Un pobre diablo, enamorado de una hermosa actriz, había
suprimido durante un mes el pan de su desayuno, vendido su traje negro, vendido
sus pocos libros, empeñado en el Monte de Piedad el único colchón de su cama y
renunciando al postre en sus comidas, para comprar un soberbio ramo de flores
con que deseaba obsequiar a la señora de sus pensamientos.
Delgado ya por naturaleza, había llegado, a causa del insomnio
y de la escasez de alimento a ser más enjuto de carnes que de ordinario.
¡Pero no importa! El infeliz había logrado comprar el
ramo, ¡un ramo de 150 francos!
–¡No es posible hacer nada mejor! – le había dicho la
florista.
¡Y hacerlo llegar a su destino, al cuarto de la actriz,
por uno de los empleados del teatro, costaba otros diez francos!
–Las hermosas flores– pensaba el – debían adornar en
aquellos instantes el aposento de su amada.
Durante tres días consecutivos se presentó en el teatro con
objeto de averiguar si había una contestación.
Porque es de advertir que el enamorado galán no se limitó
a enviar nuevas flores, sino que había ocultado entre ellas una carta sincera y
fogosa; una carta llena de pasión en la que ponía de manifiesto sus ardientes deseo,
en los que se mezclaban todas sus angustias y sus tristezas.
El primer día, cuando el portero le dijo “no hay
contestación”, no le causó sorpresa alguna la respuesta.
La hermosa actriz no había tenido tiempo de escribir ni
una sola palabra.
A la tarde siguiente y a la otra tampoco hubo
contestación.
El pobre enamorado se alejó con la cabeza inclinada sobre
el pecho y como si sintiera deseos de llorar.
¡Cómo era posible lo que ocurría! ¿No se había emocionado
aquella mujer con el relato de tanos sufrimientos y tantos dolores?
Por otra parte, ¡era tan poco lo que le exigía! Una frase
no más: “Le tengo a usted lástima”, o “No se mate usted”, o algo por el estilo.
¡Qué crueldad tan injustificada!
Mientras el desventurado joven recorría la calle de los
Mártires, pensaba en su desmantelado albergue y en las terribles privaciones
que se había impuesto.
–Si no ha contestado hoy – decía para sus adentros –
contestará mañana. Es indudable que tarde o temprano acabará por escribirme.
Estaba seguro de que no podía dejar de recibir dos o tres
líneas misericordiosas.
¡Con cuánta gratitud cubriría de besos la perfumada carta!
–Sí, sí; mañana –repetía. –No es cosa de perder la esperanza,
así, sin más ni más.
No sentía haber vendido su ropa ni haber tenido hambre,
ni ser pobre puesto que, gracias a sus flores, tendría al fin y al cabo, la incomparable
dicha de ser consolado por ella.
De pronto vio salir de una cervecería a una florista, a
una de esas mujeres que venden en las mesas de los cafés y junto a las
portezuelas de los coches, los ramos comprados a cualquier precio a los
porteros o a las modistas de los teatros.
El desdichado lanzó un grito de terror al reconocer su
ramo, ya mustio, triste y deslucido.
Lo compró inmediatamente, dando por él el último franco
que le quedaba.
Con las manos temblorosas y los ojos inundados de
lágrimas, se acercó a un farol y encontró la carta que la ingrata no había
leído, sepultada todavía entre las flores, cuyo perfume no había llegado a
aspirar.
CATULLE MENDES
(Diario de Pontevedra, 14 de mayo de 18797)