Aquel día de fiesta, aquella inmensa orgía de esplendores
en la atmósfera y de regocijos en el suelo, había ensanchado su almacén de
penas.
La tristeza es planta que gusta echar sus fúnebres flores
en medio de la alegría.
Ignacia tenía por alma un cielo nublado. Vivía sola y
pobre. Era huérfana y costurera. Carecía de hermosura. Desconocía las artes de
la seducción. Caminaba para la vejez. Nadie le había amado. ¿Queréis más
sombras amontonadas en un solo horizonte? ¿Más nubes en un solo espíritu?
Y sin embargo, en la calle, todos reían. La primavera
ponía un beso de luz y de perfumes en los rostros. Se renovaba la vida en todas
partes. Únicamente por Ignacia continuaba el invierno de los desencantos, la
muerte de los sentimientos gozosos.
No era la primera vez que volvía a su casa afligidísima.
El mundo la arrojaba a su cuarto, a su buhardilla. Aquella ventana que daba a
los tejados; aquel techo, con el que tropezaba la cabeza, ¡cuántas lágrimas
habían visto! ¡Cuántos suspiros escuchados!
Pero, allí, Ignacia se encontraba tranquila.
Era su nido. Un nido en la altura, lejos de las olas
mundanas. Un lugar labrado con una aguja.
Mansión de la miseria, rincón del desamparo, zaquizamí
parecido a un calabozo, hubiera oprimido angustiosamente el pecho de quien a
los crueles desdenes del destino no estuviese habituado. A Ignacia se le figuraba
palacio. Su mirada se extendía sobre un panorama de chimeneas. Sus pensamientos
se elevaban entre las sonrosadas nubes de las ilusiones.
Ni el oro ni el cristal, resplandecían en aquella morada.
Pero sí el sol, que le enviaba a todas horas del día sus fulgores. El sol es el
huésped eterno de los pisos cuartos. Era el único amante que visitaba a
Ignacia.
No podía celebrar la costurerilla, ni bailes, ni
jolgorios en su habitación, tan estrecha y tan solitaria. ¿Para qué los quería?
Allí tenía a su lado, viviendo con ella, un músico complaciente que no cesaba
jamás en sus armonías. Aquel prodigio doméstico era su jilguero.
El hambre, ese terrible enemigo de los seres humildes, al
penetrar allí, no producía espanto. Cuando no sobraba el pan en la mesa, la
resignación abundaba; la dulce melancolía era el licor que rociaba el parco
sustento.
¡Oh, noche oscura y silenciosa, madre de los tétricos
fantasmas! ¡No turbabas, no, lo sueños de Ignacia con terrores! Sobre su frente
candorosa flotaban visiones celestes de venturas infinitas.
¡La esperanza divina! He ahí la mágica hada que transformaba
la buhardilla de Ignacia. Agrandada y adornada, se trocaba en lugar encantado.
La dicha tiene esos caprichos justicieros. Mete la gloria en una buhardilla, y
en su palacio el infierno.
Y hay allí algo más que consuela a Ignacia. A ella,
muchacha sin amor, la infunda inefables afectos. Huérfana, le ofrece una madre.
Triste, le dirige una sonrisa. Caída, la levanta y pone en su mano débil el
fuerte timón que la guía en la vida.
¿Quién obra tales milagros? Una estampa, colgada sobre la
cabecera de su lecho. Es una Virgen con su Niño. ¡Qué hermosos son! Ignacia,
con ellos, no echa de menos su familia perdida.
Por eso, cuando vuelve de la calle donde todos se
divierten menos ella, y penetra en su buhardilla; en su alma, que parece un
cielo nublado, al escuchar a su jilguero al mirar al sol, al contemplar, sobre
todo, a la Virgencita con su Niño en brazos, se abre un resquicio por el que
cae un rocío matinal que refresca y pacifica el tumultuoso ardor del llanto.
¿Qué envida podrá, pues, sentir Ignacia de los que
habitan dorados alcázares, tan pegados a la tierra, si ella desde su cuarto
está tan cercana al cielo?
JOSÉ DE SILES
(Diario de Pontevedra, 13 de mayo de 1897)