domingo, 1 de febrero de 2015

LA VERDAD (Marchese di Marga)

Un judío iba por el campo entretenido en mirar las yerbecillas de que estaba sembrado. De pronto oyó resonar la tierra bajo sus pasos, y dijo: Este sitio está hueco, y quizá encierre algún tesoro. Si lo encuentro he de hacerme hombre de bien. El judío cayó en tierra e hizo una zanja considerable, pero después de haberse cansado extraordinariamente solo halló la boca de un pozo, que tal vez habría estado cegado durante muchos siglos. Estaba considerando con tristeza el futo de su trabajo, cuando vio salir del pozo una mujer mojada, transida de frío y desnuda; pero como tenía una belleza deslumbradora, el judío la miraba con embriaguez y sin pensar en taparla con su sobrehábito.
–Dime, ¿quién eres y por qué te bañas en este pozo?
La joven contestó:
–Soy la Verdad.
El judío perdió el color y echó a correr con toda rapidez, como si un judío y la Verdad no pudieran estar un momento juntos.
La hermosa mujer, al verse abandonada, se encaminó tranquilamente hacia la ciudad. El ver una mujer que viaja desnuda no parece tan extraño en aquel país (un país muy cálido) como en los climas menos favorecidos por el fuego del sol. Pasaron por su lado poetas, mercaderes, y los hombres de peor especie: los aduladores.
Al verla, decían los poetas: ¡qué flaca está!; los mercaderes, ¡qué tonta es!, los aduladores, ¡qué miedo me inspira!
Un cortesano voluptuoso pasó también por su lado; era un rico hastiado de placeres, a quien solo le quedaban hoy algunos caprichos. Se dignó reparar en que la Verdad tenía el cutis terso y blanco, y con los modos más corteses y bondadosos la hizo montar en su palanquín. Apenas se halló montada la Verdad, cuando vio pasar a la mujer del Emperador, y como era la Verdad, dijo:
–Tiene cara de mala esa mujer.
El cortesano tembló al oír tales palabras, y se creyó perdido, porque había una ley que prohibía hablar mal de la capa de la Emperatriz.
Arrojó a la Verdad del palanquín, diciendo: ¡qué loco he sido al cargar con esta charlatana! Llego la Verdad a la puerta de la ciudad, y le preguntó a un mendigo donde podría pasar la noche. No le hizo caso. Halló un escritor, y éste se la llevó a su casa, figurándose que el hallazgo de joven tan hermosa iba desde luego a determinar su fortuna.
El hombre en cuya casa se había alojado la Verdad escribía un periódico, en el cual leían todas las mañanas los personajes elogios grandes con motivo de sus pequeños actos. Así es que cundo iba a casa de ellos, los criados tenían orden de darle parte del banquete celebrado. La residencia en su casa de la hermosa viajera trastornó mucho los negocios del pobre diablo. Tenía solo el periodista el tiempo suficiente para escribir su boletín de adulaciones,.
La Verdad veía trabajar sin decir una palabra, y después, al menor descuido del mentiroso, se levantaba serena, inexorable, y borraba de un solo golpe todo cuanto el adulador había escrito. El boletín faltó tres días seguidos.
El Visir, picado en estas faltas y sabiendo, además que no había sido recogido por orden de la autoridad, porque estaba siempre libre de este peligro, mandó llamar al periodista, y después de haberle reconvenido duramente, le permitió que se justificara.
Le contó lo sucedido, y el Visir, después de oírlo, lo dejó marchar, no sin dar visibles muestras de contrariedad y de profunda inquietud, porque o tenía que mandar asesinar a la Verdad o esta iría contando tal cual ellos eran, las cosas que había visto y sobre todo, lo que le llenaba de cólera era el conocimiento que la Verdad tenía de las mentiras que se estampaban en el periódico… él era mandado fuera para acrecer la conveniencia de mando y engañar al Emperador.
Se decidió por lo más torpe: a proceder contra Verdad. Mandó sacarla de casa del periodista y matarla seguidamente a palos… y sin ruido. Pero al ir a mandar que su disposición fuera cumplida, cambió de parecer. Hizo que le trajeran inmediatamente a su presencia a la joven. Cuando se halló y se encontró solo en posesión de la Verdad, le dijo a esta que necesitaba saber todo cuanto había de verdades en el ánimo de sus amigos, y que pensaban y deseaban sus enemigos. La Verdad enmudeció porque, según le dijo en su propia cara al Visir, harta le debía decir su conciencia de los que en el fondo pensaban y sentían sus amigos y enemigos: estos te odian y aquellos te explotan, y te insultarán después como te insultaron antes de que fueras Visir.
Llegó el Emperador de paso por el país, y se hospedó en casa del Visir, y este, temiendo que ocurriera algo tremendo, hallándose allí la Verdad, mandó se la diera muerte. Cuatro emires, la colocaron cuidadosamente entre dos enormes cojines de seda, ricamente bordados de oro y muy perfumados, y con las mayores precauciones y delicadez la ahogaron. Después arrojaron el cuerpo inanimado al paraje más hediondo del jardín, hicieron un hoyo y lo llenaron de tierra, colocando encima césped y arbolillos tupidos que cerraran el paso.
Los hombres poderosos de aquel país creen que la Verdad ha muerto… pero se llevan chasco… porque no todos los periodistas son como el que adulaba al Visir y a sus hechuras, y a la Verdad no se le puede ahogar ni entre cojines de seda ni a golpes, porque, cuando menos se la teme, aparece en un periódico o en un libro, hermosa y desnuda, como ella es.

MARCHESE DI MARGA.
(Diario de Pontevedra, 9 de septiembre de 1897)