Y habiendo tomado sus lámparas, las diez vírgenes salieron al encuentro
del esposo. Al principio caminaron silenciosas todo a lo largo de los jardines fragantes.
Iban las unas en pos de las otras, atentas únicamente a las tenues llamas que
oscilaban en las lámparas de oro cincelado, que tenían la forma de tórtolas.
Las ligeras vestiduras mecidas al andar, deshojaban los rosales que florecían
en los linderos, y la onda de perfumes desbordaba de los jardines sobre el camino
como el cécubo desborda de las luengas copas sobre la mesa del festín.
Cinco de aquellas vírgenes iban delante, porque era más ligero su paso,
Maheleth, Jezabel, Idida, Thamar y Azuba. Cuatro llevaban únicamente la lámpara
encendida, pero Jezabel, la que tenía sus cabellos de púrpura, a más de la
lámpara llevaba un salterio…
Las otras cinco caminaban más lentamente, un poco fatigadas, porque al
peso de las lámparas se unía el de unos vasos que llevaban llenos del más puro
aceite de oliva, para alimentar la luz. Eran las vírgenes prudentes, y se llamaban
Gomer, Hodes, Orpha, Atara y Jerusa.
Como temieran quedarse demasiado atrás, dieron voces llamando a las
cinco compañeras que se habían adelantado; y todas cinco al oírlas se
detuvieron, riendo, con sonoras risas, que derramaban en torno grata frescura,
como el primer ruido de la lluvia que hiere los verdes y abundantes follajes,
en calurosa siesta.
Gomer, sintiendo en su corazón el encanto juvenil de aquellas risas,
dijo a sus compañeras:
–¿Por qué llevar estos vasos que nos fatigan? ¿No sería mejor ir a la
fiesta sin esta carga? Aquellas caminan más ligeras; se mostrarán al esposo
antes que nosotras, y tendrán mejor sitio en el banquete, y dijo Orpha, mirando
a la luz, que temblaba entre las dos alas de la tórtola de oro.
–Ved que todavía no es de noche, y que el aceite de oliva se consume
rápidamente.
Pero las locas reían; y de tiempo en tiempo se mezclaba a sus risas
argentinas una nota del salterio herido al azar, en los juegos, donde los
cuerpos aparecían divinamente armónicos como si el crepúsculo fuese la deseada
vestidura de la juventud y de la gracia.
Y Jezabel aquella que ostentaba los cabellos teñidos de púrpura, dijo:
–¿Oísteis la voz de Atara? ¿Oísteis la voz de Hodes? Dicen que las esperemos.
Y Thamar, que tenía los labios como los granos del racimo, donde el sol
encierra sus ardores, dijo:
–Detengámonos aquí bajo los granados, el fruto está maduro y las ramas
cargadas como jamás las he visto.
Y Maheleth, la perfumada de nardo, suspendiendo su lámpara de una rama
dijo:
–He aquí una granada que ríe con todos sus dientes bermejos.
Y entonces Idida y Jezabel y Thamar y Azuba, también colgaron sus
lámparas de las ramas, y se dispusieron a recoger los frutos. Y sus manos
blancas, ávidas y ligeras esclarecían entre el follaje, y semejaban alas palpitantes
en rededor de nidos nuevos. Mas como la alegría del pillaje las condujera al
extremo de coger demasiados frutos, Idida dijo:
–Ved que no tendremos donde llevar tanta carga.
Y Thamar contestó recogiendo sus vestiduras bordadas como las de una reina:
–Yo las llevaré en mi túnica, y te daré mi lámpara.
Y su túnica se llenó con el fruto de los granados. Y tuvo dos lámparas
Idida.
A este tiempo, llegaron las vírgenes prudentes y contemplando asustadas
tal pillaje dijeron:
–¡Que habéis hecho! ¿No teméis la cólera del dueño si os sorprende?
Y las otras burláronse de ellas, y sin cesar de reír, se dirigieron hacia
el bosque de cipreses. Y Thamar iba delante con la túnica llena de frutos
deliciosos.
