A Miguel Sawa
Se desasió de mis brazos y se
arrinconó cejijunta en un extremo del sofá. Entre suspiro y suspiro,
retorciendo nerviosamente las puntas del pañuelo, decía:
–No te creo aunque me lo jures…
Aquella sombra de la Zarzuela… Te miraba de reojo, sonriéndose. Tú seguiste indiferente,
charlando algo para disimular la emoción. Sé que la quieres… Sí hombre. Es cosa
vieja. Lo que me disgusta es tu obstinación, negando siempre. Así te
empequeñeces más. Si fueses sincero te querría. El amor no degrada. Habrías
faltado a un juramento convenido pero eres digno de lástima, acaso de respeto,
porque te mostrabas sensible, peligrosamente delicado de espíritu… En fin yo me
entiendo. Y tú también me entiendes… ¿Verdad?
Y sin querer fue haciendo del
tono de su voz queja llorosa y triste con dejes de mimo y pereza de
abatimiento. Cuando terminó estaba otra vez junto a mí, deseoso de caricias,
como niño encaprichado, pero sujeta su voluntad por el fiero amor propio que
acababa de irritar tamaña ofensa.
Yo inventaba lindezas y ternuras
para reconquistar su corazón, aprovechando aquella debilidad voluptuosa que en
Luz se advertía y le cogí las manos besándolas un sin fin de veces.
Ella se dejaba querer, entornando
los ojos y sonriendo levemente sin mirarme, gustando la miel dulcísima de mi
arrepentimiento, falso en rigor de verdad. Al cabo quedamos silenciosos.
Caía la tarde, y leve penumbra
envolvía al gabinete, dándolo misterioso encanto. Luz había reclinado la cabeza
en mi hombro y jugaba con los lazos del vestido. Con voz muy lenta,
arrastrándose cariñosa y venga, dijo:
–¡Si fuese verdad!
–¡Verdad es, diosa bonita!–
exclamé apasionadamente.
En aquel momento se me ocurrió
mirar al reloj, confieso que sin proyecto de fuga, y Luz adivinó en la sombra
la dirección de mi mirada.
–¿Ves? –gimió. Mentirita todo. Miraste el reloj. Te estará
esperando… Bandido, hotentote…
Y corrió al extremo opuesto de
la estancia, rompiendo a llorar con hondo desconsuelo. Al principio me quedé
atónito, casi enfadado, sin acercarme a ella. Luego empecé a pasearme mirando a
Luz furtivamente cada vez que por su lado pasaba.
–¡Y te creí!... ¡Borrica!...
Mira; me limpio el sitio donde me has besado Así, para que no quede señal…
Y se frotaba furiosamente manos
y cara, como si quisiera arrancarse la piel… Yo me sonreí.
–¡Ah! ¿Te ríes?... ¡Cínico!
La cual palabra sonó con
vigorosa entonación dramática, como en álgida situación la suelen decir imitados
personajes. Esto me hizo más gracia, pero me contuve para no aumentar su
encono. Torné a sentarme, esperando lleno de resignación a que el turbión
pasase, y cerré los ojos. Oía la respiración jadeante de Luz, alterada por
hipos y convulsiones jeremíacas. Alguna idea de piedra, con incipiente y
efímero remordimiento, estuvieron a punto de hacerme levantar, llegando a su
lado en actitud de pecador contrito; pero seguí en mi sitio arrullado por la
blanda oscuridad, sedosa y perfumada como el propio aliento de Luz. De súbito
la sentí venir hacia mi persona. Fingí profundo sueño. Sus labios se posaron en
mi frente, y rodó una lágrima de sus pupilas a mi rostro.
–¡Rico! Murmuró, y se sentó a mi lado.
J. MENÉNDEZ AGUSTY.
(Diario de Pontevedra,
26 de mayo de 1897)
El autor: José Menéndez Agusty. Escritor y periodista español, nacido en Madrid y fallecido en
Barcelona. Colaboró activamente en la prensa periódica, en diarios de
Barcelona como La Vanguardia, El Diluvio o Ilustración Artística, y en diarios de Madrid como Ilustración Española y Nuevo Mundo. Escribió también novelas de carácter burgués y superficial, como La hija de don Quijote, Las ligas de Juanita, El cazador de doncellas o La viuda inconsolable.(FUENTE: Texto extraído de www.mcnbiografias.com)