I
–¿Dos pavos rellenos, Garrigou…?
–Sí, reverendo, dos magníficos
pavos rellenos de trufa. Y lo sé porque yo he ayudado a llenarlos. Parecía que
su piel iba a estallar al asarlos, tan tensa estaba…
–¡Jesús-María! Y a mí que me gustan
tanto las trufas… Pronto, dame mi sobrepelliz, Garrigou… Y además de los pavos,
¿qué más has visto en la cocina?
–Oh, muchas cosas buenas… Desde
el mediodía no hemos hecho otra cosa que desplumar faisanes, abubillas, pollas,
gallos silvestres. Volaban plumas por todas partes… Además, han traído del
estanque anguilas, carpas doradas, truchas…
–¿Eran muy grandes las truchas,
Garrigou…?
--Así de grandes, reverendo…
¡Enormes!
–¡Oh! Dios mío, me parece verlas…
¿Has puesto vino en las vinagreras?
–Sí reverendo, he puesto vino en
las vinagreras. Pero, ¡maldición!, no es tan bueno como el que va usted a beber
dentro de un rato, al salir de la misa de medianoche. Si pudiera ver usted el
comedor del castillo, esas botellas de largos cuellos que llamean llenas de
vinos de todos los colores… Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados,
las flores, los candelabros… Jamás se habrá visto una fiesta semejante. El
señor marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. Al menos serán
ustedes cuarenta a la mesa, sin contar al bailío ni al notario… ¡Ah! Qué suerte
tiene usted al poder ir, reverendo… Con solo haber olido esos hermosos pavos,
el aroma de las trufas me sigue por todas partes… ¡Mmnnn!
–Vamos, vamos, hijo mío. No
cometamos pecado de gula, sobre todo en la noche de Navidad… Ve pronto a
encender las velas y haz sonar el primer toque de misa; la medianoche se acerca
y no debemos retrasarnos.
Esta conversación se mantenía una
noche de Navidad del año de gracia de mil seiscientos y pico, entre el
reverendo dom Balaguere, antiguo prior de los Barnabitas, en la actualidad
capellán a sueldo de los sires de Trinquelague, y su pequeño acólito Garrigou,
o al menos lo que él creía ser su pequeño acólito Garrigou, pues sabed que el
diablo, aquella noche, había tomado la redonda faz y los indecisos rasgos del
joven sacristán, para mejor hacer caer al reverendo padre en la tentación,
haciéndole cometer un espantoso pecado de gula. Pues bien, mientras el llamado
Garrigou (¡hum, hum!) hacía sonar a brazo partido las campanas de la capilla
señorial, el reverendo terminaba de revestir su casulla en la pequeña sacristía
del castillo, y con el espíritu turbado ya por aquellas descripciones
gastronómicas, se repetía a si mismo mientras
se vestía: «Pavos
asados… Carpas doradas… Truchas así de grandes…»
Fuera, el viento nocturno soplaba esparciendo la música de
las campanas y, poco a poco, aparecían luces en la sombra de las laderas del
monte Ventoux, en cuya cima se elevaban las viejas torres de Trinquelague. Eran
familias de aparceros que venían a oír la misa de medianoches en el castillo.
Trepaban cantando la cuesta, en grupos de cinco o seis, precedidos por el padre
con la linterna en la mano, las mujeres envueltas en sus grandes mantos tostados
a los que los niños se apretaban para abrigarse. Pese a la hora y al frío,
aquella valerosa gente caminaba con alegría, sostenida por la idea de que, al
salir de la misa, habría, como todos los años, una mesa puesta para ellos, abajo,
en las cocinas. De vez en cuando, por la pina pendiente, la carroza de un
señor, precedida por los portadores de antorchas, hacía brillar sus cristales
al claro de luna, o trotaba una mula agitando sus cascabeles y, a la luz de los
fanales envueltos en bruma, los aparceros reconocían a su bailío y le saludaban
al pasar:
–Buenas noches, buenas noches, maese ARnoton.
–Buenas noches, buenas noches, hijos míos.