Llegadas al lindar del bosque hicieron alto, y miraron hacia las
colinas por donde el esposo debía venir con su cortejo de músicos. Y nadie
aparecía, ni se escuchaba rumor alguno. Entonces miraron por entre los cipreses
venerables, como por una sucesión de pórticos y descubrieron a lo lejos la
morada deslumbrante como la nieve de las cumbres, y abierta sobre sus goznes de
oro, la espléndida puerta de cedro, que conducía al cenáculo de estío donde el
banquete nupcial se hallaba dispuesto.
Gomer dijo depositando al pie de un ciprés su vaso lleno de aceite:
–El esposo se ha retrasado. Es preciso esperar.
Jezabel dijo:
–Sentémonos, aquí al borde del camino. Al verle de lejos; iremos a su
encuentro danzando alegremente.
Y todas ellas se sentaron en aquel paraje, menos Thamar, que fue de una
en otra ofreciendo sus granadas.
Pero las prudentes rehusaron, porque ellas deseaban guardar sus labios
para los sabores del banquete nupcial; y mudas, sentadas en actitud recogida,
teniendo cerca la lámpara y el vaso; la sien reclinada en la palma de la mano,
y el codo en la rodilla, avizoraban con ojos ardientes la llegada del esposo. Y
el alineamento de las colinas azules, en el silencio del horizonte, tenían la
dulce sinuosidad de aquellas bocas mudas.
Thamar dijo, abriendo la más rica de las granadas con el gesto, que hubiera
abierta un cofre asirio lleno de pedrería:
–¡Alabemos al Señor que nos concede este fruto, el más bello entre
todos los que engendra la feracidad de la tierra! ¡Alabemos al Señor que así
nos testifica su grandeza!
Azuba dijo:
–Es el fruto elegido por el Señor en su morada. Para adornar el templo,
el rey Salomón hizo labrar a Huran cuatrocientas granadas de oro, las cuales
fueron puestas en los capiteles que sostienen las columnas.
Idida dijo:
–Y el rey Salomón, todavía hizo a Hurán que labrase otras cien para
adornar el tabernáculo.
Maheleth dijo:
–Y el rey Salomón cuando celebra las excelencias de la esposa, compara
el color de sus mejillas al de la granada.
Y Jezabel con los dedos teñidos por el rosado zumo tocaba el salterio.
Y sus cuatro compañeras, con las mieles del fruto en los labios, entonaban
loores al Señor Dios de Israel.
Y su cántico era de esta suerte:
I.¡Oh! Señor, recibe la ofrenda voluntaria de mi boca, que se deleita
con tu obra.
II. Bello es Señor este testimonio de tu poder, y tú lo depositas en
mis manos para mi alegría.
III. Exalta ¡oh alma mía! la benignidad del Señor que así pone dulzores
en tu lengua.
III. De una flor roja, crea el fruto del granado a semejanza del
santuario.
IV. Y divide su interior en dos recintos, como el velo de púrpura bordado
de querubes, divide el santuario.
V. Y en uno y en otro recinto hizo tantos camarines como sierpes hay en
torno de su morada amenazando de muerte a los impíos.
VI. Y tantos como cofres dispuestos para recibir las ofrendas en la
corte de Israel.
VII. Y fue su voluntad, que tuviesen un mismo nombre el lugar sagrado y
el fruto hermético.
VIII. Y prodigó su magnificencia en una y en otra arquitectura.
IX. ¡Oh! Alma mía, exalta al Señor que formó tal maravilla para tus
ojos, para tu boca y para tus manos.
X. En la corte de Israel yo cumpliré mis votos, no con sedas, ni con
palomas, ni con perfumes, sino con fruto de mis granados.
De esta suerte cantaron aquellas vírgenes locas. Y las palomas
familiares que dormían en los cipreses, despertáronse a este canto insólito; y
un estremecimiento de alas agitó el negro follaje de los árboles, sobre la
cabeza de las vírgenes prudentes, sentadas al pie.
En el dulce silencio que siguió al cántico, Hodes levantándose celerosa
dijo:
–¡He aquí al esposo que llega!
Al oírla, todas asieron sus lámparas, y se levantaron mirando hacia las
colinas. Pero por aquel lado no se veía a nadie, ni se escuchaba el más leve
rumor.
Thamas dijo riendo:
–Tú sueñas Hodes. Sí, el ensueño pasa sobre tus pupilas, duerme Hodes,
duerme.
