viernes, 30 de enero de 2015

LOS ENSUEÑOS (Ramón Trilles)

Tengo por indudable que recordáis a Rebosillo, poeta famoso cuyos versos fueron tan populares como sus extravagancias.
Vivía en penuria tan grande, que una vez, hambriento, desesperado, resolvió matarse.
Mientras discurría el medio de realizar su propósito se le entró por las puertas del cuchitril que habitaba una herencia de regular cuantía, que le hizo olvidar aquella terrible decisión reconciliándole con la vida.
Consistía la herencia en una hermosa quinta con pujos de palacio, ricamente decorada, gran jardín en torno y huerta vecina bien cuidada y muy fértil.
El poeta se instaló en su quinta pensando en vivir del producto de la huerta, en tal paraje delicioso, entre flores y fuentes, compañero de tan amable naturaleza.
Al principio todo fue dicha y contento. Le parecía una gloria aquel rincón de la tierra.
Recorría la margen de la ancha acequia que regaba su campo; se sentaba al pie de los frutales copudos; corría por las sendas de los trigales gozando con que las espigas le azotasen la cara.
Otras veces se internaba en el pinar sombrío, misterioso, lleno de los murmullos del aire y del aroma de los pinos.
Oh, cuánto se acordaba de Lina, la morenucha de su alma, su amor romántico de otros días.
Allí estaba el bosque invitando a citas con luna filtrada.
Pasó mucho tiempo soñando con amores extraordinarios y escogiendo parajes adecuados y amenos.
Cuando se dio cuenta de lo inútil que era aquel escondrijo delicioso sin amada que esconder, se marchó a la ciudad en busca de Lina; pero Lina se había casado prosaicamente, cansada de esperarle.
Volvió al campo dispuesto a cantar en versos cadenciosos aquella amargura inesperada.
Cuando hubo desahogado su corazón, después de largo encierro, salió una tarde al jardín buscando aire puro y encontró segadas las flores, rota la empalizada, mermado el pinar.
En los árboles de la huerta no había frutos y la ancha acequia venía sin caudal, sangrada por los campos vecinos.
Hasta le pareció al Rebosillo que su campo había disminuido en extensión algunos metros. Las sendas limitadoras de su propiedad no estaban, como antes, bordeadas de hierbecillas silvestres ni muy apisonadas por el tránsito.
Sospechó que los pinos se habían convertido en tablas y leña; que los huertos colindantes le robaban cada día, a golpe de azada, un palmo de terreno que su propio colono le hurtaba los frutos y vendía las flores.
Por todo remedio despidió a su colono; y antes que buscar otro que le cultivara la huerta y le cuidase el jardín, s dio a soñar con un servidor perfecto, bajo cuyos cuidados estuviese en seguro su propiedad y diese nuevo y más abundante producto sus tierras y crecieran nuevas frutas.
Daría gozo contemplar aquel suelo fértil sudando riqueza; entonces compraría los campos de entorno, y luego los de allende la acequia, y más tarde los otros, hasta llegar al cerro de enfrente, cuya pelada cumbre de roca viva le serviría de asiento para otear el valle…
Llenaría el jardín de estatuas y de fuentes.
Y a la fin del bosque de pinos construiría una gruta con peñas del cerro, gigantesca y profunda, lugar encantado lleno de sorpresas, luces y maravillas.
Después un estanque inmenso, que pareciese un lago, con su islote en el centro, y kiosco y jardines en el islote.
Pasó tan largo tiempo en estas imaginaciones, que un día en que volvió a la realidad encontró sus boque extinguido, el jardín demediado y el campo chico que apenas le quedaba donde plantar un puñado de trigo.
¡Adiós gruta, lago, fuentes, carro gigante, islote encantado!
Por cada ensueño le habían quitado un pedazo de realidad.
La escasa tierra que le quedaba se había cubierto de maleza.
¡Si al menos aquel manzano enclenque cobrase pujanza con los cuidados!
Limpio de maleza el terreno, regado por el agua de la acequia, el árbol extendería su ramaje y elevaría su tronco.
¡Qué hermoso sería verlo crecer y crecer extraordinariamente, de modo que llegase a muchos metros de altura y la opulenta copa sombrease hasta más allá del miserable campo en que arraigaba.
Sería un manzano gigante digno de un cuento maravilloso.
¿Y por qué había de tener límites su crecimiento?
Más aguas y más cuidados, y el árbol cubriría el palacio y toda aquella campiña.
Frutos de gran tamaño, contados con millones, asomarían entre el ramaje, y aquellos frutos que solicitaría el mundo entero le darían en venta más productos que todas la tierras con que había soñado.
Entonces, como nunca, podría tener el lago, el islote, la gruta, el bosque, el cerro…
Pero los meses pasaron y el manzano había muerto y a Rebosillo no le quedaba ni un palmo de huerta, ni un pino en el pinar, y el jardín era también campo ajeno, y solo dentro de su quinta pisaba terreno propio.
Acosado por la miseria, tuvo que vender su palacio; y cuando lo dejaba para siempre, contemplando para siempre, contemplando por última vez cuanto fue suyo, decía llorando con amargura y rabia.
–Medrad, medrad, canallas. Me habéis robado mientras yo soñaba. Ya sé que en la lucha por la vida soñar no es combatir. Por eso vosotros, lo pequeños, los miserables de espíritu venceréis siempre a los grandes en esa lucha microscópica.

RAMÓN TRILLES.
(Diario de Pontevedra, 9 de julio de 1897)