domingo, 25 de enero de 2015

EL DESCONOCIDO (Georges Didier)

Como la sombra principiaba a extenderse dulcemente sobre los árboles, la joven resolvió permanecer todavía un poco en aquel hermoso jardín público, tan encantador a esa hora en que los rumores de la calle, los gritos de los niños, la charla de las criadas y niñeras principian a apagarse.
Se sentó, pues, en una silla, bajo un castaño, y se entretuvo en mirar aquella multitud de troncos y de estatuas que se extendía a su alrededor y los dulces reflejos del sol que lentamente descendía anegado de un baño de púrpura.
A medida que iba pensando en la triste habitación a la que tenía que regresar, una gran tristeza comenzó a invadir su ser y soñó en raras aventuras que hubieran podido distraerla, en fiestas, en dejarse ver para que los hombres contemplasen sus ojos, que no ignoraba eran muy bellos.
Con frecuencia pasaban por su lado algunas personas perdidas por el crepúsculo, hombres que apretaban el paso en busca del humeante plato que les esperaba; pálidas obreras que se encaminaban a alguna cita; traviesos chiquillos que iban saltando y que silbaban.
Un hombre pasó varias veces, y la miró con insistencia. A la primera ojeada, ella lo examinó, «encontrándolo bien» con su sombrero flamante, sus botinas charoladas y enguantado.
Esto es lo principal, porque lo demás es secundario.
Aquel hombre pasó, volvió atrás, la examinó de nuevo, y por último, tomando una silla, se sentó muy cerca.
La joven  sintió latir violentamente su corazón, y adivinando algo de grave, algo que de daba a entender que su vida entera dependía de aquel hombre, pensó en su primera comunión, en su madre…, y esperó las primeras palabras del desconocido.
–Señora – dijo él, – nada más dulce que la sombra en que se anegan los árboles. Todos los rumores mueren, y esta melancolía que nos rodea resulta deliciosa.
Ella tuvo un instante de vacilación.
–Caballero – le dijo –, no tengo el honor de conoceros.
–¡Dios mío, señora! – replicó él, – ni yo tampoco sé quien sois, y os aseguro que esta ignorancia en que nos hallamos el uno respecto del otro es preferible para ambos. De este modo, tendremos una soirée doblemente poética, pura, sin ningún detalle banal. Aunque vos os llaméis madame Durand y yo Dionisio, por ejemplo, y nos dijéramos nuestros nombres y todos los menudos detalles de nuestra existencia, la hora a que nos levantamos, los platos que preferimos, el empleo de nuestro tiempo, etc., etc,. ¿qué adelantamos con eso?
–Es cierto – contestó la joven – Las conversaciones son por lo general estúpidas; se habla una porción de vulgaridades.
El desconocido aproximó su silla a la de su vecina, y con voz dulce prosiguió:
–He aquí la luna que se enciende en el fondo de los cielos, y  nosotros, solos en este gran jardín, vamos a poder hablar tranquilamente durante algunos minutos. Después volveremos a nuestros asuntos de familia, a las banales ocupaciones, a las pesadas comidas, a las interminables partidas de cartas; comenzaremos, en fin, nuestra vida de todos los días… Pero durante algún tiempo, guardaremos el recuerdo de esta velada que perfumará nuestra vida.
Se acercó todavía más a su vecina, apoyando uno de sus brazos en el respaldo de la silla que aquella ocupaba.
La joven experimentó un estremecimiento. –Caballero – dijo – yo no debía contestaros, pero me habláis tan dulcemente, que el temor de parecer grosera me obliga a permanecer sentada en lugar de huir. Sin embargo, a mi familia debe inquietarle mi ausencia. Yo misma dudo; no sé si hago bien en permanecer en esta sombra.
–No temáis nada, señora – contestó el desconocido. – No pretendo despoetizar este precioso instante con una caricia robada ni un atrevimiento que os agraviase. Os aseguro que podéis estar tranquila; y, por otra parte, he aquí la luna que ahora nos principia a iluminar de lleno. No se puede pedir más.
Ambos aparecían entonces bañados por una claridad azulada; manchas de luz que arrojaban sobre ellos los rayos de la luna, al filtrarse por entre las hojas de los árboles.
Hablaban, como abstraídos, vaguedades de noches puras y tranquilas pasadas en el campo, de las sencillas creencias de los aldeanos; de las crueles necesidades de la vida. Hablaban sin razonar, pasando de un asunto a otro, por el solo deseo de oír sus respectivas voces.
–Señora – dijo aquél – comienza a hacerse un poco tarde, y no quisiera molestaros ni ser causa de que surgiera un disgusto en vuestro hogar. Vamos a separarnos, pero antes os voy a pedir un favor.
No tengo derecho para pedir. Quisiera únicamente que os quitaseis el guante para contemplar durante algunos segundos vuestra mano.
Ella, sonriendo, le entregó su mano gozando con la conversación de aquel hombre tranquilo, inteligente y nada apasionado ni peligroso. La joven hubiera deseado que aquella velada no tuviera fin.
El desconocido le quitó el guante con cuidado, y a la claridad pura de la luna apareció una mano transparente.
–¡Oh! – exclamó él. – Tenéis una epidermis maravillosa, señora, y vuestra uñas finas y sonrosadas son joyas delicadísimas.
Y luego, apretándole más fuerte la mano, prosiguió:
–¡Ah, coqueta! Os gustan las sortijas, y lleváis los dedos cargados de ellas.
–Son mi pasión –contestó la joven. – No llevo nunca más alhajas que esas; pero en ellas gasto mis economías y las de mi esposo.
–Yo no comprendo ese lujo – contestó él; –  las sortijas molestan en los dedos y forman las puras líneas de la mano.
Permitidme sacarlas un momento para que vea vuestra mano en toda su pureza. Después me marcharé; os lo prometo.
Lentamente, con infinitas precauciones, fue sacando los anillos uno a uno, los hizo brillar un instante a los rayos de la luna, y después muy correcto dijo:
–Señora, tengo el honor de saludaros.
Y se marchó, llevándose las sortijas.

GEORGES DIDIER
(Diario de Pontevedra, 26 de abril de 1897)