Y todas ellas volvieron a sentarse; y en la larga espera, miraban las
constelaciones que resplandecían en el azul profundo.
Y aquella inmensa palpitación lúcida del firmamento, parecía guardar un
ritmo misterioso con la secreta palpitación de las vidas. La molicie nocturna
ondulaba en el silencio, como un largo perezoso de flores impalpables. Los
cipreses augustos, poblados de palomas, dejaban caer desde sud cimas, velos de tiemblas,
más delicados que las túnicas paganas de Coos. Los estremecimientos de alas y
los arrullos interrumpidos eran como el ruido dulce de las ánforas que rebosan
en la fuente cercada de laureles.
Jezabel, apoya la frente en el salterio de marfil, y murmura vagas
palabras. Su rostro que el sueño enlanguidece, queda oculto en la púrpura
sedosa de los cabellos. La lámpara posada a sus pies, recorre con una danza de
reflejos los bordados de las sandalias, la pedrería del cinturón, las cuerdas
del salterio. Y como el rocío destila de una rosa, de su boca entreabierta destilaba
la dulzura del sueño. Luego, todas ellas, una tras otra, se durmieron como
Jezabel. Primero su respiración fue suspirante, después igual, tranquila, lenta
con la mesura de los antiguos cánticos.
Sobre los rostros, se extendía el misterio de las regiones lejanas a
donde las almas armoniosas son conducidas para los ensueños. Y los labios de aquellas
vírgenes, parecían besados por un amor invisible, en el fondo encantado de
grandes lagos inmóviles. Las lámparas ardían a su pies iluminando la bordada sombra
de los ropajes; las coronas inextinguibles de los astros ardían sobre la cima
de los cipreses negros. El tiempo pasaba. Y al mediar la noche,
inesperadamente, se oyeron clamores que decían:
–He aquí al esposo, que se acerca; id a su encuentro. Y entonces todas
las vírgenes abrieron los ojos estremecidas, y se inclinaron para tomar las
lámparas, y se pusieron a reanimar las tenues llamas que se extinguían.
Thamar dijo:
–Mi lámpara se apaga.
Y Maheleth:
–Mi lámpara ya no arde.
Y Azuba:
–Ya no queda en la mía ni una gota de aceite.
Idida y Jezabel, dijeron lo mismo, y todas ellas se dolían porque ya
escuchaban cercano el son de las músicas.
En tanto las otras, alegres y ligeras, vertían en las lámparas el
aceite que llevaran en los vasos. Y las vírgenes locas dijeron a las vírgenes
prudentes:
–Dadnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan.
Y las vírgenes prudentes respondieron:
–Id corriendo a casa de los mercaderes, y compradles. El que nosotras
llevamos, quizás no llegue para todas.
Azuba, dijo:
–Es la media noche. ¿Dónde buscar a los mercaderes?
Pero las prudentes, sin responder, se adelantaron al encuentro del
Esposo, que llegaba seguido de su cortejo.
Idida, dijo a sus compañeras, viéndolas ocultarse en la sombra con las lámparas
apagadas:
–¿Qué haremos nosotras?
Y pasó el esposo, la faz cubierta por un velo de Asiria, a través del
cual brillaban sus ojos como carbunclos engastados en joyel de oro; y con el esposo
pasaron las músicas y las antorchas, y las ramas de mirto y las palmas y los
aromas. Y todo el cortejo desfiló por el bosque de cipreses hacia la morada,
resplandeciente como la nieve de la cumbre; y se dirigieron a la puerta de
cedro y goznes de oro que conducía al cenáculo de estío donde el banquete
nupcial se hallaba dispuesto. Y entró el cortejo; y rodeando al esposo iban
aquellas cinco vírgenes que conservaran encendidas sus lámparas y todo lo
vieron retiradas en la sombra Idida y Maheleth y Jezabel y Azuiba.
Idida dijo:
–¿Qué haremos nosotras?
Thamar dijo:
–Acerquémonos a la puerta, y llamemos para que nos sea abierta. Hartas
luces hay en el banquete, y no será menester que ardan nuestras lámparas.
Y se adelantó por el bosque de cipreses, que parecía poblado de un
estremecimiento de alas.
