jueves, 29 de enero de 2015

AMAPOLAS (Darío Valeo)

Diréis que es una puerilidad, pero a mí me encantan las amapolas.
Centinelas avanzados de la estación más hermosa, de la primavera, cuando ellas aparecen tímidamente entre la espesura de los sembrados, a lomos del tapial que circuye las fincas, en la linde de los senderos, sobre los terraplenes de la vía férrea, parece que traen consigo la bendición de ese Ser Supremo que prodiga los frutos y reparte estrellas a los cielos, y aromas a las brisas.
Son el signo de la fecundación universal, porque a la vez que ellas abren sus capullos para recoger en sus ojos todos los amores del sol, florecen los campos y despuntan las espigas; reverdecen los árboles y se transforma en fertilísimo vergel la antes árida llanura. ¡Ah, no sabéis bien cuantas ilusiones renuevan, cuántas lágrimas enjugan, cuantos dolores calman con su aparición!
Si sois novios, si esperáis la primavera para recoger en los labios el primer  beso de la mujer amada, las amapolas, que hasta en el nombre encierran vuestro dulce sentimiento os traerán el día que ha de colmar vuestros deseos, el tiempo en que se cumplan vuestros votos, y con ellos podréis orlar la frente de la pudorosa virgen que os aguarda para unir dos vidas en estrechísimo lazo de flores.
Si esperáis la vuelta del hijo amado, del esposo querido, del padre que pasó lejos de vosotros las tristes veladas invernales, que sufrió lejos de la patria, acaso las desdichas, acaso las persecuciones, acaso las penas, y aguardáis con impaciencia el tiempo primaveral para entregaros a todos los transportes del amor más puro, mas santo, las amapolas servirán de nuncio al que llega y en su corola encontraréis vuestras últimas lágrimas allá cuando el sol despunte entre celajes multicolores.
El enfermo por cuya suerte lloráis va encontrar alivio en las auras primaverales, y este beneficio supremo de la salud os le anuncian igualmente las amapolas cuando abren su rojo seno a las caricias del templado ambiente. ¡Ved, pues, como ellas enjugan en llanto y lloran con vosotros apenas la visita el matinal rocío!
El espectáculo de la naturaleza henchida de vida, pletórica de savia, exuberante de luz, de perfumes, de tonalidades, de armonías, se agranda en el instante en que la roja flor esmalta la pradera. Como la violeta, la amapola es el supremo adorno de la madre tierra: la una la perfuma; la otra la engalana.
¡Guardad eterno reconocimiento a ese coral de nuestros campos, y oíd si no la conocéis la tradición que un hada me contó, en noche de luna, a orillas del bosque!

Poco a poco fue tomando cuerpo el rumor, primero se dijo que Belén era el lugar en donde había nacido el nuevo dios, después se afirmó que una suntuosa cohorte de reyes le había rendido los más altos homenajes; por último, Roma conmovida, atemorizada acaso ante la grandeza del suceso encargó a Herodes que averiguase quien era aquel poderoso en cuyo nacimiento concurrían ya tan extraños y jamás conocidos sucesos; quien era aquel que amenazaba alcanzar algún día mayor culto que los mismos dioses, reformar la sociedad y hacer pedazos los viejos modelos de la cultura pagana, para abolir con la esclavitud del alma la esclavitud del cuerpo, e implantar sobre el Foro romano, en vez del estandarte del déspota, de la tiranía, la salvadora enseña de libertad, de redención y de progreso.
Herodes recorrió las aldeas, envió emisarios, prometió recompensas hasta saber que en la casa de un humilde artesano residía el poderoso a quien la misma Roma tenía miedo:
–¡Es un niño! – exclamó cuando pudo convencerse de la certeza de las noticias; y envuelto en su clámide, rodeado de sus soldados, se acercó a la morada de José y vio a Jesús dormido en humilde cuna de mimbre: ¡bien fácil era acabar con el infante!
La consulta fue a Roma y Roma contestó con un decreto de muerte, pero importaba tener la seguridad de no ser engañados y para ellos, feroces verdugos de la dueña del mundo, inventaron la crueldad de quitar la vida a cuantos niños tuvieron la edad del Misias.
Por entonces cuando la orden llegaba a manos de Herodes, los yermos campos habían empezado a sacudir los sopores del invierno; renacía la vida por todas partes, el sol se elevaba, cada vez más sobre el horizonte de toda la Judea.
Un día, de los más espléndidos de aquella primavera temprana, se oyó el pregón fatal que condenaba a muerte a todos los niños, sin distinción de clases ni categorías. Los verdugos afilaron sus alfanjes; las madres derramaron arroyos de lágrimas; el país entero sufrió horrenda sensación de espanto, de lástima, de ira.
Pero la injusticia se cumplió, las cabecitas de tantos querubines rodaron a millares sobre los prados, sobre los caminos, sobre las piedras de plaza públicos, donde quiera que la soldadesca encontraba un niño de la edad consignada en el edicto de Herodes.
La sangre inocente regó la tierra en grandes espacios; las gotitas rojas esmaltaron los campos, las calles, las plazas, los caminos.
Y al día siguiente de cada gotita brotó una amapola y el viento recogiendo la semilla inundó bien pronto toda la tierra de la flor encarnada.
¡Ahí tenéis la leyenda de las amapolas! Como me la contaron os la cuento.
Y es lo peor que el hada no quiere servirme de testigo en el caso de que dudéis de mi palabra.

DARÍO VALEO
(Diario de Pontevedra, 25 de junio de 1897)

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