Era yo un chicuelo cuando
conocía a aquel hombrecillo enteco y ruin, de rostro afilado, ojillos vivos y redondos,
nariz aguileña, cuerpo contrahecho y flacas piernecillas, que sostenían, no muy
descansadamente, aquel edificio ruinoso denunciado por la edad, y aún no se
borró de mi imaginación su extraño aspecto ni el entrañable cariño que profesó siempre
a su eterno compañero, un desmedrado borriquillo, tan falto de carnes como
sobrado de alifafes, con la piel llena de llagas y costrones, de los que le
venía a su dueño el apodo con que era conocido de todos los granujillas de la
aldea.
El tío Mataduras no tenía más
amigos ni otros amores que su borrico, al que prodigaba toda clase de
atenciones, que eran recompensadas con muchas miradas de agradecimiento de
aquellos ojos mortecinos.
El caso es que las cosas iban
tan mal para el pobre tío mataduras, que apenas si ganaba para mantener a su compañero
de fatigas, decidió venderlo a su compadre por unos cuantos duraos, ya que de
seguir en su poder no tardaría mucho en lanzar el último rebuzno; pues la paja
andaba por los cielos.
Medio llorando, y después de recibir
la cantidad convenida se abrazó el tío Mataduras a su borriquillo, y aun
cuentan que le habló algo al oído… y al retirarse a su cuartucho tiró las
monedas al suelo, escuchando con espanto los lejanos rebuznos de aquella
víctima de su ingratitud.
JOSE
DOZ DE LA ROSA
(Diario
de Pontevedra, 5 de junio de 1897)