I
En aquel poético rinconcito de Asturias la existencia de Dionisia se
deslizaba tranquilamente. Entonces sumaba diez años, era hija primogénita y no
frecuentaba más sociedad que la de sus padres, ni conocía otro horizonte que el
limitado por los encinares vecinos y el que allá, muy lejos, recortaban sobre
una línea gris, el cielo y el mar.
La vida laboriosa del cortijo empezaba con las primeras claridades del
amanecer, mucho antes de que el disco sangriento del sol asomase en el
horizonte. La madre de Dionisia empezaba a barrer la casa y luego salía al
corral a echarles al os borriquillos el último pienso y a dar de comer a las
gallinas; y entre tanto Juan y Domingo, dos rapaces e ocho y nueve años
respectivamente, obedeciendo las órdenes paternales, se iban al campo o bajaban
a la playa a repasar los nudos de la red o a componer las velas rotas.
Dionisia estaba encargada de guardar los cerdos que constituían la
principal riqueza del cortijillo; y era aquella una ocupación que no exigía
esfuerzo y que se conformaba perfectamente con su temperamento perezoso.
Dionisia tenía la color bronceada, la boca grande, las facciones
correctas, los ojos grandes y reflexivos, y este carácter taciturno de los
pastores que siempre están solos. Sentada al pie de un árbol, la niña pasaba
las horas calurosas de la siesta sumida en un dulce ensimismamiento, con las
manos cruzadas sobre la falda y los ojos fijos. Su cerebro, sin embargo, no
estaba inactivo: viviendo en medio de la naturaleza, tenía a la vista
continuamente el libro siempre abierto de la vida; sin procurarlo observaba
como se perseguían los cerdos encelados,
el ardor de las palomas lascivas, la sumisión con que las gallinas se
doblegaban al capricho del gallo altanero, que las sujetaba despóticamente por
la cresta, el amoroso piar de los pajarillos que fabricaban sus nidos en el
tronco de las viejas encinas, y el ardor con que los insectos se buscaban entre
la hierba, bajo los rayos abrasadores del sol… Todo aquello lo escudriñaba con
interés creciente: su despierta imaginación comprendía que en todos los animales,
en las mismas plantas que despiertan a la vida con los primeros calores de la
primavera, había un sentimiento unánime, una pasión común a todos, a la flor
que entreabre sus pétalos y a las palomas que se arrullan… Y ella misma empezó
a sentir en su carne un extraño desasosiego cuyo origen no podía descubrir su
salvaje candor de niña impúber.
Pero pasó el tiempo y con los años llegó la pubertad, y entonces
Dionisia, que ya había leído muchas historia s de amor, comprendió la
naturaleza de ese sentimiento carnal, de esa conmoción eléctrica que desquicia
al mundo.
Desde aquel momento y sin que hubiese mediado otra explicación,
Dionisia tuvo barruntos de que había pueblos y horizontes que ella no conocía,
y con una madurez impropia de su poca edad, se lamentaba de vivir sola,
encerrada entre aquellos cerros, perdida para el mundo, como una religiosa en
su celda; y Dionisia, que ya sabía lo que los hombres llaman una mujer hermosa,
se dio a estudiar en los libidinosos arrebatos de los animales que custodiaba,
las explosiones de aquel fuego que ella misma sentía germinar en sus profundos.
Aquello era una iniciación inconsciente en los deleites del amor; el
vicio, la orgía, que la seducían llamándola por las cien mil lenguas que tiene el
pecado… Y, mientras sentada al pie de un árbol veía como los verracos encelados
persiguen a sus hembras, la guardadora de cerdos, pensaba:
–Sí, debe ser muy dulce, eso
de rendirse…
II
Han pasado mucho años, más de veinte, y la Dionisia que guardaba cerdos
en un ignorado rinconcito de Asturias, hoy es una hetera de elevadísimo rango,
una reina del buen gusto, célebre por su hermosura, por su riqueza… ¡casi una
gran señora!...
¿Cómo?
Sus padres la enviaron a Oviedo, al servicio de una familia acomodada:
allí conoció al señorito caprichoso que, a trueque de su virginidad, había de
abrirle las puertas del gran mundo, y enseñarla el medio de poner a su belleza
alta y nobilísima tarifa. Tratándole aprendió Dionisia esos arrebatos y esas
languideces que tanto gustan a los hombres, y supo los recursos de que había de
servirse para ser elegante y pasar por discreta. La joven era mujer dotada de
milagrosas facultades: bonita, descocada, graciosa, con buena voz y felicísima
memoria, y no tardó en aprender chascarrillos, canciones y esas variadas
quisicosas que tanto se estiman en los salones mundanos… Y prosperó, prosperó
mucho, ganando rápidamente en prestigio, gentileza y posición.
Después, buscando campo más vasto para sus ambiciones, se trasladó a
Madrid, presentándose ante el gran mundo bajo el pseudónimo de Leonor del
Encinar.
