Un poeta loco se pasea por el jardín del manicomio.
Está pálido, y sus ojos se hallan nublados por la más profunda tristeza.
De pronto se detiene ante un rosal, y coge una rosa blanca; luego en otro, y coge una rosa amarilla, y después en otro, apoderándose de una rosa encarnada.
Acto seguido colocó las tres rosas en un banco de madera.
Y dijo a la rosa blanca:
- Contéstame hermosa flor. Se te acusa de que cuando eras mujer, joven y bella, abandonaste sin piedad, para casarte con un anciano rico, a un muchacho pobre y simpático que te adoraba. ¿Qué tienes que alegar en tu defensa?
El loco esperó la contestación y añadió:
-Visto. Te condeno a muerte.
Luego dijo a la rosa amarilla.
-Contéstame, acusada. Se te echa en cara que cuando eras mujer torturaste con tu sonrisa engañadora, con tu infame coquetería y con tu fingido consentimiento, a un joven cuyo corazón latía violentamente por tí. ¿Qué tienes que alegar en tu defensa?
El loco esperó la contestación y repuso:
-Visto. Te condeno también a muerte.
Después dijo a la rosa encarnada:
-Contéstame, hermosa flor. Se te acusa de que cuando eras mujer fácil y hermosa enloqueciste con tus perversas caricias y arruinaste y envileciste a un infeliz que buscaba en tus encantos el olvido de sus antiguas desventuras. ¿Qué tienes que alegar en tu defensa?
El loco esperó la contestación y repuso:
-Visto. Te condeno también a muerte.
Después de dictadas las tres sentencias, sacó el loco del bolsillo un diminuto instrumento de madera y acero. Era una pequeña guillotina, fabricada por él en sus ratos de ocio.
Colocó las tres rosas bajo la cuchilla que al precipitarse sobre ellas las separó de sus tallos, haciéndolas caer en la arena del sendero.
A los pocos instantes las recogió del suelo y las estuvo contemplando largo rato.
Se encaminó luego al fondo del jardín, donde eligió un sitio por el cual nadie solía pasar, y con los dedos abrió en tierra una fosa, en la que enterró juntas a las tres ajusticiadas, cubriéndolas de arena y de hojas de acacia.
Después se arrodilló y estuvo llorando hasta la caída de la tarde sobre la tumba de las culpables.
CATULLE MENDES
(Diario de Pontevedra 7 de mayo de 1897)