martes, 27 de enero de 2015

LA DAMA DEL TRANVÍA (Isidoro Fernández Flórez)

Un coche tranvía estaba dispuesto a partir en la estación del barrio de Salamanca. La primera persona que tomó asiento fue un caballero joven, elegante, de gallarda figura, vestido de americana y hongo; pero bien calzado, con guantes de piel de perro y los puños y el cuello de la camisa tersos y blanquísimos. Sin duda, era un joven de la alta gama.
El mayoral puso la mano en el torno para dar salida al coche, cuando apareció un numeroso grupo de gente
El coche fue invadido, y quedó lleno, colocándose en él todas las mujeres, niñas y niños que formaban parte del gentío. Los hombres, como las mujeres y los niños, vestidos al uso del pueblo, se acomodaron en las plataformas.
El conductor soltó definitivamente el freno y el carruaje partió.
El viaje debió parecer divertido al caballero, que no dejó de observar las caras y de escuchar la conversación de las mujeres que habían entrado. Venían de alguna quinta, de alguna fiesta, y traían grandes ramas de flores, y ramos, y cestos y canastillos vacíos que habían contenido manjares. Los niños tenían todos sus ramas, y como a lo mejor se levantaban y cambiaban de asiento por jugar, parecían arbustos que iban y venían.
Era un espectáculo entretenido que sin embargo, pudo costarle a nuestro joven un ojo, porque uno de los niños, blanco, rubio, rizado, regordete, monísimo, le metió una rama de almendro por las narices.
Los niños chillaban y reían; las mujeres reían y cantaban; todos voceaban a gritos, como gente cansada, pero que todavía alienta con la animación de la comilona y el vinillo.
Nadie pudo ya montar en el coche, estaba completo; sin embargo, en la calle de Villanueva, cuatro o cinco de los hombres bajaron de la plataforma, despidiéndose con mucho calor y entusiasmo de las mujeres que estaban dentro, y allí mismo subió al estribo una señora verdaderamente excepcional y pasmosa.
Asomó la cabeza por el hueco de la portezuela, vio que todos los viajeros eran viajeras, menos aquel caballero de buen ver, de gran distinción y de superior crianza, sin duda, y entró decididamente. Claro está que el joven había de levantarse, hacer una cortesía y ceder el asiento.
Pero nada de esto sucedió, con gran asombro de la recién venida.
Y era para asombrarse. En primer lugar, jamás le había sucedido quedarse en pie donde hubiera un hombre sentado. En alguna ocasión la habían cedido su asiento hasta las mismas mujeres. Y es que aparte de ser una hermosura deslumbradora, era una señora del mayor aparato.
Era alta, gruesa, llena de rostro; más blanca que la leche y las mejillas de encendidas, rosas; los ojos grandes, azules, claros; la boca de rubíes y el cabello entre sí era de hilos de oro o de rayos del mismo sol. Mas no se crea por este retrato que era la diosa de la insensibilidad, ni un rollo bien conformado de mantequilla de Safia; porque sus ojos, con ser del color del cielo, relampagueaban con despótica fiereza; y todas sus líneas y movimientos eran tan graciosos como audaces. Grande rumbo mostraba en el vestir pero sin tocar en lo amanerado y cursi; un amplio abrigo de terciopelo negro con estampados de lises, una falda de seda recia con bordados en el delantal de suaves colores; un sombrerillo de raso, cintas y plumas, también negras, con algún golpe de oro, y algunos alfileres retorcidos como sanguijuelas del mismo metal. Este era su traje.
¿Qué posición social tendría esta señora? Es difícil afirmarlo, podía ser una dama, podía ser una cantante, podría ser una vengadora.
Pues el joven, como decíamos, no se levantó; todo lo contrario; cruzó una pierna sobre la otra y derribó hacia atrás el cuerpo con verdadera ostentación de mala crianza.
La dama de oro, leche y rosas, se puso amarilla, azul, verde y de todos los colores, de sorpresa y de imaginación.
Todas las mujeres y niños, impuestos por aquella figura y aquel busto, callaron.
Entonces ella pasó adelante y se colocó de pie, recostada contra el vidrio de la portezuela frontal.
Desde allí, parecía presidir y dominar a los viajeros.
Sonó dos veces el timbre y el coche siguió.
Han quedado ignorados muchos combates espantosos ocurridos en el silencio, porque los campeones no hablaban… Este fue uno de esos combates oscuros.
Lo primero que hizo aquella espléndida belleza fue dirigir una mirada de inmenso desdén al joven; el joven la recibió con plenos ojos, sin pestañear, con la más profunda indiferencia; nuevo insulto, mas grave si se atiene a que los ojos del joven eran dos azabaches de África, deslumbradores. Después la dama volvió la cabeza con afectación hacia el otro lado. El joven se apresuró a imitar el movimiento… Pero ambos se miraban de cuando en cuando por el rabillo del ojo.
Así pasaron cinco minutos mortales… El coche caminaba sin interrupción y sin episodios, llevando en su vientre los elementos de un drama. Drama para todos imprevisto, pues los semblantes nada revelaban y el despecho y el odio, y el desprecio, y el ¿qué se había creído usted? no hacían ruido.
¡Oh¡ Realmente aquello no tenía explicación. ¿Es lícito, es decoroso que un caballero de la sociedad, un joven en la florescencia de los amores se repantingue groseramente en su asiento, mientras una estrella cortesana va de pie, y oscila, y se chafa el abrigo, y la falda, y el gorro, con los sacudimientos violentísimos del carruaje?
¿Luego es mentira que la suprema belleza triunfa de todo? ¿Luego es mentira el vasallaje universal que había recibido hasta entonces aquella dama? ¿Luego había un hombre en el mundo, y joven, y elegante, y guapo, que no se conmovía, que no se la rendía, que no la deseaba?
«¡Miserable! ¡La muerte no sería bastante expiación de tu crimen!»
Pero en la calle de Alcalá ¡tiiin!, y el tranvía paró. Una joven, no mal parecida, modesta en su ademán y en su traje, subió y se quedó junto a la portezuela, viendo todos los puestos ocupados.
Siguió el coche.
Se vio entonces algo monstruoso. El caballero hizo seña con la mano a la joven para que entrase, y se levantó, y muy ceremoniosamente, le ofreció y cedió su sitio. Él se quedó de pie, delante de ella, vuelto de espaldas a la Venus madrileña. ¡De espaldas! – ¡Hay testigos y aun documentos!
Al llegar a la Puerta del Sol los viajeros se apresuraron a bajar.
Dos segundos después se oyó el ruido, inequivocable, de una bofetada.
Y fue una bofetada de padre y señor mío, de mano pequeña, mas de mano tan airada, que rasgó en tiras el guante.
Y después de la bofetada se oyó una voz de mujer que dijo:
–¡Y ahí tiene usted mi tarjeta!

ISIDORO FERNÁNDEZ FLOREZ
(Diario de Pontevedra, 22 de mayo de 1897)

El autor: Isidoro Fernández Florez más conocido por el pseudónimo periodístico y literario de Fernanflor (Madrid, 1840 - íd., 1902), fue un escritor, periodista, crítico de arte y humorista español.