Jezabel, la que ostentaba los cabellos de púrpura, la que pulsaba el
salterio, dijo entonces:
–¡Ved! En esta noche, hasta las palomas se embriagan de amor.
Y Maheleth, perfumada de nardo, suspiró pensando en el amado de su
alma.
Y llegaron ante la puerta, que era espléndida, toda de cedro, sobre
goznes de oro. Y llamando con las lámparas apagadas, gritaron a un tiempo:
–¡Señor, señor, ábrenos!
Y callaron, atentas al rumor de unos pasos que se acercaban de dentro;
y luego repitieron todas juntas este grito:
–¡Señor, Señor, ábrenos!
Y el Señor respondió:
–Yo no os conozco.
Y las vírgenes suplicaron:
–¡Ábrenos, Señor!
Y el Señor, respondió:
–En verdad os digo que no os conozco.
Y oyeron los pasos que se alejaban. Y a través del bosque sonoro la
alegría confusa del banquete; y pusieron
atención por entender las voces de sus cinco compañeras.
Idida dijo:
–¿Qué sitio tendrán ellas en el banquete?
Y Thamar:
–Cualquiera que sea, nunca sabrán lo que vale la alegría.
Y Azuba:
–Sobrábales aceites para sus lámparas
para las nuestras, y no han querido partirlo.
Y Meheleth:
–¿Vamos a permanecer aquí ante la puerta?
Y Jezabel:
–Cantaremos de nuevo, para volver a soñar bajo las estrellas. La noche
es breve y las colinas palidecen porque han sentido el aliento del alba.
Y pulsó el salterio, y sus compañeras la rodearon cantando asidas de
las manos; y en corona armoniosa se adelantaron por el bosque de cipreses, sin
volver los ojos a la puerta de cedro y goznes de oro, cerrada para ellas; y si
algo lamentaron, fue solamente que sus lámparas, no pudiesen convertirse en
sistros sonoros.
De esta suerte, tornaron al lugar donde antes se durmieran, y se
tendieron sobre la tierra florida. Y las unas reposaban su cabeza sobre el
pecho de las otras, buscando la actitud más propicia para reanudar el hilo de
los ensueños, Y las almas eran semejantes a los tejedores que habiendo interrumpido
su tarea, vuelven a ella y recogen la lanzadera acostumbrada a cantar, como la
golondrina entre el lino.
Jezabel dijo, al mismo tiempo que cubría el pecho de Thamar, con la
púrpura de sus cabellera:
–¡Oh! Thamar, como embalsama tu pecho.
Y Thamar que llevaba entre sus senos una bolsa de mirra suspiró
pensando en el Amado.
Y después de algún tiempo las almas virginales comenzaron a tejer los
bellos ensueños.
Thamar fue la primera en despertarse; soñara que el amado la sostenía y
que le daba los besos de su boca, más dulces que el vino. Se incorporó estremecida,
y Jezabel también se levantó, y todas se levantaron del sueño como de un bien
hacia otro bien. Y la fuerza de la vida, como la luz en el agua de un surtidor,
palpitaba con palpitación sin nombre, en la turgencia de las formas gráciles, y
las vestiduras sobre los cuerpos juveniles, eran como la miel sobre la almendra
blanca y lechosa que debe saborearse desnuda.
Y Thamar exclamó, adelantándose hacia las colinas.
–El Sol se levanta; salgamos a su centro.
Y huyeron, con las palmas de la umbría de cipreses hacia las colinas; y
cinco vírgenes se volvió para mirar si relucía a lo lejos la puerta de cedro y
goznes de oro, porque todas habían olvidado el banquete.
Y Jezabel la que ostentaba los cabellos de púrpura, dijo, levantando su
salterio:
–Sigamos adelante, y saludemos al Sol con un cántico.
Y pulsó las cuerdas; y sus compañeras, la rodearon asidas de las manos,
entonando un nuevo cántico.-
Y cada una, miraba con el deseo secreto de ver aparecer de improviso en
la alegría de la luz, al mancebo blanco y bermejo elegido entre diez mil.
GABRIEL D’ANNUNZIO
La Vida Literaria. nº 1. Madrid. 7 de enero de 1899.
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