I
El año pasado fui a Besançon a la boda de uno de mis
amigos. Terminada la ceremonia se celebró un espléndido banquete, al que
asistieron gran número de convidados. Cuando iba a tomar asiento noté que una
mano se posaba sobre uno de mis hombros y volví rápidamente la cabeza. Tenía
ante mí al Capitán de dragones, el cual me dijo:
–¿No me conoces?
–No…
–Soy Gustave Humer, tu antiguo condiscípulo…
–¡Ah, sí!...
Gustave se sentó a mi lado, y entre él y yo se entabló
una animada y alegre conversación.
Después del banquete, que duró hasta altas horas de la
noche, me acompañó Humer a la estación y prometió irme a visitar cuando fuese a
París.
Transcurrieron muchos meses sin que volviese a tener
noticias de mi amigo. Digo mal. A último de mayo leía en el Diario Oficial que Gustave Humer había
sido ascendido a Comandante y que estaba de guarnición en Maubenge, cerca de la
frontera belga.
A fines de agosto, me paseaba una noche por los Campos
Elíseos, donde reinaba extraordinaria animación, cuando noté de pronto la
presencia de Gustave Humer. Corrí hacia él y le tendí la mano.
–Buenos días, mi Comandante – le dije.
–¡Ah! ¿Eres tú?
El tono de su voz y la deferencia de su saludo me
llenaron de sorpresa.
–¿Quieres que demos un paseo? –le pregunté.
–Con mucho gusto – me contestó, con acento melancólico.
Emprendimos la marcha, y a los pocos pasos le dije de
repente:
–A ti te pasa algo grave y extraordinario.
–Sí.
–¿Cuestión de amores?
–Nada de eso. Después de nuestro encuentro en Besançon,
he figurado en un terrible drama, cuyo recuerdo me envenena la existencia.
–¿Qué te ha pasado?... habla…di…
–Hace dos meses que llegaron a Manbenge los individuos
que debían cumplir los veintiocho días de
servicio. Una mañana tuve que ir a un pueblo inmediato, acompañado de otro
oficial superior, y entramos en el buffet de la estación a tomar un caldo y una
chuleta. Junto al comedor estaba la cantina, en la cual se hallaban a la sazón
varios obreros y algunos soldados.
–¿Tienes en tus filas al hijo de alguna celebridad? –Me preguntó mi compañero.
–Sí –le contesté;
– al hijo de Mirian, que acaba de entrar en el instituto.–¿Y tú?
–Yo también. Pero el hijo de una celebridad de otro
género, Jorge de Ferisset.
–¿El hijo de la hermosa May de Ferisset?
–El mismo.
Me eché a reír y repuse alegremente.
–¡Cómo! ¿Tiene ya un hijo en la reserva? ¡Si supieras
cuánto me ha gustado siempre esa mujer!
–A mí también. Y en verdad que no me he atrevido jamás a
mostrarle mi entusiasmo.
–Pues has hecho muy mal – dije yo – porque, dada la mala
cabeza de esa mujer y sus antecedentes de aventurera, habrías conseguido una
rápida victoria.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando vi que un
cazador de los recién llegados se presentó ante la puerta de la cantina, que
estaba abierta de par en par. Con la rapidez del rayo corrió hacia mí; me miró
con ojos de indignación y alzó la mano para pegarme. Por fortuna, pude evitar
el golpe. Se armó el natural tumulto y acudieron varios soldados a los que
mandé que detuvieran al agresor.
Este dijo:
–¡Es mi madre!...
Comprendí de pronto la ingratitud de mis palabras, y
exclamé con voz de trueno.
–¡Déjenle ustedes en libertad!
Me levanté, y saludando al cazador le dejé una tarjeta.
Se oyó el silbido de la locomotora, y mi compañero y yo
echamos a andar a toda prisa hacia el andén.
II
Ya en el tren, me dijo mi acompañante.
–¿No sabes que un Comandante no puede batirse con un
soldado?
–Lo sé; pero ante ciertas ofensas no hay ordenanzas que
valgan. ¿Cómo he de negar una satisfacción al hijo de una mujer a quien he
agraviado públicamente?
–Pero la ley.
–Desertaré si es preciso, y nos batiremos en duelo.
–El Consejo de Guerra será inevitable.
–Lo sé.
A mi regreso del pueblo se me presentaron los padrinos de
Jorge de Ferisset. Indiqué el nombre de los míos; y se concertó el duelo,
siendo elegida la espada como arma de combate.
No dormí en toda la noche, ocupado en arreglar mis
asuntos y resuelto a dejarme herir por mi adversario.
Al día siguiente a la hora indicada nos encontrábamos en
F…
Uno de mis amigos hizo notar al cazador que debía de
haberse puesto un traje de paisano; pero Jorge de Ferisset le contestó que como
había sido insultado llevando el uniforme, se le debía una reparación como hombre
y como soldado.
Los padrinos nos colocaron frente a frente, entonces
Ferisset me saludó militarmente y me dijo:
–Mi Comandante, he intentado abofetear a usted, y he
faltado gravemente a la disciplina. El soldado le da a usted todo género de
satisfacciones. Y ahora, señor Comandante, ¡en guardia!...
Cruzamos los aceros, permaneciendo yo a la defensiva. De
repente adelantó el paso mi adversario y ciego de de furor se precipitó sobre
mí, con tal desdicha, que se clavó en mi propia espada. Jorge lanzó un grito y
cayó muerto a mis pies.
III
–Te juro –añadió Gustave Humer – que estaba yo resuelto a
dejarme herir, y que él mismo se causó la muerte. Sin embargo, me abruma el
remordimiento como si hubiese cometido un crimen.
Los Campos Elíseos se llenaban de gente, y por todas
partes bullía la intensa vida de una noche de verano, en este París tan lleno
de alegría y de placeres.
Entre la gente sentada en las sillas fijé mi atención en
una mujer de cuarenta a cuarenta y dos años, hermosa todavía, en medio de un
círculo brillante. Llevaba un lujoso traje negro y se sonreía mientras aspiraba
el perfume de un ramo de violetas, escuchando a un joven que le hablaba en voz
baja.
–¡Ah, infame! –exclamé sobresaltado.
–¿Qué te pasa?
Alargué la mano, y dije señalando aquella mujer
–¡La madre!
Y al notar que mi compañero hacía un ademán de horror,
añadí:
–¿Ves eso? ¡Pues así va el mundo, amigo mío!
Albert DELPIT.
(Diario de
Pontevedra, 11 de mayo de 1897)
El autor: Albert Delpit, fue un autor dramático
francés, nacido en La Nouvelle Orléans, el 30 de enero de 1849 y muerto en
París el 5 de enero de 1893.