domingo, 5 de diciembre de 2021

Fiesta de Nochebuena en el Marais (ALPHONSE DAUDET)

                El señor Majestad, fabricante de agua de seltz en el Marais, acaba de asistir a una pequeña fiesta en casa de unos amigos de la plaza Royal y regresa a su vivienda canturreando… Dan las dos en el reloj de Saint-Paul. «¡Qué tarde es!», se dice el buen hombre, y se apresura; pero los adoquines resbalan, las callejas son oscuras, y, además, en ese diabólico barrio viejo, que data del tiempo en que los coches eran raros, hay muchas revueltas, pequeños rincones, muchos mojones ante las puertas que usaban los jinetes. Todo ello impide ir de prisa, sobre todo cuando se tienen ya las piernas algo pesadas y los ojos achispados por los brindis de la fiesta… Por fin, el señor Majestad llega a su casa. Se detiene ante un gran portal adornado donde brilla, al claro de luna, un escudo, recién dorado, de antiguas armas pintadas de nuevo que él ha convertido en su marca de fábrica:

 

Antigua mansión de Nesmond Majestad hijo

Fabricante de Agua de Seltz

 

En todos los sifones de la fábrica, en los albaranes, en los encabezamientos de las cartas, pueden verse también, resplandecientes, las antiguas armas de los Nesmond.

Tras el portal está el patio, un amplio patio aireado y claro que, durante el día, al abrirse, de luz a toda la calle. Al fondo del patio, una gran construcción muy antigua, negras murallas afiligranadas, trabajadas, redondeados balcones de hierro, balcones con pilastras de piedra, inmensas ventanas muy altas, coronadas de frontis, de capiteles que se levantan en los últimos pisos como otros tantos pequeños techos en el propio techo, y por fin, encima de todo, entre las pizarras las lumbreras de las buhardillas, redondas, coquetas, enmarcadas de guirnaldas, como si fueran espejos. Además, una gran escalinata de piedra, carcomida y verdosa a causa de la lluvia, una magra parra que se agarra a las paredes, tan negra, tan torcida como la cuerda que se balancea allá arriba, en la polea del granero; un gran aspecto vetusto y triste… Es la antigua mansión de Nesmond.

En pleno día, el aspecto de la mansión no es el mismo. Las palabras: Caja, Almacén, Entrada a los talleres relucen doradas por todas partes sobre los viejos muros, haciéndolos vivir, rejuveneciéndolos. Los camiones de los ferrocarriles estremecen el portal; los empleados avanzan hasta la escalinata, con la pluma en la oreja, para recibir las mercancías. El patio está lleno de cajas, de cestos, de paja, de tela para embalar. Uno se siente bien en una fábrica… Pero con la noche, con el gran silencio, con esta luna de invierno que, en el laberinto de los complicados techos, arroja y entremezcla sombras, la antigua mansión de los Nesmond recupera su señorial apostura. Los balcones parecen hechos de encaje; el patio de honor se hace más grande y la vieja escalera, iluminada por desiguales luces, tiene rincones catedralicios, con vacías hornacinas y escalones perdidos que parecen altares.

Sobre todo esta noche, el señor Majestad encuentra que su mansión tiene un aspecto singularmente grandioso. Al cruzar el patio desierto, el ruido de sus pasos le impresiona. La escalera le parece inmensa, en especial muy pesada de subir. Sin duda es la fiesta… Llegado al primer piso, se detiene para recuperar el aliento, se acerca a una ventana. ¡Qué cosa vivir en una casa histórica! El señor Majestad no es un poeta, ¡oh, no!, y sin embargo, al mirar el hermoso patio aristocrático por el que la luna extiende una capa de luz blanca, el viejo edificio de gran señor que parece dormir con sus techos embotados bajo el capuchón de la nieve, se le ocurren ideas de otro mundo:

