LUISA, veintidós años. – ISABEL, Treinta.
Luisa.– ¿De compras?
Isabel.– Sí. El pan nuestro de cada día: el pan que traen los hijos
debajo del brazo, según dicen… Un vestido para el ama. A ver, ¿qué te parece?
Mira…
L.– Muy bueno, ya lo creo… Es un merino riquísimo… doble de ancho… ¿La
vistes de pasiega?
I.– Sí, entró con esa condición. Es vizcaína, pero como el traje de
pasiega es más caro… Hay que agradecer que no sea moda vestirlas de sultanas…
Pues lo de menos es la tela, luego eche usted botones y collares… ¡Y comer!
L.–Sí, no me digas. Yo lo veo en casa de mi hermana. Por eso yo haré
todo lo posible por criar a mi hijo, y mi pena mayor sería no poder criar.
I.– Sí, es una pena… Yo crié al primero y empecé a criar al segundo…
L.– Y de seguro has sentido no criar a este…
I.– Sí, lo he sentido; pero sintiéndolo y todo, te aconsejo que no
críes.
L.– ¡No me digas! Soy fuerte, no creo que me perjudique.
I.– La salud es lo de menos. Nunca me he encontrado mejor que cuando
criaba.
L.– ¿Entonces? ¿Qué es mucha sujeción, que por fuerza ha de privarse
una de teatros, de diversiones? ¡Si vieras qué poco me importa!
L.– Explícate.
I. Mira: cuando yo criaba a mis hijos y con una niñerita modesta que
los llevaba en brazos, salía con ellos a paseo, al pasar entre dos filas de
nodrizas, insultantes de lujo, recargadas con galones de oro y cadenas de
planta; al considerarme objeto de sus burlas groseras, despique del despecho, porque
yo era para ellas una emancipada de su tiranía insufrible… ¡si vieras qué
orgullosa me sentía! ¡Única madre en aquella huelga de madres! No comprendía
como por comodidad o por lujo, hubiera mujeres que se resistieran a cumplir
deber tan bien recompensado con solo cumplirlo…. Ahora lo comprendo… Yo cumplía
con los deberes de la maternidad, pero… huelga de madres o huelga de esposas,
he aquí el problema. ¿Has comprendido?
L.– Comprendo que si tú cumplías con tu deber, alguien faltaba al suyo…
¡Pero es infame!...
I.– Eso dije yo, infame, porque entonces nos han engañado… ¡La santa
maternidad! Y mientras tú aceptas sus deberes como un sacerdocio, tu marido…
L.– ¡Ay! En ese sacerdocio tu marido no puede decir misa, ni siquiera
ayudar a ella.
I.– Pero a lo menos podía oírla con respeto. ¿Qué dirían los hombres si
en una enfermedad, en una ausencia suya, siguiéramos su ejemplo?
L.– A ellos todo les disculpa.
I.– Tienes razón, todo… Yo quise separarme de él para siempre, y todo
el mundo se burló de mí. ¡Separarme por una pequeñez!... ¡Por lo más natural
del mundo!... ¡Por un pecadillo que todos los maridos cometen y todas las
mujeres toleran!.... Mi familia estaba escandalizada: mi madre misma; el
antiguo médico de casa se hartó de llamarme ignorante, porque no me conformaba
con lo que, según él, era ley de la Naturaleza… ¿Qué más? El confesor sólo pudo
decirme: ¿Qué quieres, hija mía? Si tu esposo vinera por aquí, yo le diría más
de cuatro cosas; a ti, solo debo decirte que perdones… ¡Ah! Nos engañan
miserablemente… Antes de casarnos debían enseñarnos esas leyes naturales de que
hablaba el doctor, y al casarnos, debían leer dos epístolas diferentes: una para
los hombres, otra para nosotras, ya que no reza la misma con ellos que con
nosotras…
L.– ¡Vaya, cálmate! Ya sabes a qué atenerte… y yo también.
I.– Ya lo sabes. No críes a tus hijos. Una ama no puede robarte su
cariño; cualquier mujer puede robarte el cariño de tu esposo. Que no quede por
ti… Los hombres lo quieren. ¡Huelga de madres!
JACINTO BENAVENTE
Vida galante. nº 2. Barcelona, 11 de noviembre de 1898