La noche era clara, el frío avivaba las estrellas, el helado
viento quemaba, y un fino relente, depositándose sin mojarlos sobre los
vestidos, guardaba fielmente la tradición de las Navidades blancas de nieve. En
lo alto de la cuesta, el castillo aparecía como la meta, con su enorme masa de torres
de frontispicios, el campanario de su capilla escalando el azul oscuro del
cielo y una multitud de pequeñas lucecitas que parpadeaban, iban y venían, se
agitaban en todas las ventanas y parecían, contra el fondo oscuro del edificio,
chispas corriendo por las cenizas del papel quemado… Pasado el puente levadizo
y la poterna, era preciso, para dirigirse a la capilla, cruzar el primer patio,
lleno de carrozas, de criados, de sillas de mano, iluminado por las llamas de
las antorchas y la claridad de las cocinas. Se oía el tintineo de los asadores,
el estrépito de las cacerolas, el choque de los cristales y la cubertería manejados
en los preparativos de una comida; por encima, un tibio vapor aromatizado por
las carnes asadas y las fuertes hierbas de complicadas salsas hacía decir a los
aparceros, como al capellán, como al bailío, como a todo el mundo:
–¡Qué fiesta tendremos después de la misa!
II
¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!
Es la misa de medianoche que comienza. En la capilla del
castillo, una catedral en miniatura, de entrecruzados arcos y vigas de roble
que suben a lo largo de las paredes, todas las tapicerías han sido tendidas,
todos los cirios encendidos. ¡Y cuánta gente! ¡Y cuántas galas! Ved, primero,
sentados en los tallados sitiales que rodean el coro, al señor de Trinquelague,
con vestido de tafetán salmón, y junto a él todos los nobles señores invitados.
En frente, en los reclinatorios
adornados de terciopelo, se han colocado la anciana marquesa viuda, con su
vestido de brocado color de fuego, y la joven dama de Trinquelague, cubierta
con una gran torre de encaje estampado a la última moda de la corte francesa.
Más abajo se ven, vestidos de negro, con grandes pelucas puntiagudas, y rostros
afeitados, al bailío Thomas Arnoton y al notario maese Ambroy, dos graves notas
entre las chillonas sedas y las damas recamadas. Vienen después los gordos mayordomos, los pajes, los
monteros, los intendentes, dama Barbe, con todas las llaves colgando de su
costado en un llavero de plata fina. Al fondo, en los banco, el pueblo bajo,
los criados, los apareceros con sus familias; por fin, detrás de todos, junto a
la puerta que abren y cierran discretamente, los señores marmitones que vienen,
entre dos salsas, a tomar un poco de aire de misa y a llevar un aroma de
banquete a la iglesia en fiesta, caldeada por los cirios encendidos.
¿Es la vista de las pequeñas barritas blancas lo que distrae
al oficiante? ¿No será más bien la campanilla de Garrigou?, esa pequeña
campanilla furiosa que se agita al pie del altar con infernal precipitación y
parece decir continuamente: «Démonos prisa, démonos prisa… Cuanto antes
terminemos antes nos sentaremos a la mesa»? El hecho es que cada vez que repica
la diabólica campanilla, el capellán olvida su misa y solo piensa en el
banquete. Imagina las rumorosas cocinas, los hornos en los que arde un fuego de
forja, el vaho que asciende de las entreabiertas tapaderas y, en ese vaho, dos magníficos
pavos, repletos, tensos, hinchados de trufas.
O, también, ve pasar las hileras de pajecillos llevando platos
envueltos en tentadores vapores, y entra con ellos en la gran sala dispuesta ya
para el festín. ¡Oh, delicia!, ahí está la inmensa mesa cargada y reluciente,
los pavos reales vestidos con sus plumas, los faisanes separando sus alas
doradas, los frascos de color de rubí, las pirámides de fruta entre las verdes
ramas, y los maravillosos pescados de los que hablaba Garrigou (¡ah, claro,
Garrigou!), depositados sobre una base de hinojo, con las escamas nacaradas
como si acabaran de salir del agua y un ramito de hierbas olorosas en sus
fauces de monstruos. Tan viva es la visión de aquella maravilla que a dom
Balaguere le parece que esos miríficos platos son servidos ante él, sobre los
bordados que adornan el mantel del altar, y dos o tres veces, en vez de Dominus vobiscum, se sorprende bendiciendo
la mesa, recitando el Benidicite.
Pero salvo esas ligeras confusiones, el digno sacerdote celebra concienzudamente
su oficio, sin saltarse una línea, sin omitir una genuflexión, y todo marcha
bastante bien hasta el final de la primera misa; pues ya sabéis que el día de
Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.