La fortuna ha colocado a Leonor del Encinar sobre las demás cortesanas,
sus rivales. El suicidio de un estudiante que se encaprichó por ella y que no
pudo merecer ningún favor de la terrible mujer que tantas mercedes prodigaba, y
el desafío de dos linajudos personajes, nobles de abolengo y senadores por
añadidura, comenzaron su reputación. Un francés millonario, la compró un hotel
y coches; se la veía en el Hipódromo, en los palcos del Teatro Real; dio reuniones,
jugó a la Bolsa, ganó y los periódicos hablaron de ella. Después un fotógrafo
quiso retratarla en diversas actitudes y trajes, accedió Leonor a su pretensión
viendo en ello un poderosos reclamo hecho a su fama de mujer bonita; aquellas
fotografías fueron reproducidas por varias revistas ilustradas y por todas
partes abundaron retratos de Leonor del Encinar en traje de ciclista, vestida
de niña o saliendo del baño…
El francés millonario que tanto contribuyó a su popularidad y
entronizamiento quiso llevarla a París, y Dionisia consintió, mas antes fue a
despedirse del pueblecito en que nació. Su padre había muerto, pero sus
hermanos y su madre la esperaban aún. Fue aquella una impresión brutal, intensísima,
que arrasó sus ojos en lágrimas. La vieja casuca con techo de pizarra, el
corral, la noria, los bosques vecinos, el arroyuelo que ella cruzaba desnuda de
pie y pierna cuando era guardiana de cerdos, hata el lanchón en que suk padre
la llevó embarcada algunas veces, ¡todo estaba igual!...
Dionisia permaneció allí varios días, hasta que empezaron a serle
insoportables la dureza del lecho y la plebeya calidad y sazón de los
alimentos: aquellos individuos que tanto la querían ya no eran de su clase,
aquel mundo no era el suyo, y entonces se despidió del pueblo para no volver.
Leonor no se ha arrepentido aún de las escandalosas liviandades de su
disipada juventud, ni piensa poner a su historia ese epílogo de mortificación y
arrepentimiento con que concluyen todas las novelas románticas, y se ha
limitado a señalarle a su familia una respetable pensión y a sufragar los
gastos que origine la construcción de una capilla que en la iglesia de su
pueblo edifican en honor de Sta. Dionisia.
Ahora está en el apogeo de su juventud, de su hermosura y de su
esplendor. El otoño lo pasa en París, el invierno en Roma, el verano en Dieppe.
Vive en la avenida de Wagram, cerca del Arco del Triunfo, en un magnífico hotel
que todos sus amantes han pagado. Se levanta tarde, lee los periódicos de la
mañana, buscando ávidamente entre los ecos del gran mundo todo lo que de ella
se dice. Enseguida entra en el cuarto de baño y su doncella la lava, la
perfuma, la acaricia frotándola el cuerpo con suaves pomadas que dan frescura y
colorido a la piel, y luego se viste un traje de seda para esperar la visita de
los íntimos, que nunca faltan.
Por Leonor se han arruinado muchos, algunos han muerto, y el escándalo
de sus desenfrenos ha llegado al seno de los hogares provincianos, pero nadie
la censura, es una estrella que todavía no ha tenido ningún eclipse. Una tarde
sus caballos atropellaron aun niño y no hubo ningún guardia que se atreviese a
detener el coche de la célebre cortesana. ¿Por qué?...
Porque Leonor es la mujer de todos, la mujer que entre todos han
enriquecido; aquella para quien no hay hombre antipático, ni anciano
repugnante, ni hombre demasiado niño… La quieren los adolescentes, porque su
candorosa vanidad se siente halagada por la posición de tan rica hetera; la
quieren los viejos libidinosos, porque es mujer perita que sabe reanimar su
fatigada senectud con los quintaesenciados refinamientos del deleite; la
quieren los comerciantes, porque es parroquiana generosa que paga al contado y
sin regateos.
Ella, que es mujer de talento, compara la inocente Dionisia de otros
tiempos con la vengadora de ogaño, y
conoce que esta vale bastante menos que aquella. Esto le ha inspirado un
profundo desprecio hacia la humanidad; ¡qué poco deben de merecer aquellos
grandes banqueros, y aquellos príncipes de la sangre que la cortejan… A todos
esos encopetados caballeros que las modestas burguesas ven pasar encerrados en
la aristocrática tiesura de sus levitas abrochadas, ella les ha visto en su dormitorio,
medio desnudos, y conoce sus defectos, sus ruindades, sus miserias… Y cuando,
por las mañanas, su doncella le presenta las tarjetas de los marqueses y de los
ricos comerciantes que solicitan una entrevista, la gentil cortesana sonríe
desdeñosamente… pensando en los verracos encelados del cortijo… Su estrella no
ha variado. La pobre Dionisia guardaba cerdos; la opulenta Leonor del Encinar…
también: cerdos humanos…
JOAQUÍN SEGURA
La Vida Galante, nº 7. Barcelona
18 de diciembre de 1898.