–¿Eh…? Mira que si los Nesmond regresaran…

Y en ese mismo instante suena un fuerte campanillazo. El portal se abre de par en par, con tanta rapidez, con tanta brusquedad que el reverbero se apaga; y durante algunos minutos se produce abajo, a la sombra de la puerta, un confuso ruido de roces, de susurros. Disputan, se dan prisa por entrar. Aquí están los cridados, muchos criados, carrozas de cristal espejean al claro de luna, las sillas de mano se balancean entre dos antorchas avivadas por la corriente de aire del portal. En un abrir y cerrar de ojos, el patio se llena. Pero al pie de la escalinata la confusión cesa. Hay gente que baja de los coches, se saluda, entra charlando como si conociera la casa. Se escucha allí, en esa escalinata, un roce de sedas, un resonar de espadas. Solo cabelleras blancas, que los polvos hacen más pesadas y opacas; solo vocecitas cristalinas, algo temblorosas, risitas sin timbre, pasos ligeros. Toda esa gente tiene aspecto de ser vieja, muy vieja. Ojos sin brillo, joyas adormecidas, antiguas sedas brocadas, suavizadas por tornasolados matices que la luz de las antorchas hace brillar con dulce esplendor; y sobre todo ello flota una pequeña nube de polvo que sube de una de las hermosas reverencias algo forzadas a causa de las espadas y los grandes cestos… Pronto toda la casa parece embrujada. Las antorchas brillan de ventana en ventana, suben y bajan por los giros de las escaleras, incluso las lumbreras de las buhardillas tienen su chispa de fiesta y de vida. Toda la mansión de Nesmond se ilumina como si un enorme sol en ocaso hubiera encendido sus cristales.

«¡Ah, Dios mío! Van a pegarle fuego…», se dice el señor Majestad. Y, recuperado de su estupor, intenta sacudir la torpeza de sus piernas y baja de prisa al patio en donde los lacayos acaban de encender un gran fuego claro. El señor Majestad se acerca; les habla. Los lacayos no le contestan y siguen hablando en voz baja entre ellos, sin que el menor vapor se escape de sus labios en la glacial oscuridad de la noche. El señor Majestad no está contento; sin embargo, algo le tranquiliza: ese fuego de tan altas y rectas llamas es un fuego singular, una llama sin calor, que brilla y no quema. Tranquilizado por este lado, el buen hombre franquea la escalinata y entra en sus almacenes.

Estos almacenes de la planta baja debían ser, antaño, hermosos salones de recepción. Pedazos de oro ajado brillan todavía en todas las esquinas. Algunas pinturas mitológicas llenan el techo, rodean los espejos, flotan por encima de las puertas en sus tintes difusos, algo descoloridos, como el recuerdo de los años ya pasados. Por desgracia, ya no hay cortinas, ya no hay muebles. Solo papeles, enormes cajas llenas de sifones con cabeza de estaño y las secas ramas de una vieja lila subiendo, oscuras, por detrás de los cristales. Al entrar, el señor Majestad encuentra su almacén lleno de luz y de gente. Saluda, pero nadie se ocupa de él. Las mujeres en brazos de sus caballeros siguen haciendo remilgos, ceremoniosamente, bajo sus pellizas de satén. Se pasean, charlan, se dispersan. Ciertamente todos esos viejos marqueses parecen estar en su casa. Frente a un antepaño pintado, se detiene un pequeña sombra temblorosa: «¡Y decir que soy yo la que está ahí!», y mira sonriente una Diana que se yergue en la madera, delgada y rosa, con una media luna en la frente.

–¡Nesmond, ven a ver tus armas!

Y todo el mundo se ríe mirando el blasón de los Nesmond en una tela de embalaje, con el nombre de Majestad debajo.

–¡Ah, ah, ah,…! ¡Majestad…! Pero ¿todavía quedan Majestades en Francia?

Y son bromas sin fin, risitas que parecen sonidos de flauta, dedos que se levantan en el aire, bocas que hacen remilgos…

De pronto, alguien grita:

-¡Champaña, champaña!

–¡No…!

–¡Sí…! Sí, es champaña… Vamos, condesa, pronto, organicemos una fiestecilla.

Han creído que el agua de seltz del señor Majestad era champaña. A decir verdad, lo encuentran algo pasado; pero, ¡bah!, de todos modos se lo beben y, como esas pobres y mínimas sombras no tienen la cabeza muy sólida, poco a poco esa espuma de agua de seltz les anima, les excita, les da ganas de bailar. Se organizan minués. Cuatro finos violines que Nesmond ha hecho venir, inician una melodía de Rameau, llena de tresillos, menuda y melancólica en su vivacidad. Y hay que ver a esas hermosas viejas girar lentamente, saludar al compás con aire grave. Los adornos parecen rejuvenecidos, y, también, los chalecos dorados, los vestidos de brocado, los zapatos con broches de diamante. Las propias paredes parecen revivir al escuchar esas antiguas melodías. El viejo espejo, encerrado en la pared desde hace doscientos años, las reconoce también y, lleno de rasguños, con los ángulos ennegrecidos, se enciende suavemente y devuelve a los bailarines su imagen, algo borrosa, como enternecida por una nostalgia. Entre todas esas elegancias el señor Majestad se siente molesto. Se ha acurrucado tras una caja y mira…

