I
La sala del teatro ofrecía un
conjunto verdaderamente deslumbrador.
Todo cuanto hay de bello y
elegante en aquella sociedad – que diría un gacetillero al uso – se había dado
cita allí aquella noche.
Damas elegantísimas que aumentaban
el brillo de sus encantos con el de ricas joyas; pollos ridículamente
afeminados trascendiendo a opopánax, verdaderos muebles inútiles en el mundo;
vejetes de luciente calva y abultado abdomen y militaritos de naciente bigote
que hacían vanidosa ostentación de sus brillantes uniformes, constituían la
plana mayor del público.
Venus y Marte, la literatura y la
banca, la música y la política, tenían numerosos representantes en aquella masa
de gente.
El primer acto, que finalizaba, se
vio interrumpido por un prolongado ¡¡ah!! de admiración.
Los mismos actores suspendieron inconscientes
la representación unos instantes para mirar al primer proscenio de la derecha.
Una mujer preciosa, especie de
Ophelia a la moderna, se despojaba en aquel momento de su magnífico abrigo de
pieles y tomaba asiento en el palco, después de alisar con encantadora
coquetería, sus cabellos.
–¿Qué os parece hoy la dama
blanca, general? – preguntaba un estucado y teñido Matusalén, que se revolvía
furiosamente en su butaca.
–¡Deliciosa, querido, deliciosa!–
contentó el deteriorado Marte. – Os garantizo que aún hacía una locura en su
obsequio.
Un señor pálido, que lucía una
condecoración extranjera en el ojal del frac, se decía, mirando al palco objeto
de la curiosidad de todos:
–Sería casualidad… Y sin embargo,
esa es su cara. Juraría que es ella…
Luego interrogó a su vecino de la
izquierda.
–Perdonad, señor; pero creo
haberos oído decir que esa joven es…
–¡Cómo! ¿No la conocéis? – se
apresuró a contestar el hablador vejete, –¡Marinón!... ¡La dama blanca! Ved su
traje. Blanco como siempre. ¡Oh! Y la verdad es que ese color le está
perfectamente. A él debe tan caprichoso denominativo. Todo París la conoce. Es…
la última nota galante…
–Gracias.
Sus ojos siguieron fijos en la
hermosa rubia y dejó que sus pensamientos volaran a los primeros tiempos de su
juventud.
En su historia había una jovencita
que se parecía a aquella mujer, como se parecen dos gotas de agua.
Fue un amor relámpago del que
conservaba muy buenos recuerdos.
Apenas se conocieron los separó
una casualidad. A no ser esto, ¡quién sabe como hubiera acabado el noviaje!...
Tal vez con la bendición de un sacerdote…
Pero el hecho fue que nadie la vio
más.
Los aplausos que se tributaban al
actor le distrajeron de sus reflexiones, y cuando, terminado el acto, volvió a
dirigir hacia Marinón sus ojos, se encontró con los de ella que le miraba
fijamente, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa.
Esto aclaró sus últimas dudas.
Marión era ella.
II
–… Ya lo sabes todo. Entonces
apenas me di cuenta de mi caída; hoy, con más experiencia de las cosas,
comprendo que fatalmente tenía que suceder.
¿Qué hace una chiquilla sola?
Se puede resistir un año, dos,
tres, si quieres; pero créeme que sucede al fin.
¡Oh! Y esa misma gente que predica
moral es la primera que justifica nuestras faltas.
Ayer se miraba con olímpico
desprecio, como si fuese un crimen comer miserablemente y cubrirme con un pobre
vestido. Hoy, por el contrario, se ocupa de mí con admiración. Ya lo has visto
antes. Y es que me sobra el dinero, y con eso se hace respetar todo. ¡Hasta la
impureza!
A él le sonaban estas palabras muy
tristemente, pero veía en ellas un fondo de verdad.
Ella seguía diciendo:
–Ya verás mi hotel; porque ahora supongo
que seguiremos viéndonos.
Hay allí verdaderos objetos de
arte.
¡Ah! Pero me respetarás ciertas
horas… Mira, de dos a siete te concederé un rato de conversación, siempre que
te plazca. ¿Cuándo vas a ir? Quiero saberlo con seguridad para esperarte.
Entonces él se aproximó más a
Marinón y, después de mirarla atentamente le tomó una mano y dijo, vacilando
como el que teme decir una tontería.
–Oye; no sé lo que vas a pensar,
pero no te visitaré porque… mira, ríete de mí si quieres, pero prefiero
conservar tu recuerdo puro en mi alma.
CÉSAR
PUEYO.
(Diario
de Pontevedra, 20 de diciembre de 1897)
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