domingo, 1 de febrero de 2015

EL SACRIFICIO (J. Navarro)

La gente se arremolinaba en la playa comentando el suceso.
¡También era desgraciado! Cuando el viento empezó a bramar y el cielo se tornó de color plomizo, anunciando que el huracán estaba próximo, todas las barcas pudieron hallar abrigo en la ensenada, menos la de Roque.
–Se alejó más que sus compañeros– decían los viejos, – y sin duda le habrá sorprendido la borrasca en alta mar.
¡Pobre Roque! Su pérdida era segura. Era aquella costa un terrible hacinamiento de escollos, que apenas si dejaban paso libre a las barcas para la entrada y salida del pequeño puerto. ¡Y en qué día iba a perder el infeliz la vida! La víspera de su boda con Soledad, la moza más gallarda de toda la ribera de Juncales!
Y si la niña era bocado fino, no se llevaba a un pelagatos, que también Roque por su traza arrogante y su hombría de bien, era el orgullo de la gente marinera y el deseado de todas las muchachas del contorno.
–¡Qué pareja, qué pareja!–decían las comadres, al ver juntos a los novios paseando por las calles del pueblo.
Así estaban de afligidas aquellas buenas gentes con la catástrofe que daban por segura. Eran varios todos los consuelos que en su lenguaje tosco y sentido trataban de prestar a la pobre novia. Cuando ella sintió los rugidos del viento que repercutían en los huecos del acantilado, corrió desolada a la playa y subió a lo alto de una roca, desde donde se descubría toda la extensión del agitado mar. Y allí estaba rodeada de casi todas las mujeres llorando y entregada a la desesperación.
Detrás de la joven, silencioso y contraído el rudo rostro por una expresión de amargo duelo, había un hombre de atléticas formas. Era Pascual, el gigante, como le decían en Juncales; el antiguo novio de Soledad, el que la seguía a todas partes sin despegar los labios y devorándola con los ojos.
Cuando ella un día, cansada de sus modales bruscos y de sus celos impertinentes lo dejó por Roque, el desairado galán no tuvo para Soledad ni una palabra de reproche. Devoró la ofensa haciéndose aún más sombría y dura la expresión de su curtido rostro, pero nada más. Él seguía adorándola; por eso estaba allí; porque conocía el motivo de su dolor, y si su dignidad se lo hubiera permitido, hubiera sido el primero en consolarla.
–¡Voto a un rebenque!– decía a los que estaban cerca. –¿Por qué afligirse de ese modo? ¿Acaso Roque no ha peleado nunca con esa maldita resaca, que ya es nuestra amiga?
Ya vendrá, ya vendrá – decía en voz alta, quizás para que sus palabras llegasen a los oídos de la llorosa joven.
Y en efecto, como evocada al conjuro de su palabra, allá en la cresta de una ola, que parecía tocar al cielo, apareció una mancha negra, que el mar sacudía furiosamente.
–¡La barca, la barca!– se oyó gritar con expresión de júbilo en toda la playa.
Sí, era la barca; ¡pero en qué estado! Un solo hombre había en ella, subido en lo alto del palo y agitando un lienzo, como pidiendo auxilio. La pobre nave con la proa deshecha y casi anegada, flotaba sin gobierno, a merced del huracán.
–¡Hay que salvarla!– decían las mujeres gritando como locas. – Se va a estrellar. ¡Pronto! ¡Un bote!
Nadie se movió; aquellos marineros, curtidos en las luchas con el traidor elemento, sabían que intentar la empresa era correr a la muerte. En vano suplicaba Soledad a unos y a otros que salvaran al elegido de su corazón. Todos bajaban la vista avergonzados, y esquivaban la presencia de la sinventura.
Cuando ya parecía perdida toda esperanza, un hombre se llegó al sitio en que Soledad yacía desplomada. Era Pascual, que con voz ronca la dijo:
–No llores; yo voy a salvarlo. Si el mar me traga, reza por mí y moriré contento.
Y sin una palabra más. Se despojó de la pesada chaqueta que vestía, y saltando sobre las primeras rocas de aquel terrible cinturón de piedra se arrojó al mar.
Un silencio de muerte se extendió por la playa; se diría que la plegaria ferviente de todos los corazones sellaba los labios. La ansiedad era inmensa.
De vez en cuando las olas permitían ver a Pascual luchando bravamente por acercarse a la destrozada barquilla. Todos le vieron llegar: media hora después un clamor de alegría llenó los aires, cuando se vio al gigante que nadando con un brazo arrastraba con el otro el inanimado cuerpo de Roque.
Luego, cuando ya sus pies tocaron el fondo de la ansiada costa, irguió su elevada estatura, y tomando en sus brazos al náufrago, con un supremo y último esfuerzo saltó a la playa.
–Suelta, suelta – dijo a un marinero que quería aliviarlo del peso de su carga.
–Es que traes sangre en la cara.
En efecto; un golpe contra una roca había causado a Pascual una espantosa herida en la frente.
El gigante no hizo la menor demostración de disgusto. Vio adelantarse a Soledad, y satisfecho y sonriente, dejando sobre la playa a Roque, que ya daba señales de vida, empujando suavemente a la muchacha hacia el cuerpo de su novio, murmuró con triste sonrisa:
–¡Ahí lo tienes mujer! ¡Ahí lo tienes!
Y luego, limpiándose con la velluda mano la sangre que le cegaba, añadió con emoción:
–Mañana, cuando le des el primer boso, ya no te acordarás del que le salvó la vida…

J. NAVARRO
(Diario de Pontevedra, 31 de agosto de 1897)