Poco a poco, sin embargo, llega el día. Por las puertas encristaladas del almacén se ve blanquear el patio, luego la parte alta de las ventanas y, por fin, una buena parte del salón. A medida que la luz aumenta, las figuras se borran, se confunden. Pronto el señor Majestad solo ve dos pequeños violines, retrasados en un rincón, que la luz evapora al tocarlos. En el patio, distingue todavía, aunque muy vagamente, la forma de una silla de manos, una cabeza empolvada salpicada de esmeraldas, los últimos chisporroteos de una antorcha que los lacayos han arrojado sobre los adoquines y que se mezclan con las chispas de las ruedas de un coche de transporte que entra, con gran estruendo, por el portal abierto…

Las tres misas rezadas (ALPHONSE DAUDET)

 

I

–¿Dos pavos rellenos, Garrigou…?

–Sí, reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufa. Y lo sé porque yo he ayudado a llenarlos. Parecía que su piel iba a estallar al asarlos, tan tensa estaba…

–¡Jesús-María! Y a mí que me gustan tanto las trufas… Pronto, dame mi sobrepelliz, Garrigou… Y además de los pavos, ¿qué más has visto en la cocina?

–Oh, muchas cosas buenas… Desde el mediodía no hemos hecho otra cosa que desplumar faisanes, abubillas, pollas, gallos silvestres. Volaban plumas por todas partes… Además, han traído del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…

–¿Eran muy grandes las truchas, Garrigou…?

--Así de grandes, reverendo… ¡Enormes!

–¡Oh! Dios mío, me parece verlas… ¿Has puesto vino en las vinagreras?

–Sí reverendo, he puesto vino en las vinagreras. Pero, ¡maldición!, no es tan bueno como el que va usted a beber dentro de un rato, al salir de la misa de medianoche. Si pudiera ver usted el comedor del castillo, esas botellas de largos cuellos que llamean llenas de vinos de todos los colores… Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, las flores, los candelabros… Jamás se habrá visto una fiesta semejante. El señor marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. Al menos serán ustedes cuarenta a la mesa, sin contar al bailío ni al notario… ¡Ah! Qué suerte tiene usted al poder ir, reverendo… Con solo haber olido esos hermosos pavos, el aroma de las trufas me sigue por todas partes… ¡Mmnnn!

–Vamos, vamos, hijo mío. No cometamos pecado de gula, sobre todo en la noche de Navidad… Ve pronto a encender las velas y haz sonar el primer toque de misa; la medianoche se acerca y no debemos retrasarnos.

Esta conversación se mantenía una noche de Navidad del año de gracia de mil seiscientos y pico, entre el reverendo dom Balaguere, antiguo prior de los Barnabitas, en la actualidad capellán a sueldo de los sires de Trinquelague, y su pequeño acólito Garrigou, o al menos lo que él creía ser su pequeño acólito Garrigou, pues sabed que el diablo, aquella noche, había tomado la redonda faz y los indecisos rasgos del joven sacristán, para mejor hacer caer al reverendo padre en la tentación, haciéndole cometer un espantoso pecado de gula. Pues bien, mientras el llamado Garrigou (¡hum, hum!) hacía sonar a brazo partido las campanas de la capilla señorial, el reverendo terminaba de revestir su casulla en la pequeña sacristía del castillo, y con el espíritu turbado ya por aquellas descripciones gastronómicas, se repetía a si mismo mientras  se vestía: «Pavos asados… Carpas doradas… Truchas así de grandes…»

Fuera, el viento nocturno soplaba esparciendo la música de las campanas y, poco a poco, aparecían luces en la sombra de las laderas del monte Ventoux, en cuya cima se elevaban las viejas torres de Trinquelague. Eran familias de aparceros que venían a oír la misa de medianoches en el castillo. Trepaban cantando la cuesta, en grupos de cinco o seis, precedidos por el padre con la linterna en la mano, las mujeres envueltas en sus grandes mantos tostados a los que los niños se apretaban para abrigarse. Pese a la hora y al frío, aquella valerosa gente caminaba con alegría, sostenida por la idea de que, al salir de la misa, habría, como todos los años, una mesa puesta para ellos, abajo, en las cocinas. De vez en cuando, por la pina pendiente, la carroza de un señor, precedida por los portadores de antorchas, hacía brillar sus cristales al claro de luna, o trotaba una mula agitando sus cascabeles y, a la luz de los fanales envueltos en bruma, los aparceros reconocían a su bailío y le saludaban al pasar:

–Buenas noches, buenas noches, maese ARnoton.

