El instinto de nacionalidad es innato en el hombre.
Los que sueñan con el ideal de la patria universal, no dejarán de ser
unos simples soñadores.
Las leyes de razas son fronteras insuperables que la naturaleza nos ha
dado para separara las distintas familias de la humanidad.
Podrán las grandes amarguras desvanecer las dulces aspiraciones que
alimentará la fantasía del hombre.
Las nubes violáceas de la atmósfera primaveral podrán pesar sobre su
pecho con abrumadora melancolía.
La cabeza del hombre podrá envejecer y la nieve podrá cubrirla.
Pero su patria es un pedazo de cielo, y el cielo no envejece nunca.
Los que no han pasado los juveniles años de su vida lejos de ella; los
que no han soñado meses que parecen eternos con el regreso feliz, llamando a su
patria como llama a Dios el náufrago en medio del Océano sin poder salvar esa
gigantesca llanura movible e infinita, esos no pueden saber lo que la patria
vale.
¡Compasión, mucha compasión para esos náufragos que el azar arroja en
ignotas playas; pero mucha más para esos espíritus depravados, para esos
escépticos e indiferentes para quienes la patria nada significa cuando no
conviene a sus ambiciosos fines o no tienen inmediatos y positivos resultados.
A ellos se dirigen estas líneas.
En una de las plazas más céntricas de una populosa ciudad andaluza, se
detenía la gente a contemplar la venerable figura de un mendigo que, envuelto
en andrajoso uniforme, imploraba la caridad del público.
En el sitio de uno de sus brazos colgaba vacía una manga; su pierna
derecha era de madera y la izquierda con dificultad podía moverla.
Al escuchar las frases de los transeúntes que se detenían, la frente
del veterano se nublaba, bajaba la cabeza y apretaba sus párpados para contener
las lágrimas que rodaban por su rostro.
¿Era el dolor causado por sus cicatrices o el recuerdo de su pasada
historia las causas que lo produjeron?
Oigamos, para comprenderlo, las exclamaciones de la muchedumbre.
–¡He ahí de que sirve la gloria! – decía un político retirándose con
horror.
–¡Triste condición la de la vida humana!– repetía un estudiante que
llevaba bajo el brazo una obra de filosofía.
–Eso es el vencimiento y la quiebra forzosa de un negocio problemático
– decía un banquero millonario.
–¡Infeliz, más le hubiera valido no abandonar la reja del
arado!–exclamaba una mujer con semblante compasivo.
Pero el veterano parecía recobrar fuerzas al escuchar tales frases en
boca del público, y decía entonces: –Si yo pudiera gritar a los que me
compadecen, respondería a todos esos sabios:
–¿Qué habéis hecho de los días que Dios os concedió, en bien de
vuestros semejantes? No compadezcáis al viejo soldado fatigado por la edad y
mutilado por vuestra patria, porque él puede al menos mostrar sin sonrojo sus
herida, y vosotros no lo podéis hacer con las llagas que recuerdan vuestras
debilidades o vuestras torpezas.
Para las almas vulgares, tal vez sea pesada carga tener que sostener
una vida miserable; pero a los corazones elevados, educados en el sacrificio,
les sirve de aliento.
Vosotros no habéis pensado nunca lo que es la Patria.
¡La Patria es todo lo que nos rodea, lo que hemos regado con el sudor
de la frente!
Esas tierras que os proporcionan el alimento, esos bosques de
exuberante vegetación, esas máquinas que imprimen 1000 ejemplares por minuto,
ese cielo purísimo, ese sol esplendente, ¡esa es la Patria! El hogar doméstico,
los recuerdos de nuestra infancia, la gratitud, los derechos, la libertad de que
disfrutáis, la independencia, la fe religiosa, las cenizas de vuestros mayores,
las afecciones todas, ¡todo eso es la Patria!
¡Si cuando mi cuerpo desciende a la tierra, éste no le ha producido
ningún bien a mi Patria, recordad que aunque olivado de ella, no quise nunca
abandonarla y morí satisfecho con legar a su historia mi oscura vida y a su
suelo mis cenizas!
Poco tiempo después, se detenía la gente para dejar pasar la camilla
del hospital. Un cadáver envuelto en viejas vestiduras, era llevado al Camposanto
sin ornamentos fúnebres, sin ceremonias religiosas, sin un amigo que le
acompañara; ¡ni aun el pobre perro que un artista ha dado como cortejo al
entierro del pobre!
Aquél cuyos restos mortales cubriría pronto la tierra, iba solo, sin
que nadie se apercibiese de su fin. Pertenecía a la más anónima, a la carne de
cañón, y con su último suspiro desaparecía su recuerdo de la tierra, en donde
su paso no dejó más huella que la sangre con ella amasada.
Mas ¡qué importa! La muerte, amiga fiel de los desheredados, no se
acercó a él en negro esqueleto, como la superstición la pinta a los malvados y
a los egoístas, sino hermosa y risueña como la contemplan los seres que solo
vienen al mundo para sufrir: cubierta de inmaculada aureola e iluminando su
rostro y velando su sueño el ángel de la gloria que coronó sus áureas palmas.
Su tumba, jamás profanada, no tiene nombre, ni mármoles, ni coronas, ni
pompa vana, porque le basta el que allí yace con haber servido a su patria y a
la libertad.
¿Cuántos náufragos de ese gran buque humanidad, dispersados por la abyección o por el vicio, quisieran
recoger su herencia!
A los héroes, a los corazones generosos les basta la satisfacción del
deber cumplido. Sin embargo, la patria que premia a los que por ella dan su
sangre defendiéndola contra las asechanzas del enemigo, es más grande que la
que olvida a sus hijos predilectos.
A.
RUIZ-MATEOS.
(Diario de Pontevedra, 18 de mayo de 1897)