No soy responsable de que esta verídica historia empiece como otras muchas que os he referido. La comedia humana se reduce a repeticiones inacabables, con sus tres actos reglamentarios, y el telón se levanta para descubrir decoraciones harto conocidas.
Es media noche y estamos en Carcassonne, en casa del Mayor Bellawine, a quien sus compañeros de armas llaman el cocumandan. Su mujer se llama Olimpia y el amante - el mejor amigo de Bellawine - Leopoldo. ¡Qué queréis!... No todos los seductores han de llamarse Arturos...
Vean ahora, amigos míos, a lo que se expone un Mayor de los más simpáticos, por irse a charlar con sus colegas en vez de cuidar el honor del hogar doméstico.
Aquella noche había recepción militar, y las noches de recepción Mr. Bellawine nunca regresaba a su casa antes de las seis de la mañana.
Eran ya las doce y hacía más de dos horas que Olimpia y Leopoldo estaban juntos en la habitación más íntima... De pronto, ¡cric, crac! suena una llave en la cerradura de la puerta y seguidamente resuenan los pasos del Mayor, cuyas espuelas se arrastran bulliciosamente sobre el pavimento.
La fuga era imposible. ¨Todo lo que pudo hacer Leopoldo fue refugiarse en el cuarto de baño, inmediato a la alcoba. En un rincón había un aparato hidroterápico, con su baño de cinc en la parte inferior y un cilindro rodeado por una cortina que permitía disfrutar tranquilamente y sin temor a miradas indiscretas, de los austeros placeres de la ducha. Leopoldo no vaciló, y arrojando su ropa debajo de un sillón entró en el baño, corriendo la cortinilla protectora.
Durante este tiempo Olimpia había apagado la luz, y fingía dormir profundamente.
***
El Mayor Bellawine traía un genio endemoniado. La recepción le costó muy cara; había perido en una hora cinco partidas de dominó. Aquello era inaguantable y por eso volvía tan temprano, bien ajeno de que iba a proporcionar un disgusto mayúsculo a su mujer y a su mejor amigo.
El comandante se desnudó sin decir palabra, arrojó a un rincón sus botas de montar, observó el cielo asomándose a una ventana y entró temblando de frío en el cuarto de baño. Durante algunos momentos miró al aparato hidroterápico, frotándose el cuerpo nerviosamente y con intenciones de darse una ducha para entrar en reacción. Leopoldo estaba yerto de espanto... ¡Oh! ¡Si el Mayor descorre la cortina!... ¡Vano terror! Bellawine se contentó con vaciar cuatro jarros de agua en el receptáculo superior para la ducha matutina. Después se frotó el cuerpo con un ungüento oriental maravilloso que él mismo había traído de África y que servía para quitar el frío, y volviendo a su alcoba se acostó silenciosamente. Minutos después roncaba como un santo, ejecutando una sinfonía magistral.
***
Entretanto, Leopoldo, que ya no podía sostenerse de pie, añadió a las anteriores una nueva imprudencia. Al querer cambiar de actitud apoyó un pequeño resorte y una lluvia fina y helada comenzó a resbalar por su cabeza y sus espaldas. Como la oscuridad era completa no daba con el maldito resorte y el agua seguía cayendo, continua, implacable, a pesar de todos sus esfuerzos. Aquella ducha cruel le hacía dar diente con diente... ¡suplicio abominable que acabaría con el pobre galán si se prolongaba un cuarto de hora! De repente Bellawine se despertó e incorporándose bruscamente en el lecho, gruñó con disgusto:
-¡Voto a mil bombas, y como llueve!
Olimpia no sabía a qué santo encomendarse y engañada también por el ruido, tuvo una inspiración.
-¡Ah, Dios mío! - exclamó; - ¡he dejado las jaulas de los pájaros en medio del jardín!
Ella sabía muy bien que el Mayor doraba a sus pajaritos. Los militares viejos suelen tener esas ternuras.
-Es la primera vez que te olvidas, - murmuró el Mayor. Y saltando del lecho se visitó un pantalón y salió apresuradamente de la habitación.
-Pronto, pronto, sálvate, - dijo Olimpia a Leopoldo entreabriendo la puerta del cuarto de baño.
Leopoldo aprovechó la invitación y salió del baño tiritando y en un estado lastimoso, mientras Olimpia repetía: - ¡Pronto... pronto, por Dios!
Leopoldo se visitó coo pudo y corrió hacia la calle, rápido como una flecha; mientras Olimpia se acostaba diciendo:-¡Salvadle, Dios mío!
Pocos minutos después oyó las voces de dos hombres que subían la escalera, y en ellas reconoció distintamente la voz de su marido y la de Leopoldo.
-¡Por vida del cielo, mi querido Leopoldo! -repetía casi sollozando el excelente Bellawine; - entra, entra... mi mujer te prestará sus auxilios... ¡Dormirás aquí! ¡Diantre, qué desgraciado soy!
Y Bellawine empujaba a Leopoldo hacia la habitación, en tanto que Olimpia procuraba descubrir que podía significar todo aquello.
-Ay, esposa querida; si supieras lo que acabo de hacer!.... ¡Pobre Leopoldo, mi mejor amigo!... Imagínate que bajo al jardín y veo que el tiempo es magnífico. Como yo estaba seguro de haber oído llover, pensé: "¡Vaya, será algún borracho que ha escogido mi puerta para satisfacer una necesidad!"... Y salgo sigilosamente, deslizándome a lo largo de la verja para sorprender al delincuente; en efecto, me aproximo y veo huir a un hombre...
-Era Leopoldo - pensó Olimpia.
-Corro en su persecución - continuó Bellawine; - ya sabes que soy un ciervo!... Le alcanzo y ¡cataplum! del primer puñetazo le hago caer de cabeza en la zanjilla llena de agua que hay junto a la acera... Me acerco más aún... ¡y me encuentro con el pobre Leopoldo, que se retiraba de la recepción!... ¡Ea, ea, levántate y ayudame a hacerle entrar en calor!
Ollimpia obedeció reprimiendo la risa.
-No te consiento que vuelvas a casa, - continuaba diciendo Bellaweine;- ¡vas a coger un catarro! Vaya, a acostarse; aquí está nuestro lecho. Mi mujer y yo dormiremos en las butacas.
Leopoldo tuvo que resignarse. Cuando el Mayor le vio acostado, cogió su gabán y su képis , y se dispuso a salir.
-¿Dónde vas, amigo mio? - le preguntó su mujer.
- Corro en busca de un boticario, - repuso el heroico amigo; -necesito que me indique lo que
debemos hacer para que entre en reacción...
Y salió presuroso, como alma que lleva el Diablo.
***
¡Ceguedad humana! Bellawine estuvo ausente más de un cuarto de hora. Cuando regresó, ya Leopoldo, afortunadamente, no necesitaba de los cuidados del farmacéutico.
La Vida Galante. 27 de noviembre de 1898.
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