–Buenas noches, buenas noches, hijos míos.

La noche era clara, el frío avivaba las estrellas, el helado viento quemaba, y un fino relente, depositándose sin mojarlos sobre los vestidos, guardaba fielmente la tradición de las Navidades blancas de nieve. En lo alto de la cuesta, el castillo aparecía como la meta, con su enorme masa de torres de frontispicios, el campanario de su capilla escalando el azul oscuro del cielo y una multitud de pequeñas lucecitas que parpadeaban, iban y venían, se agitaban en todas las ventanas y parecían, contra el fondo oscuro del edificio, chispas corriendo por las cenizas del papel quemado… Pasado el puente levadizo y la poterna, era preciso, para dirigirse a la capilla, cruzar el primer patio, lleno de carrozas, de criados, de sillas de mano, iluminado por las llamas de las antorchas y la claridad de las cocinas. Se oía el tintineo de los asadores, el estrépito de las cacerolas, el choque de los cristales y la cubertería manejados en los preparativos de una comida; por encima, un tibio vapor aromatizado por las carnes asadas y las fuertes hierbas de complicadas salsas hacía decir a los aparceros, como al capellán, como al bailío, como a todo el mundo:

–¡Qué fiesta tendremos después de la misa!

 

II

 

¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!

Es la misa de medianoche que comienza. En la capilla del castillo, una catedral en miniatura, de entrecruzados arcos y vigas de roble que suben a lo largo de las paredes, todas las tapicerías han sido tendidas, todos los cirios encendidos. ¡Y cuánta gente! ¡Y cuántas galas! Ved, primero, sentados en los tallados sitiales que rodean el coro, al señor de Trinquelague, con vestido de tafetán salmón, y junto a él todos los nobles señores invitados. En  frente, en los reclinatorios adornados de terciopelo, se han colocado la anciana marquesa viuda, con su vestido de brocado color de fuego, y la joven dama de Trinquelague, cubierta con una gran torre de encaje estampado a la última moda de la corte francesa. Más abajo se ven, vestidos de negro, con grandes pelucas puntiagudas, y rostros afeitados, al bailío Thomas Arnoton y al notario maese Ambroy, dos graves notas entre las chillonas sedas y las damas recamadas. Vienen  después los gordos mayordomos, los pajes, los monteros, los intendentes, dama Barbe, con todas las llaves colgando de su costado en un llavero de plata fina. Al fondo, en los banco, el pueblo bajo, los criados, los apareceros con sus familias; por fin, detrás de todos, junto a la puerta que abren y cierran discretamente, los señores marmitones que vienen, entre dos salsas, a tomar un poco de aire de misa y a llevar un aroma de banquete a la iglesia en fiesta, caldeada por los cirios encendidos.

¿Es la vista de las pequeñas barritas blancas lo que distrae al oficiante? ¿No será más bien la campanilla de Garrigou?, esa pequeña campanilla furiosa que se agita al pie del altar con infernal precipitación y parece decir continuamente: «Démonos prisa, démonos prisa… Cuanto antes terminemos antes nos sentaremos a la mesa»? El hecho es que cada vez que repica la diabólica campanilla, el capellán olvida su misa y solo piensa en el banquete. Imagina las rumorosas cocinas, los hornos en los que arde un fuego de forja, el vaho que asciende de las entreabiertas tapaderas y, en ese vaho, dos magníficos pavos, repletos, tensos, hinchados de trufas.

