Hace unos días recibí la visita de un médico amigo mío, que
cree sinceramente en el atavismo.
Según él, no hay en nuestro cuerpo ni en nuestras almas una
aptitud, un apetito, un vicio, un sentimiento, una idea que no proceda de
nuestros mayores, de quienes somos la resultante.
El doctor explicaba la teoría con gran ingenio, y sin
esfuerzo alguno podía considerarme como un afiliado a sus doctrinas.
–Mire usted – me dijo señalándome un retrato colgado en la
pared; – ahí tiene usted el verdadero bisabuelo de las famosas Odas que usted ha escrito.
La efigie a que mi amigo se refería es un pastel algo
borroso que representa a mi bisabuelo materno cuando tenía tres años.
Es difícil encontrar un rostro más seductor ni más
expresivo.
Mi bisabuelo se casó por primera vez de dieciocho años, a
consecuencia de una circunstancia singular, que merece ser referida.
Uno de sus amigos amaba a una muchacha, hermosa como una
deidad, rica y dotada de excelentes dotes morales, que correspondía con su
cariño a la pasión de que era objeto.
Sin embargo, un día riñeron los enamorados por un motivo
insignificante, por una cuestión de celos; el novio, para poner entre él y la
que creía infiel un obstáculo invencible, resolvió casarse con otra.
Delante de la casa de la mujer con quien pretendía contraer matrimonio,
encontró a mi bisabuelo, a quien suplicó encarecidamente que fuese, en su
nombre a pedir la mano de la joven.
Mi bisabuelo no vaciló un instante; entró en la casa y pidió
la mano de la muchacha… para él, como único medio de salvar a un amigo. Pero no
tuvo que arrepentirse de su buena acción porque los novios se reconciliaron y
le dieron siempre pruebas de eterna gratitud.
Mi bisabuelo, que entró siendo muy joven, en posesión de sus
bienes, vivía en una hermosa finca rodada de grandes terrenos, de bosques y de
huertas de su pertenencia que representaban una inmensa fortuna, que, por
desdicha, desapareció al fin para nuestro familia.
Allí cazaban y pescaban los amigos de mi ilustre antepasado,
el cual tenía constantemente la casa llena de huéspedes, dispuestos a vaciarle
la bodega y a dejarle sin un faisán ni una perdiz.
En aquella mansión entraba todo el que quería, permaneciendo
en ella todo el tiempo que se le antojaba, y a veces durante meses enteros.
Bastaba con decir: «Aquí
estoy», para que los amigos de mi bisabuelo tuviesen a su disposición coches,
caballos, perros, escopetas, soberbia mesa, esplendidas habitaciones y camas dignas
de un canónigo.
Como
era natural nunca faltaban huéspedes en la casa. Sin embargo, mi bisabuelo
creyó que el número era insuficiente, y, para aumentarlo, concibió la idea de
hacerse… ¡salteador de caminos! Se
emboscaba con alguno de sus amigos en un sitio cercano a su domicilio y detenía
los carruajes, lanzando terribles gritos y haciendo disparos al aire. Hacía bajar
a los viajeros, los ataba codo con codo, y a pesar de sus ruegos, les decía que
quedaban secuestrados por tiempo indefinido.
Al
llegar a la casa, creían los detenidos que iban a morir; mas por el contario,
se les hacía sentar a la mesa y se les agasajaba con un festín.
Y se
les trataba con tanto cariño y se les festejaba de tal modo, que acababan por
estar muy a gusto en la casa, sin comprender lo que les ocurría.
Convenientemente
custodiados se les permitía cazar y divertirse, y se les obsequiaba diariamente
con soberbias comidas.
Al cabo
de algún tiempo, cuando deseaban partir, se les despedía con sumo afecto y se
les hacía suntuosos presentes.
Las
bromas de mi bisabuelo son legendarias en el país. A veces se hacia conducir
entre gendarmes por las calles del pueblo para conocer a los verdaderos amigos
que no le abandonaban en el infortunio.
Una vez
se presentó de improviso su mujer, de regreso de un viaje, y lo encontró
sentado solo a las mesa, servido por cincuenta muchachas de dieciséis años.
Había estado en la feria de un pueblo cercano y las había tomado a prueba para
ver cual de ellas le ataba mejor la servilleta al cuello y le escanciaba con
mayor elegancia.
Las
infelices se retiraron llorando y enjugándose las lágrimas con el delantal
cuando se las despidió al mismo tiempo no sin gratificarlas con un buen
principio de dote.
Por
regla general, no le gustaba a mi bisabuelo sentarse solo a la mesa, y su mayor
placer consistía en verse rodeado de gran número de amigos que le ayudasen a
dar al traste con los peces de sus estanques, los capones de su corral y el
vino de sus bodegas.
La
hospitalidad de aquellos tiempos era excesivamente fastuosa; pero tenía también
su lado heroico y conmovedor.
Siendo
yo muy niño, vi llegar a casa de mi bisabuelo, ya muy viejo, a un caballero
anciano que no tenía casa ni hogar, y que, después de haber gastado noblemente su
fortuna, no poseía en el mundo más que su caballo.
Iba por
turno a pasar algunos meses a casa de sus antiguos amigos, por los cuales era
acogido no como un parásito, sino como un huésped querido y venerado a quién
colmaban de delicadas atenciones y que las aceptaba dignamente,
Al
partir no daba dinero a los criados porque no lo tenía, pero los servidores
(¡qué tiempos aquellos!), se mostraban siempre con él en extremo afectuosos.
Así es
como mi bisabuelo disipó toda su fortuna, que fue a parar a manos de sus
infinitos acreedores, y por eso su bisnieto se ha visto obligado a hacerse
poeta y literato para no morirse de hambre.
THEODORE DE BANVILLE
(Diario de Pontevedra, 27 abril 1897)
(Diario de Pontevedra, 27 abril 1897)