea. Al fin, lleva la mano a la frente hace una pirueta y, grotesco, trágico, cae dando un aullido…

Los árboles alzaban al cielo sus brazos iracundos, descoyuntados que se creerían en ataque epiléptico. El viento pasaba en ráfagas duras, frías, huídas; mascullaba historias de ladrones, de brujas y de ánimas en pena, daba carcajadas sardónicas entre el ramaje. Presa de un sortilegio, la luna dormía en el fondo de las charcas. Sobre una piedra un sapo miraba con sus fascinantes ojos de oro; luego empezó a tañer su flauta melancólica, llena de mofa, de escarnio y de ironía.

….

Al otro día fue hallado el cuerpo. Entre los dedos fríos, nudosos, agarrotados por la muerte, apretaba un tibia descarnada y monda, que ardía con un resplandor azulenco.

 

 FEDERICO MENÉNDEZ

Era la mañana áurea y olorosa, con una candidez agreste de égloga primitiva. El viento traía la fragancia del trébol, del alcacel y de los pomares húmedos de rocío. Se veía a los gorriones saltar ágiles en las eras, perseguirse piando entre el ramaje de los cerezos, huir en bandadas hacia los cantarines regatos. Los pinos llenos de perlería y los manzanos en flor recortaban limpiamente sus contornos sobre el azul del cielo. En el espacio el sol era una moneda en ignición… Con voz agria, desapacible, graznaba un gallo distante. Y sobre el pueblo adormilado la iglesia campesina expandía sus campanadas nerviosas, imperantes, litúrgicas, que estallaban como pompas cristalinas. Al retiñir en los senos de las rocas cobraban un son misteriosos y embrujado. Dijéranse pájaros santos que huyesen despavoridos en busca de cubil…

Una vereda guijarrosa, orillada de cardos y zarzales reptaba entre los campos – igual que un áspid – hasta la iglesia. Tres o cuatro mujerucas, sentadas bajo el porche, rezaban en voz queda, todavía soñolientas. Iban llegando pordioseros desharrapados, malolientes, con el traje miserable, bisunto y roto, la barba inculta y el rostro asoleado. Gentes que venían a pie de lueñes pueblos, arrastrando por los burgos su podre y su lacería. Sus pies sabían de la dureza de las guijas, sus cabezas del ardor solar, sus cuerpos de la lluvia, del frío y de los vientos. El pan que mendigaban era su habitual alimento, las zarzamoras su condumio. Pero, en los casos de penuria extrema, no se desdeñaban de mascar la raigambre de las plantas. Y algunos lo hacían con sin igual placer…

Ya los mendicantes acomodados bajo el porche y en la lonja de la iglesia, pudo verse el cuadro. Era una muchedumbre sucia, asqueante y hedionda. Un infernal conjunto de mujeres desmelenadas, flácidas, éticas, cuyos pómulos amenazaban taladrar la piel, apergaminada y reseca…; una multitud de niños zarrapastrosos y hambrientos, que se ensañaban en los senos exhaustos, colgantes como asquerosas piltrafas de carne muerta, que ofrecíanles las madres…; una copia de hombres tullidos, mancados, patizambos, tuertos, plenos de llagas rezumando la sangre corrompida. Estos mecían la cabeza acompasadamente, como por broma, en un perpetuo baile. Aquellos, al andar, bamboleaban los monstruosos bocios con un cloqueo angustiador. Otros, señoreados por la elefancia, tenían la piel rugosa y negra. Se los tomara por hombres chamuscados u hollinientos. La lepra les corroía lenta, fatalmente, los miembros apostillados, escamosos, purulentos, que iban quedando en pedazos por los caminos, exhalaban un hedor apestoso, fétido, nauseabundo, insoportable…

