martes, 27 de enero de 2015

ASÍ VA EL MUNDO (Albert Delpit)

I

El año pasado fui a Besançon a la boda de uno de mis amigos. Terminada la ceremonia se celebró un espléndido banquete, al que asistieron gran número de convidados. Cuando iba a tomar asiento noté que una mano se posaba sobre uno de mis hombros y volví rápidamente la cabeza. Tenía ante mí al Capitán de dragones, el cual me dijo:
–¿No me conoces?
–No…
–Soy Gustave Humer, tu antiguo condiscípulo…
–¡Ah, sí!...
Gustave se sentó a mi lado, y entre él y yo se entabló una animada y alegre conversación.
Después del banquete, que duró hasta altas horas de la noche, me acompañó Humer a la estación y prometió irme a visitar cuando fuese a París.
Transcurrieron muchos meses sin que volviese a tener noticias de mi amigo. Digo mal. A último de mayo leía en el Diario Oficial que Gustave Humer había sido ascendido a Comandante y que estaba de guarnición en Maubenge, cerca de la frontera belga.
A fines de agosto, me paseaba una noche por los Campos Elíseos, donde reinaba extraordinaria animación, cuando noté de pronto la presencia de Gustave Humer. Corrí hacia él y le tendí la mano.
–Buenos días, mi Comandante – le dije.
–¡Ah! ¿Eres tú?
El tono de su voz y la deferencia de su saludo me llenaron de sorpresa.
–¿Quieres que demos un paseo? –le pregunté.
–Con mucho gusto – me contestó, con acento melancólico.
Emprendimos la marcha, y a los pocos pasos le dije de repente:
–A ti te pasa algo grave y extraordinario.
–Sí.
–¿Cuestión de amores?
–Nada de eso. Después de nuestro encuentro en Besançon, he figurado en un terrible drama, cuyo recuerdo me envenena la existencia.
–¿Qué te ha pasado?... habla…di…
–Hace dos meses que llegaron a Manbenge los individuos que debían cumplir los veintiocho días de servicio. Una mañana tuve que ir a un pueblo inmediato, acompañado de otro oficial superior, y entramos en el buffet de la estación a tomar un caldo y una chuleta. Junto al comedor estaba la cantina, en la cual se hallaban a la sazón varios obreros y algunos soldados.
–¿Tienes en tus filas al hijo de alguna celebridad?  –Me preguntó mi compañero.
–Sí  –le contesté; – al hijo de Mirian, que acaba de entrar en el instituto.–¿Y tú?
–Yo también. Pero el hijo de una celebridad de otro género, Jorge de Ferisset.
–¿El hijo de la hermosa May de Ferisset?
–El mismo.
Me eché a reír y repuse alegremente.
–¡Cómo! ¿Tiene ya un hijo en la reserva? ¡Si supieras cuánto me ha gustado siempre esa mujer!
–A mí también. Y en verdad que no me he atrevido jamás a mostrarle mi entusiasmo.
–Pues has hecho muy mal – dije yo – porque, dada la mala cabeza de esa mujer y sus antecedentes de aventurera, habrías conseguido una rápida victoria.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando vi que un cazador de los recién llegados se presentó ante la puerta de la cantina, que estaba abierta de par en par. Con la rapidez del rayo corrió hacia mí; me miró con ojos de indignación y alzó la mano para pegarme. Por fortuna, pude evitar el golpe. Se armó el natural tumulto y acudieron varios soldados a los que mandé que detuvieran al agresor.
Este dijo:
–¡Es mi madre!...
Comprendí de pronto la ingratitud de mis palabras, y exclamé con voz de trueno.
–¡Déjenle ustedes en libertad!
Me levanté, y saludando al cazador le dejé una tarjeta.
Se oyó el silbido de la locomotora, y mi compañero y yo echamos a andar a toda prisa hacia el andén.

II

Ya en el tren, me dijo mi acompañante.
–¿No sabes que un Comandante no puede batirse con un soldado?
–Lo sé; pero ante ciertas ofensas no hay ordenanzas que valgan. ¿Cómo he de negar una satisfacción al hijo de una mujer a quien he agraviado públicamente?
–Pero la ley.
–Desertaré si es preciso, y nos batiremos en duelo.
–El Consejo de Guerra será inevitable.
–Lo sé.
A mi regreso del pueblo se me presentaron los padrinos de Jorge de Ferisset. Indiqué el nombre de los míos; y se concertó el duelo, siendo elegida la espada como arma de combate.
No dormí en toda la noche, ocupado en arreglar mis asuntos y resuelto a dejarme herir por mi adversario.
Al día siguiente a la hora indicada nos encontrábamos en F…
Uno de mis amigos hizo notar al cazador que debía de haberse puesto un traje de paisano; pero Jorge de Ferisset le contestó que como había sido insultado llevando el uniforme, se le debía una reparación como hombre y como soldado.
Los padrinos nos colocaron frente a frente, entonces Ferisset me saludó militarmente y me dijo:
–Mi Comandante, he intentado abofetear a usted, y he faltado gravemente a la disciplina. El soldado le da a usted todo género de satisfacciones. Y ahora, señor Comandante, ¡en guardia!...
Cruzamos los aceros, permaneciendo yo a la defensiva. De repente adelantó el paso mi adversario y ciego de de furor se precipitó sobre mí, con tal desdicha, que se clavó en mi propia espada. Jorge lanzó un grito y cayó muerto a mis pies.

III

–Te juro –añadió Gustave Humer – que estaba yo resuelto a dejarme herir, y que él mismo se causó la muerte. Sin embargo, me abruma el remordimiento como si hubiese cometido un crimen.

Los Campos Elíseos se llenaban de gente, y por todas partes bullía la intensa vida de una noche de verano, en este París tan lleno de alegría y de placeres.
Entre la gente sentada en las sillas fijé mi atención en una mujer de cuarenta a cuarenta y dos años, hermosa todavía, en medio de un círculo brillante. Llevaba un lujoso traje negro y se sonreía mientras aspiraba el perfume de un ramo de violetas, escuchando a un joven que le hablaba en voz baja.
–¡Ah, infame! –exclamé sobresaltado.
–¿Qué te pasa?
Alargué la mano, y dije señalando aquella mujer
–¡La madre!
Y al notar que mi compañero hacía un ademán de horror, añadí:
–¿Ves eso? ¡Pues así va el mundo, amigo mío!

 Albert DELPIT.
(Diario de Pontevedra, 11 de mayo de 1897)

El autor: Albert Delpit, fue un autor dramático francés, nacido en La Nouvelle Orléans, el 30 de enero de 1849 y muerto en París el 5 de enero de 1893.