O, también, ve pasar las hileras de pajecillos llevando platos envueltos en tentadores vapores, y entra con ellos en la gran sala dispuesta ya para el festín. ¡Oh, delicia!, ahí está la inmensa mesa cargada y reluciente, los pavos reales vestidos con sus plumas, los faisanes separando sus alas doradas, los frascos de color de rubí, las pirámides de fruta entre las verdes ramas, y los maravillosos pescados de los que hablaba Garrigou (¡ah, claro, Garrigou!), depositados sobre una base de hinojo, con las escamas nacaradas como si acabaran de salir del agua y un ramito de hierbas olorosas en sus fauces de monstruos. Tan viva es la visión de aquella maravilla que a dom Balaguere le parece que esos miríficos platos son servidos ante él, sobre los bordados que adornan el mantel del altar, y dos o tres veces, en vez de Dominus vobiscum, se sorprende bendiciendo la mesa, recitando el Benidicite. Pero salvo esas ligeras confusiones, el digno sacerdote celebra concienzudamente su oficio, sin saltarse una línea, sin omitir una genuflexión, y todo marcha bastante bien hasta el final de la primera misa; pues ya sabéis que el día de Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.

–¡Y va una!– dice el capellán con un suspiro de alivio; luego, sin perder un minuto, hace una señal a su acólito o a quien cree que es su acólito y…

¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!

Comienza la segunda misa y, con ella, comienza también el pecado de dom Balageure.

–De prisa, de prisa, apresurémonos –grita con su vocecilla ácida la campanilla de Garrigou, y esta vez el infeliz oficiante, abandonando al demonio de la gula, se abalanza hacia el misal y devora las páginas con la avidez de su apetito sobreexcitado. Frenéticamente se vuelve a levantar, esboza la señal de la cruz, las genuflexiones, acorta sus gestos para terminar antes. Apenas si extiende sus brazos en el Evangelio y se golpea su pecho en el Confiteor. Entre el acólito y él parece existir una competencia para ver quien murmurará más de prisa. Versículos y respuestas se precipitan, se empujan. Las  palabras pronunciadas a medias, sin abrir la boca porque eso tomaría demasiado tiempo, se terminan en incompresibles murmullos.

Oremus ps… ps… ps…

Mea culpa… pa… pa… pa…

Como apresurados vendimiadores pisando la uva de la cuba, ambos barbotean en el latín de la misa, salpicando por todos lados.

Dom.. scum… – dice Balaguere.

Stutuo… –responde Garrigou.

Y la condenada campanilla está continuamente allí, repicando en sus oídos, como esos cascabeles que se ponen a los caballos de posta para hacerlos galopar más de prisa. Ya supondréis que, a esta velocidad, una misa rezada termina en seguida.

–¡Y van dos! –dice el capellán jadeante; luego, sin tomarse el menor respiro, rojo, sudoroso, desciende los escalones del altar y…

¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!

Comienza la tercera misa. Y solo hay que dar algunos pasos para llegar al comedor; pero, ¡ay!, a medida que se acerca el festín, el desgraciado Balaguere se siente poseído por una locura de impaciencia y gula. Su espejismo se acentúa, las doradas carpas, los pavos asados están allí, allí. Los toca…, los… ¡Oh Dios… ¡ Los platos humean, los vinos aromatizan; y sacudiendo su furioso badajo, la campanilla le grita:

–¡De prisa, de prisa, más de prisa todavía…!

Pero ¿cómo ir más de prisa? Sus labios apenas se mueven. Ya no pronuncia las palabras… Como no haga claramente trampas al buen Dios y le escamotee su misa… ¡Y eso es lo que hace el infeliz! De tentación en tentación, comienza por saltarse un versículo, luego dos. Luego la Epístola es demasiado larga y no la termina, roza ligeramente el Evangelio, pasa ente el Credo sin entrar, se salta el Pater, saluda de lejos al Prefacio, y a trancas y barrancas se precipita así en la condenación eterna, seguido siempre del infame Garrigou (vade retro, Satanás), que le secunda con maravillosa compenetración, le sostiene la casulla, vuelve las página de dos en dos, empuja los atriles, vuelca las vinagreras y sacude sin cesar, cada vez más fuerte, cada vez más de prisa, la campanilla.

¡Hay que ver el rostro de asombro que ponen los asistentes! Obligados a seguir por la mímica del sacerdote una misa de la que no oyen ni una palabra, unos se levantan cuando los otros se arrodillan, se sientan cuando los otros están de pie, y todas las frase de ese singular oficio se confunden en los bancos en una multitud de actitudes diversas. La estrella de Navidad en camino por las rutas del cielo, allí, hacia el pequeño establo, palidece de espanto al ver tal confusión…

–El abate corre demasiado… No se le puede seguir –murmura la vieja viuda agitando con extravío su tocado.

