… Lo sacaron de la abultada
maceta, primorosamente vestido de seda y oro, y envolviendo en arpillera de
burda tela su cepellón terroso y quebradizo, el jardinero se lo llevó a la
finca.
El simpático pino, enanito y
gracioso, tan olvidado, apenas terminó su misión en aquella alborozada rifa de
juguetes, salía muy mustio, y dijérase (al ver su penacho inclinado) que
cabizbajo, de aquel salón brillante en que había sido el soberano de una
poética fiesta de la infancia.
Y llegó al campo, y lo plantó acto
continuo el jardinero entre otros árboles muy secos, y él, arbusto eternamente verde
y frondoso, con sus hojillas ásperas y punzantes, insertas en espiral alrededor
de las ramas y su tronco grueso, recto, con la fortaleza rústica de la tierra
que lo crió ad usum selvaticum, se
dejó colocar allí, asombrado de la brusca transición, más complacido quizá de
aquel ambiente frío del jardín, que de la atmósfera tibia y perfumada de la
tarde de la rifa, y sin acertar a explicarse por qué antes le habían puesto adornos de todo género y tributado homenajes
sin límite, infinidad de niños muy guapos, y ahora, despojado de todo, en parte mutilado, «desarbolado» podría decirse, lo
abandonaban allí, sin una mirada de las incontables y muy lindas que lo «devoraban» en el salón, sin un
elogio de los que a semejanza del cortesano, incienso de la adulación, le
habían envuelto sin cesar en la inolvidable jornada.
No se encontraba bien. Algo, como
contusión de golpes y escozor de heridas, traíale inquieto, «febril», y sus hojas se
estremecían, no tanto por el viento, apenas perceptible, como por el malestar
que sentía. Algo ligero y transparente que cual envoltura de gasas bajaba desde
lo más alto de su tronco, lo deslumbraba con extrañas y refulgentes visualidades
de oro y plata.
Cerca ya del anochecer, un
albaricoquero, contrahecho y giboso, allí
vecino, saludó al recién llegado con aire de zumba, y reparando en los hilillos
de todos colores que le cubrían con espléndida y original guedeja o nimbo de
resplandores, así le dijo, mientras las sombras nocturnas, invadiendo el parque
y aumentado sus «silencios» daban a la escena tonalidades
fantásticas.
–Mucho te habrás divertido, pino
amigo; no todos los árboles tenemos la suerte de que nos elijan para celebrar
la Navidad de los niños ricos; no todos servimos. Vosotros, los afortunados,
podéis así ver y contar una porción de cosas muy bonitas ¿no es verdad?
¡Cuántos corazoncitos de bebé, habrás
hecho latir apresuradamente! ¡Cuántas madres habrán escudriñado entre tus
hojas, los agasajos, pensando: ¡aquel es
el que quisiera para mi niño! ¡Cuánta alegría, qué dulce espiritualidad, y
qué encantadora poseía! ¿verdad? Pues mira: todo eso no ha impedido que un
golpe de tijera mal dirigido, por mano impaciente o torpe, haya roto tu «guía» y… por eso te mandan al
campo; para que te cures si puedes, para que la finca de nuestros amos te sirva
de Sanatorio, y evite que poniéndote
muy pronto amarillo y seco, seguidamente, no sirvas ya para la Noel del año próximo, que celebrarán en
su casa de la ciudad, con la misma fe y alborozo idéntico al de ahora.
Todo eso nos ahorramos los
inútiles, los que no servimos para árboles de Navidad… y ahí me parece verte
otra gran sajadura. ¡Pobrecito! Dudo mucho que te restablezcas y si lo logras, para
tiempo tienes. Acaso transcurra tanto que cuando se te vuelvan a llevar para
agobiarte bajo el peso de mil objetos, y embellecerte, y ponerte luces, y
cintas como esas que deshilachadas ya, más que galas parecen lágrimas o gotas
del helador rocío que de madrugada nos «asesina», acaso, digo,
encuentres trasformados en hombres y mujeres a los niños que ayer, en cuanto te
desnudaron, verías alejarse con zumbar de colmena, y saltar por la escalera abajo,
abrazados a los juguetes, llenándola de alegría y de risas.
Entonces para ellos tu simbolismo
y tus fantásticos prestigios, tu «evocación» y los recuerdos que
despiertas, no tendrán ya el atractivo, la fuerza, el embeleso supremo que ejercieron
sobre aquel minúsculo concurso, que a tu alrededor bailará en pintoresco
tumulto.
…..
El albaricoquero, sabihondo,
acertó en su profecía.
El árbol de Navidad llegó al campo
herido de muerte, y toda la ciencia
del jardinero no fue suficiente a atajar los estragos de una dolencia moral.
Palpitaron las raíces, al
dilatarse en su nuevo y amplio seno de tierra vegetal y de tibio mantillo, pero
la «guía», la pícara «guía» allá en lo alto rota y
doblada, concluyó con el arbolito, que pocos días después – la agonía fue
rápida – se encogió, se «marchitó», se aplastó y apareció
una mañana cadáver, mientras los
hilillos de oro y plata que aún circundaban y salpicaban sus ramas, se habían
agrupado también, como original y espléndido sudario del interesante… muerto.
ENRIQUE
SEPÚLVEDA
(Diario
de Pontevedra 29 de diciembre de 1897)