–¡Y va una!– dice el capellán con un suspiro de alivio;
luego, sin perder un minuto, hace una señal a su acólito o a quien cree que es
su acólito y…
¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!
Comienza la segunda misa y, con
ella, comienza también el pecado de dom Balageure.
–De prisa, de prisa,
apresurémonos –grita con su vocecilla ácida la campanilla de Garrigou, y esta
vez el infeliz oficiante, abandonando al demonio de la gula, se abalanza hacia
el misal y devora las páginas con la avidez de su apetito sobreexcitado.
Frenéticamente se vuelve a levantar, esboza la señal de la cruz, las genuflexiones,
acorta sus gestos para terminar antes. Apenas si extiende sus brazos en el Evangelio y se golpea su pecho en el Confiteor. Entre el acólito y él parece
existir una competencia para ver quien murmurará más de prisa. Versículos y
respuestas se precipitan, se empujan. Las
palabras pronunciadas a medias, sin abrir la boca porque eso tomaría
demasiado tiempo, se terminan en incompresibles murmullos.
Oremus ps… ps… ps…
Mea culpa… pa… pa… pa…
Como apresurados vendimiadores
pisando la uva de la cuba, ambos barbotean en el latín de la misa, salpicando
por todos lados.
–Dom.. scum… – dice Balaguere.
–Stutuo… –responde Garrigou.
Y la condenada campanilla está continuamente
allí, repicando en sus oídos, como esos cascabeles que se ponen a los caballos
de posta para hacerlos galopar más de prisa. Ya supondréis que, a esta
velocidad, una misa rezada termina en seguida.
–¡Y van dos! –dice el capellán
jadeante; luego, sin tomarse el menor respiro, rojo, sudoroso, desciende los escalones
del altar y…
¡Drelindin din…! ¡Drelindin din…!
Comienza la tercera misa. Y solo
hay que dar algunos pasos para llegar al comedor; pero, ¡ay!, a medida que se
acerca el festín, el desgraciado Balaguere se siente poseído por una locura de
impaciencia y gula. Su espejismo se acentúa, las doradas carpas, los pavos asados
están allí, allí. Los toca…, los… ¡Oh Dios… ¡ Los platos humean, los vinos
aromatizan; y sacudiendo su furioso badajo, la campanilla le grita:
–¡De prisa, de prisa, más de
prisa todavía…!
Pero ¿cómo ir más de prisa? Sus
labios apenas se mueven. Ya no pronuncia las palabras… Como no haga claramente
trampas al buen Dios y le escamotee su misa… ¡Y eso es lo que hace el infeliz!
De tentación en tentación, comienza por saltarse un versículo, luego dos. Luego
la Epístola es demasiado larga y no la termina, roza ligeramente el Evangelio,
pasa ente el Credo sin entrar, se salta
el Pater, saluda de lejos al
Prefacio, y a trancas y barrancas se precipita así en la condenación eterna,
seguido siempre del infame Garrigou (vade
retro, Satanás), que le secunda con maravillosa compenetración, le sostiene
la casulla, vuelve las página de dos en dos, empuja los atriles, vuelca las
vinagreras y sacude sin cesar, cada vez más fuerte, cada vez más de prisa, la
campanilla.
¡Hay que ver el rostro de asombro
que ponen los asistentes! Obligados a seguir por la mímica del sacerdote una
misa de la que no oyen ni una palabra, unos se levantan cuando los otros se arrodillan,
se sientan cuando los otros están de pie, y todas las frase de ese singular
oficio se confunden en los bancos en una multitud de actitudes diversas. La
estrella de Navidad en camino por las rutas del cielo, allí, hacia el pequeño
establo, palidece de espanto al ver tal confusión…
–El abate corre demasiado… No se
le puede seguir –murmura la vieja viuda agitando con extravío su tocado.
Maese Arnoton, con sus grandes
anteojos de acero en la nariz, busca en su misal donde caramba puede estar.
Pero en el fondo, también esa buena genta piensan en el festín y no les enfada
que la misa vaya a velocidad de diligencia; y cuando dom Balaguere, con el
rostro resplandeciente, se vuelve hacia la asistencia gritando con todas sus
fuerzas: Ite missa est, la capilla
le responde con voz unánime un Deo gratias
tan alegre, tan animoso, que parecen estar ya a la mesa, en el primer brindis
del festín.
