sábado, 31 de enero de 2015

EL TÍO BERNARDO (Paul Arene)

A fuerza de referir la historia del tío Bernardo y de desconfiar de su herencia, el pescador Juan Cogolín acabó por creer en ella.
La verdad es que el tal Bernardo Sambuq, que fue la desesperación de su familia cuando muchacho, se había embarcado como grumete en 1848 a bordo de una fragata americana, y desde entonces no se habían recibido noticias suyas.
Cierto día, Juan Cogolín se encontró de manos a boca con un marinero amigo suyo que acababa de regresar de los Estados Unidos, y tuvo la ocurrencia de convidarlo a beber unas copas de aguardiente.
Juan le contó la historia del tío Bernardo, y el marinero, por corresponder, sin duda a la invitación, mintió a su amigo, diciéndole que varias veces había hablado en los muelles de Nueva York con un sujeto cuyas señas coincidían con las del citado pariente.
La leyenda tomó cuerpo y el viaje siguiente trajo el marinero nuevas noticias, falsas también, y relativas al tío de América.
Bernardo Sambuq resultó a los tres meses muy rico y a los dos años era millonario.
Cogolín y su esposa provocaron la envidia de todos los habitantes del barrio, quienes no hablaban más que del tío Bernardo y de la inmensa fortuna que poseía.
El marinero, para terminar su farsa, dijo al regresar nuevamente de Nueva York que el tío Bernardo había muerto, y partió a los pocos días.
Transcurrieron seis meses sin más noticias, y entonces Juan Cogolín, cuya impaciencia no reconocía límites, comunicó a su esposa el deseo de hacer un viaje a los Estados Unidos.
–Puedo estar dos meses fuera de casa – la dijo, – y durante mi ausencia se encargará de la barca nuestro primo. Mil francos no arruinan a nadie, y además, sé que caería enfermo si no corriera a ver lo que pasa en Nueva York.
La esposa aprobó el proyecto, y Juan se dirigió inmediatamente al puerto del Havre con objeto de embarcarse.
El enorme trasatlántico, con su tripulación y sus pasajeros, el oro de sus salones y el acero de sus máquinas, le produjo una admiración casi religiosa.
Durante ocho días no habló con nadie, consagrado a contemplar el soberbio espectáculo del océano. Pero al fin recobró la palabra con la conciencia de lo que iba a buscar a Nueva York.
Trató de contar al sobrecargo la historia de Bernardo; pero el oficial sumamente atareado, como ocurre siempre el día antes de llegar a puerto, no le hizo caso, y le aconsejó que se dirigirá a dos sujetos de aspecto americano que constantemente se paseaban solos.
–Esos individuos – le dijo – le darán a usted las noticias que desea, pues conocen la población mucho mejor que yo.
Juan se acercó varias veces con objeto de interrogarles, sin que lograra obtener la menor repuesta.
Apenas les habían dirigido la palabra, los desconocidos le volvían la espalda y se alejaban precipitadamente.
Cogolín les seguía a todas partes, a proa, a popa, a la cámara, sin que jamás pudieras darles caza.
Los dos personajes, sorprendidos ante la insistencia de Juan, interrogaron sobre el caso al sobrecargo, el cual les contestó:
–Ya saben ustedes que en París se acaba de cometer un robo importante. Pues bien; apuesto cualquier cosa a que ese individuo es el célebre agente de policía Ernesto Lafranc, que sigue la pista a los ladrones y va disfrazado de hombre del pueblo para evitar toda sospecha.
Los dos sujetos se miraron con aire de inteligencia y se dirigieron a sus camarotes, de los que no salieron hasta que el buque llegó a Nueva York.
Al desembarcar, Juan Cogolín los buscó inútilmente, y supuso que se habían perdido entre la multitud.
El pobre pescador francés vagó durante la mañana por la gran ciudad, realizando vanos esfuerzos por hacerse comprender de las personas a quienes interrogaba.
Rendido de fatiga, supo al fin donde estaba la Embajada, y allí nadie pudo darle contestación alguna satisfactoria, ni indicarle la pista que debía seguir. Antes bien, le manifestaron que todo aquello tenía trazas de ser una farsa indigna y le aconsejaron que regresara a Francia a la mayor brevedad posible.
Casi llorando, volvió Juan a discurrir por las calles, ignorando que partido tomar y deplorando su triste situación.
De pronto notó la presencia de uno de los americanos del trasatlántico.
–¡Es el mismo! –exclamó – aunque haya cambiado de traje y se haya cortado el pelo. ¡Caballero! ¡Caballero!... Esta vez no se me escapará… Ese hombre es el gran conocedor de la ciudad, y por lo tanto, es mi última esperanza.
El desconocido apretó el paso y Juan le imitó siguiéndole muy de cerca.
Al cabo de una hora de marcha por calles y plazas, el americano, muerto de cansancio, se refugió en un establecimiento de bebidas.
Cogolín entró también y acercándose al fugitivo le murmuró al oído:
–Desearía saber si por casualidad…
–¡Silencio por Dios! – exclamó en buen francés el fingido americano. – No vaya usted a promover un escándalo. –Sentémonos y hablemos como buenos amigos.
–¡Perfectamente! – dijo Juan.
–Ya sé a que ha venido usted a Nueva York. ¿Quiere usted que nos entendamos?
–No deseo otra cosa.
–Pues bien, ahí tiene usted una cartera con cincuenta mil francos en billetes del Banco francés. Además, se le darán a usted otros cincuenta mil en el momento de partir, cuando leve anclas La Bretaña, que sale esta misma tarde ¿Acepta usted el trato?
–Acepto.
–Venga esa mano y suponga usted que nunca nos hemos visto.
Juan hacía inútiles esfuerzos por explicarse la causa de lo que ocurría, lo cual no fue obstáculo para que se embolsara la importante cantidad que acababan de entregarle. Cien mil francos constituye una fortuna y además el infeliz viajero estaba completamente descorazonado y harto ya de Nueva York.
El trato fue cumplido por ambas partes.
Y he aquí cómo, al tener la fortuna de ser tomado por un célebre agente de policía, heredase a Bernardo Sambuq, que había muerto de miseria en un hospital.
Cogolín, aunque llegó a comprender de modo claro el alcance de su aventura, solía decir en el café Turco a sus amigos:
–Está visto que en materia de negocios esos americanos son el primer pueblo del mundo.

PAUL ARENE
(Diario de Pontevedra, 30 de julio de 1897)


El autor: Paul Arène, nacido el 26 de junio en Sisteron y muerto el 17 de diciembre en Antibes, fue un poeta provenzal y escritor francés.