Aquí una mujer esqueletada roía un pedazo de borona y, con la mano libre, despiojaba la greña de una rapaza, en cuyos ojos estáticos, sin vida, dormitaba un pasmo de asombro inefable. Los dedos, ágiles, marfilinos y nudosos pasaban por entre el pelo con movimiento automático… Allá, un vejete acartonado, de barba luenga y broncínea que le daba aspecto de ermitaño, mostraba el cuerpo sin piernas, con el enorme muñón solado de enebro basto. No tenía manos, y al andar, se apoyaba en los antebrazos, manchados del polvo y la boñiga de los caminos… Más lejano había un viejo horripilante: Desmesurada la cabeza, el pelo enmarañado; los ojos enrojecidos, lagrimeantes, pitañosos, sin cejas ni pestañas, brillaban, malsanamente en medio del pus. Se dirían dos luces de lujuria y de locura brillando en las órbitas de una calavera pustulosa, apodrecida y agusanada. La boca, desdentada y babeante, parecía una caverna lóbrega y apestosa… Extendía por el suelo una pierna velluda, ulcerosa, que recordaba los troncos de las vides centenarias. Moscas verdosas acudían zumbando a posarse en las llagas. El hombre ni siquiera se movía. Con un gesto de súplica volvía a alargar la mano peluda y sarmentosa, cuyos dedos se adivinaban garfas, al tiempo que decía:

–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a mí me falta…

Nunca mentaba el «regalo»… La gente, conmovida por el tono lastimero de la voz, llovía las monedas en el mugriento sombrero del viejo. Este recogía las limosnas, santigüábase con ella musitando una oración, y luego decía en voz alta:

--«Dios ll’o pague señoriño. Hey de rezar un padrenuestro por las cenizas de sus difuntos.»

Después volvía a captar:

–Háganme un bien de caridad. Miren que no «le» hay «regalo» como el que a mí me falta…

Y acompañaba su cantinela con ademanes, gestos y zollipos; mas cuando el limosnador se alejaba, hacía del ojo a su lazarillo, y con voz llena de alegría le recomendaba:

–Aprende de mí, hijo mío. Mira que no hay oficio como este: Ni más lucroso ni mas santo.

Los otros gallofos odiaban a este viejo con tema disimulada. Sabían que contrahacía la ceguera y le llamaban por mal nombre el «Arrobón». Si su lazarillo se llegaba junto a otro pordiosero, nunca faltaba un garrote que lo golpease los nudillos de la mano o los dedos de los pies… Él reía de tal tirria y cuando en su mano pedigüeña caía una limosna, contraía la cara con una sonrisa jocunda, de viejo zorro, al par que miraba a los otros mendigantes. Estos solían decirle en tono rabioso e impotente:

–Permita Dios que te acabe un torozón – Así te encuentres la «compaña» en el camino.

El viejo requería el cayado y se alzaba con un ademán de instantánea resolución. Sus ojos de pirata berberisco giraban en las órbitas con una calma poderosa… Bastaba este movimiento para que los demás mendigos agarraran los crucifijos de metal o de marfil, las medallas o los rosarios y, con lengua estropajosa, comenzaran a salmodiar rezos en un latín bárbaro…

…………

 

El bosque dormía encantado bajo la luz de la luna de extraño color naranja. Era un robledal de árboles centenarios, que meditaban serios, adustos, entristecidos como ancianos patriarcas. El viento se perseguía en los tojales y las luciérnagas brillaban entre las zarzas. En la orilla de las charcas las ranas ensayaban una discorde función de ventriloquía; daban serenata a la luna con sus croados de fisga y de ironía.

El viejo mendigante regresaba de la feria por el atajo del bosque. Había trasegado de los añejo y sentíase locuaz, algarero calamocano y ganoso de pelea. Con el nudoso bordón tentaba las piedras del camino y, de tiempo en tiempo, daba un traspiés y profería un juramento. Sin curarse del lazarillo, que colgado de su brazo temblaba acobardado, refería en alta voz, lleno de fanfarria, sucesos de su hazañosa mocedad. En una romería rajó la cabeza de un navajazo, al hijo de un cacique; en otra destripó al matón de Santa María de Cenlle; en todas retaba, temerón, a los mozos, ofreciendo un duro por un palo. Sus palabras le exaltaban los recuerdos y plantado en el centro del camino aturujaba con voz aguardentosa, gutural, de agrias inflexiones. Luego empuñaba el garrote fieramente y poníase a bordonear los troncos de los árboles, ínterin blasfemaban de los humano y lo divino. La sombra fingía un singular fantoche grotesco que agitase los brazos desmesurados…

Media noche era por filo y las estrellas resplandecían en el cielo con parpadeos burlones. Uno que otro murciélago cruzaba raudamente, agitando sus alas de pesadilla, que al temblar en el espacio esparcían sutil polvo de brujería. De vez en vez sonaba el lastimoso gañido de la raposa.

