I
Aquel año habían tenido
excelente éxito las maniobras militares.
Los movimientos habían sido
regulares: no solo había cometido la menor falta; y el enemigo se había dejado
vencer puntualmente.
La revista de honor que ponía
término a las operaciones había congregado a todas las notabilidades del
departamento.
Después del desfile final, que
terminó en medio de unánimes aplausos, se disolvieron los grupos, y los
oficiales libres de servicio se apresuraron a ir a ofrecer sus respetos a las
señoras y a las hijas de los funcionarios públicos.
El prefecto, que estaba
conversando con un magistrado, le abandonó de pronto al ver pasar al coronel
Verdelin.
–¡Buenas tardes, mi coronel! –
le dijo.
–¡Vaya! ¿Es usted, Duclosoy?
¿Cómo va esa salud?... ¿Y la señora?...
–Bien, gracias. ¡Qué hermoso
día!
–Sí, pero el sol es terrible.
–No diga usted eso. Los
coraceros brillaban de un modo extraordinario. Manda usted un regimiento
soberbio.
–Creo que puede presentarse
dignamente en cualquier parte.
–¿Y piensa usted permanecer aquí
mucho tiempo?
–Mañana mismo salgo para París.
–Pues lo siento en el alma.
Espero que nos hará usted el obsequio de comer hoy con nosotros en la
prefectura.
–Imposible, amigo mío, no estoy
presentable.–
–¿Y eso qué importa? Mi mujer y
yo estamos solos, y el agasajo no es cosa de cumplido.
–Acepto, pues, y voy a mi
alojamiento a lavarme y cepillarme. ¡Hasta luego!
–¡Hasta luego, mi coronel!
II
El prefecto al separarse del
coronel Verdelin, tuvo la desgracia de encontrar en el camino al presidente del
Consejo general, el cual le detuvo media hora, luego al alcalde por cuyos llegó
muy tarde a la prefectura.
Acababan de dar las siete cuando
entró en su domicilio.
La mesa estaba puesta, y Mat Duclosoy, que le esperaba con impaciencia,
exclamó al verle:
–Te participo, Emilio, que me estoy
muriendo de hambre. Comamos enseguida.
El prefecto y su esposa comieron
alegremente y con muy buen apetito y después pasaron a una sala inmediata, donde
el Sr. Duclosoy encendió un magnífico habano y su mujer se puso a bordar.
A las ocho se oyó un
campanillazo.
–¡Una visita! – exclamó la
prefecta.
–¿Quién será? – preguntó Mr.
Duclosoy.
A los pocos instantes se presentó
un criado y dijo:
–Señor prefecto, en el salón
espera un caballero.
–¿Quién es?
–Lo ignoro, señor. Usa bigote y tiene
aspecto militar.
–¡Vive el cielo! – exclamó el
prefecto. – ¡Nos hemos lucido!
–¿Qué te pasa¿?– le preguntó Mat
Duclosoy.
–Que he encontrado al coronel
Verdelin en la revista, que le he convidado a comer y que me he olvidado de la
invitación. Pero a las ocho no se va a comer a ninguna parte.
–En París se come a esa hora.
–¿Y qué vamos a hacer?
–Juan – exclamó la prefecta –
dile al cocinero que suba.
A los pocos instantes se presentó
este con su gorra en la mano.
–Es preciso – le dijo madame Duclosoy
– que prepare usted una comida en media hora.
–Está bien, señora.
–Para tres personas.
III
El prefecto y la prefecta se
dirigieron al salón. El coronel Verdelin se levantó y dijo:
–Dispénseme usted si me he
retrasado involuntariamente.
–Nada de eso – contestó la
prefecta – No son más que las ocho. Cuando mi marido me manifestó que vendría
usted a comer, me dijo que nos sentaríamos a las ocho y media. ¿No es vedad,
Emilio?
–Sí, Matilde.
Se entabló una animada conversación
sobre diversos asuntos, y al cabo de media hora un criado anunció solemnemente
que la comida estaba a punto.
El coronel dio del brazo a la
prefecta y el grupo se trasladó al comedor.
Al principio no se oía más que
el ruido de las cucharas y de los platos.
El cocinero había improvisado
una excelente comida, de la cual se iban absteniendo, en lo posible, el prefecto
y su esposa.
–Vamos, coronel – decía Duclosoy
– un poco más de trucha.
–Está deliciosa, pero voy a
reventar.
–No sea usted hipócrita,
coronel, si no ha hecho usted más que probarla.
–Pues venga la trucha; pero a
condición de que ustedes también repitan.
–Pues repetiremos.
–Pero noto que ustedes no comen
casi nada… Tome usted, señora. Este pastel está riquísimo.
–Gracias, coronel.
El Sr. Verdelín se vio precisado
a comer por segunda vez de cada plato sin poder declararse jamás en retirada;
pero como si tuviera noticia de la situación de sus comensales, les obligó a
que le imitaran en sus forzadas repeticiones.
Después del café, el coronel se
retiró invocando las fatigas del día.
Apenas hubo desaparecido, el
prefecto y la prefecta cayeron rendidos en un sofá, tocaron un timbre y
pidieron dos tazas de manzanilla.
Cuando el coronel se vio en la
calle exclamó sollozando:
–¡Bendito sea Dios!
IV
Al cabo de pocos días, el
prefecto tuvo que ir a París. Al día siguiente de su llegada encontró en la
calle al coronel Verdelin.
–¡Buenos días, mi coronel! – le
dijo al verle. –¿Cómo andamos de salud?
–No me hable usted de eso, amigo
mío; aún no me he repuesto de mi enfermedad.
–¿Qué le pasa a usted?
–Pues bien. El día que me
convidó usted a comer me olvidé de su invitación, y a las seis comí en mi
alojamiento. A las ocho fui a disculparme, creyendo que ya habrían ustedes
comido; pero en vista de que no era así, no me atrevía a decir nada y me
resigné a pasar por todo. Ya comprenderá usted que nadie resiste dos comidas
seguidas.
–¡Calle! ¡Pues le pasó a usted
lo mismo que a nosotros! – exclamó aturdido el prefecto.
A.
VÉLY
(Diario
de Pontevedra, 19 de julio de 1897)