III
Cinco minutos después, la
muchedumbre de señores se sentaba en la gran sala, con el capellán entre ellos.
El castillo, iluminado de arriba abajo, resonaba con los cánticos, los gritos,
las risas, los rumores, y el venerable dom Balguere clavaba su tenedor en un
ala de pollo, ahogando los remordimientos de su pecado con tragos de vino papal
y jugo de viandas. Tanto comió y bebió el pobre y santo hombre, que murió
aquella misma noche de un terrible ataque, sin haber tenido tiempo de
arrepentirse; luego, por la mañana, llegó al cielo lleno todavía del rumor de
las fiestas nocturnas y os dejo imaginar de que modo fue recibido:
–Apártate de mis ojos, mal
cristiano – le dijo el Supremo Juez, Señor de todos nosotros --, tu falta es
tan grande que no basta para borrarla toda una vida de virtudes… ¡Ah, me has
robado una misa de medianoche…! Muy bien, en su lugar me pagarás trescientas y
no entrarás en el paraíso, mas que cuando hayas celebrado, en tu propia
capilla, trescientas misas de Navidad en presencia de todos cuantos han pecado
contigo y por tu culpa…
Y esta es la autentica leyenda de
dom Balaguere, tal como se cuenta en el país de las aceitunas. Hoy, el castillo
de Trinquelague ya no existe, pero la capilla permanece todavía en pie, en lo
alto del monte Ventoux, en un bosquecillo de verdes robles. El viento hace
golpear su mal cerrada puerta, la hierba llena el umbral; hay nidos en los ángulos
del altar y en los dinteles de los altos cruceros cuyos coloreados ventanales
han desparecido desde hace tiempo. Parece, sin embargo, que todos los años, por
Navidad, una luz sobrenatural vaga por entre esas ruinas y que, yendo a las misas
y a las fiestas, los campesinos distinguen esa espectral capilla iluminada con
invisibles cirios que arden al aire libre, incluso bajo la nieve y el viento.
Reíd si queréis, pero un viñatero de la región, llamado Garrigue, descendiente
sin duda de Garrigou, me aseguró que una noche de Navidad, estando de
francachela, se había perdido en la montaña, cerca de Trinquelague; y que había
visto lo siguiente: Hasta las once de la noche nada. Todo estaba en silencio,
oscuro e inanimado. De pronto, hacia la medianoche, se escuchó un carillón en
lo alto del campanario, un antiguo, antiguo carillón que parecía hallarse a
diez leguas de distancia. En seguida, por el pendiente camino, Garrigue vio parpadear
luces, agitarse indecisas sombras. Bajo el porche de la capilla se andaba y se
susurraba:
--Buenas noches, maese Arnoton.
–Buenas noches, buenas noches,
hijos míos.
Cuando todo el mundo hubo
entrado, mi viñatero, que era muy valiente, se acercó despacio y, mirando por
la rota puerta, contempló un singular espectáculo. Toda la gente a la que había
visto pasar estaba colocada alrededor del coro, en la ruinosa nave, como si existieran
todavía los antiguos bancos. Hermosas damas con vestidos de brocado y tocados
de encaje, señoras cubiertas de recargados adornos, campesinos de floreadas
chaquetas como las que llevaban nuestros abuelos, todos con aspecto decrépito,
ajado, polvoriento, fatigado. De vez en cuando, los pájaros nocturnos, huéspedes
habituales de la capilla, despertando entre tantas luces, merodeaban alrededor
de los cirios cuya llama subía recta y difusa como si ardiera tras de una gasa;
y divirtió mucho a Garrigue cierto personaje de grandes anteojos de acero, que sacudía
continuamente su alta peluca negra sobre la que se mantenía muy erguido, enredado
en ella, batiendo silenciosamente las alas, uno de aquello pájaros…
Al fondo, un pequeño anciano de
infantil talla, arrodilladlo en medio del coro, agitaba con desesperación una
campanilla sin badajo y sin voz, mientas que un sacerdote, vestido de oro
viejo, iba y venía ante el altar recitando oraciones de las que no se oía ni
una palabra… Naturalmente, era dom Balaguere diciendo su tercera misa rezada.