Algo calmado el viejo sentóse en una piedra; con los dedos, negros y fríos como la cuerda de un pozo, extrajo del bolsillo una menguada tagarnina y púsose a picarla. A la luz de la luna, de extraño color naranja brillaba el arma con fulgores espectrales, de sangre y de misterio… De repente el lazarillo se alzó en pie.

–Padre, a lo lejos brillan luces. Tengo miedo…

Y la voz le tiritaba en la garganta.

–Tus ojos ven visiones. Serán las noctilucas que brillan en los zarzales.

–No, padre… Ya se acerca… ¡Oiga como rezan…!

–Cállate rapaz. Serán los murciélagos que baten las alas en la tiniebla.

Insistió el rapaz:

–Padre, ¡más parecen las luces de la «compaña»!

–«!Arrenégote, rapaz!» ¡ «Tí» toleas!

El viejo terminó de picar la renegrida tagarnina, frotó el tabaco entre las manos cachazudamente, y al tiempo de liar un cigarrillo…

–No tiembles, muchacho, dijo –La «compaña» de seguro está durmiendo.

Rió jocundamente la bufonada con las risas estúpidas del vino.

Tornó a la carga el lazarillo:

–Padre, ¡son voces del otro mundo!

–Cállate, condenado. ¡Tú quieres amedrentarme!

El viejo requirió el bordón y halagándolo mimosamente con la voz…

–Este peregrinó conmigo a Tierra Santa; es de probada virtud en estos casos—dijo.

–Padre, no blasfeme, que trae desgracia…

–Calla, maldecido búho; así te coma un lobo rabioso.

Se oye un rumor de rezos apagados, de huesos que se entrechocan y de ayes reprimidos. Aparece por el bosque, solemne, misteriosa, una procesión de luces que se apagan y se encienden en el aire. Con lentitud imponente se va acercando. Al llegar frente al viejo se extinguen los rezos, cesan los quejidos, desparecen las luces… El viejo nota el cabello espeluznado y las piernas flojas.

Una voz burlona:

–Vente al infierno, perjuro.

Otra voz inexorable:

–Vas a morir mal diciente.

Obra voz clama fatal:

–Ven a probar la pez de las calderas del Maligno.

El viejo ve delante cuatro esqueletos. Tienen en las manos sendas tibias que fosforecen en las tinieblas como ojos de fieras rabiosas. Tres esqueletos danzan un baile macabro castañeteando los huesos desarticulados; el otro mira al viejo con las cuencas vacías de los ojos, misteriosas como puestas del otro mundo y en las que aún persisten sombras del más allá…

Otra voz:

–Coge un hueso mal nacido.

El mendigo siente la mano abierta por fuerza irresistible y toma el hueso... Vuelven a brillar las luces en el aire, desaparecen los bailantes y la procesión se aleja entre quejidos, paternosters y responsos mascullados. El pordiosero se cata y hállase faltoso del garrote y del sombrero; con un hueso amarillento entre los dedos. Con ojos alocados mira en derredor por buscar el lazarillo y no lo encuentra. Entonces lo llama quedamente, con grandes voces después. Nadie acude y el mendicante nota la voz mudada por el miedo; tiembla como un cuartanario y la boca le babea. Al fin, lleva la mano a la frente hace una pirueta y, grotesco, trágico, cae dando un aullido…

Los árboles alzaban al cielo sus brazos iracundos, descoyuntados que se creerían en ataque epiléptico. El viento pasaba en ráfagas duras, frías, huídas; mascullaba historias de ladrones, de brujas y de ánimas en pena, daba carcajadas sardónicas entre el ramaje. Presa de un sortilegio, la luna dormía en el fondo de las charcas. Sobre una piedra un sapo miraba con sus fascinantes ojos de oro; luego empezó a tañer su flauta melancólica, llena de mofa, de escarnio y de ironía.

….

Al otro día fue hallado el cuerpo. Entre los dedos fríos, nudosos, agarrotados por la muerte, apretaba un tibia descarnada y monda, que ardía con un resplandor azulenco. 

 

FEDERICO MENÉNDEZ

Acción coruñesa   3 de abril de 1922

Acción coruñesa   3 de abril de 1922