Maese Arnoton, con sus grandes anteojos de acero en la nariz, busca en su misal donde caramba puede estar. Pero en el fondo, también esa buena genta piensan en el festín y no les enfada que la misa vaya a velocidad de diligencia; y cuando dom Balaguere, con el rostro resplandeciente, se vuelve hacia la asistencia gritando con todas sus fuerzas: Ite missa est, la capilla le responde con voz unánime un Deo gratias tan alegre, tan animoso, que parecen estar ya a la mesa, en el primer brindis del festín.

 

III

 

Cinco minutos después, la muchedumbre de señores se sentaba en la gran sala, con el capellán entre ellos. El castillo, iluminado de arriba abajo, resonaba con los cánticos, los gritos, las risas, los rumores, y el venerable dom Balguere clavaba su tenedor en un ala de pollo, ahogando los remordimientos de su pecado con tragos de vino papal y jugo de viandas. Tanto comió y bebió el pobre y santo hombre, que murió aquella misma noche de un terrible ataque, sin haber tenido tiempo de arrepentirse; luego, por la mañana, llegó al cielo lleno todavía del rumor de las fiestas nocturnas y os dejo imaginar de que modo fue recibido:

–Apártate de mis ojos, mal cristiano – le dijo el Supremo Juez, Señor de todos nosotros --, tu falta es tan grande que no basta para borrarla toda una vida de virtudes… ¡Ah, me has robado una misa de medianoche…! Muy bien, en su lugar me pagarás trescientas y no entrarás en el paraíso, mas que cuando hayas celebrado, en tu propia capilla, trescientas misas de Navidad en presencia de todos cuantos han pecado contigo y por tu culpa…

Y esta es la autentica leyenda de dom Balaguere, tal como se cuenta en el país de las aceitunas. Hoy, el castillo de Trinquelague ya no existe, pero la capilla permanece todavía en pie, en lo alto del monte Ventoux, en un bosquecillo de verdes robles. El viento hace golpear su mal cerrada puerta, la hierba llena el umbral; hay nidos en los ángulos del altar y en los dinteles de los altos cruceros cuyos coloreados ventanales han desparecido desde hace tiempo. Parece, sin embargo, que todos los años, por Navidad, una luz sobrenatural vaga por entre esas ruinas y que, yendo a las misas y a las fiestas, los campesinos distinguen esa espectral capilla iluminada con invisibles cirios que arden al aire libre, incluso bajo la nieve y el viento. Reíd si queréis, pero un viñatero de la región, llamado Garrigue, descendiente sin duda de Garrigou, me aseguró que una noche de Navidad, estando de francachela, se había perdido en la montaña, cerca de Trinquelague; y que había visto lo siguiente: Hasta las once de la noche nada. Todo estaba en silencio, oscuro e inanimado. De pronto, hacia la medianoche, se escuchó un carillón en lo alto del campanario, un antiguo, antiguo carillón que parecía hallarse a diez leguas de distancia. En seguida, por el pendiente camino, Garrigue vio parpadear luces, agitarse indecisas sombras. Bajo el porche de la capilla se andaba y se susurraba:

--Buenas noches, maese Arnoton.

–Buenas noches, buenas noches, hijos míos.

Cuando todo el mundo hubo entrado, mi viñatero, que era muy valiente, se acercó despacio y, mirando por la rota puerta, contempló un singular espectáculo. Toda la gente a la que había visto pasar estaba colocada alrededor del coro, en la ruinosa nave, como si existieran todavía los antiguos bancos. Hermosas damas con vestidos de brocado y tocados de encaje, señoras cubiertas de recargados adornos, campesinos de floreadas chaquetas como las que llevaban nuestros abuelos, todos con aspecto decrépito, ajado, polvoriento, fatigado. De vez en cuando, los pájaros nocturnos, huéspedes habituales de la capilla, despertando entre tantas luces, merodeaban alrededor de los cirios cuya llama subía recta y difusa como si ardiera tras de una gasa; y divirtió mucho a Garrigue cierto personaje de grandes anteojos de acero, que sacudía continuamente su alta peluca negra sobre la que se mantenía muy erguido, enredado en ella, batiendo silenciosamente las alas, uno de aquello pájaros…

Al fondo, un pequeño anciano de infantil talla, arrodilladlo en medio del coro, agitaba con desesperación una campanilla sin badajo y sin voz, mientas que un sacerdote, vestido de oro viejo, iba y venía ante el altar recitando oraciones de las que no se oía ni una palabra… Naturalmente, era dom Balaguere diciendo su tercera misa rezada.