No hace mucho tiempo que se
verificó en París una brillante y magnífica boda entre uno de los más
acaudalados banqueros, Mr. Andrés J…, y la señorita de V…, hija única del
Marqués de V…, antiguo embajador y Par de Francia. Semejante acontecimiento no
es difícil que haya pasado desapercibido aún para los que en España gustan de
leer periódicos franceses, y que de seguro no se habrán parado a descifrar las iniciales,
por más que el faits divers hiciese
notar la gran pompa y solemnidad con que dicho matrimonio se celebró en la
capilla del palacio de Luxemburgo y en el suntuoso palacio de M. J…. Nosotros
de buen grado dispensaríamos al lector español de tales reminiscencias, si no
fuesen hasta cierto punto precisas para conocer un extraño y curioso episodio
que amenizó ese enlace aristocrático.
Era la mañana del día señalado
para la boda, y en tanto que los carruajes de Mr. Andrés le esperaban en el
patio, y que él mismo estaba aguardando a los testigos en un salón dorado desde
el cielo raso hasta las alfombras, un ayuda de cámara entró a anunciar los sastres de su excelencia.
Entraron efectivamente en el salón
diez sastres, cada uno con un grueso paquete de ropa debajo del brazo, y
mirándose unos a otros sin dejar de reírse, como gente que se parece un poco a
los arúspices romanos, fueron colocando con cuidado encima de los magníficos
sillones, cincuenta trajes completos de deshollinadores, o limpia-chimeneas
saboyanos. Mr. Andrés se puso a examinar uno por uno, dando muestras de
entendido en el ramo, esta colección de chupas, chalecos y pantalones de sayal,
y no habiéndoles encontrado ningún
defecto de marca, distribuyó sobre unos ocho mil reales entre los diez
sastres, que se retiraron con cierto aire que denotaba la extrañeza que
semejante encargo les había producido.
Tras de los sastres entraron los
sombrereros con otras cincuenta gorras; en seguido los roperos con cincuenta
camisas; después los zapateros, con cincuenta pares de zuecos, y por fin los
guitarreros con cincuenta gaitas. Toda esta gente se fue marchando a medida que
recibían sus honorarios, saliendo a cual más sorprendido y preguntándose unos a
otros si tales preparativos serían para algún chasco o solamente por apuesta.
Entonces Mr. Andrés mandó llamar a
todos sus criados y les habló de esta manera:
–Vais a distribuiros por todos los
barrios de París con el objeto de convidar a comer conmigo a cuantos
deshollinadores encontraréis, ofreciendo un luís a todos los que aceptaren el
convite; y en teniendo cincuenta los reuniréis y regresaréis con ellos. En mi
sala de baño encontraréis todo lo necesario para limpiarlos de pies a cabeza, y
concluida esta operación les haréis tomar estos vestidos, cada uno según su
talla, sentándose en seguida a la mesa en esta habitación, mientras que
nosotros con los demás convidados comemos en la inmediata.
Aturdidos quedaron los criados con
semejante disposición, que se repetían mutuamente con el objeto de comprender
que no estaban soñando.
Era una de esas mañanas más
terribles de invierno: el hielo había sucedido a la nieve; el sol iluminaba
débilmente los témpanos que colgaban de los tejados, como si no se atreviese a
deshacerlos; hacía en fin un día propio para dar fuego a todas las chimeneas,
verdaderamente un día de deshollinadores.
Corrieron, pues, los criados de Mr.
Andrés a ejecutar una orden, cuyo objeto no podían comprender; y no les costó
mucho trabajo el darle cumplimiento, como pueden suponer muy bien nuestros lectores.
La noticia voló de chimenea en chimenea
a manera de parte telegráfico, y en menos de dos horas nadie hubiera encontrado
un saboyano para deshollinar su chimenea, aunque mediase peligro de incendio.
Hallándose por consiguiente embarazados los criados de Mr. Andrés con la
excesiva concurrencia para hacer la elección, entresacaron los más negros, los
más sucios y los más andrajosos; de modo que cuando entraron con ellos en el
hermoso palacio de Mr. Andrés, no parecía sino que los cíclopes de Vulcano habían
tomado por asalto el alcázar de Júpiter. El contraste fue más notable aún,
porque a la entrada estas mugrientas y desastradas figuras, se reunieron con la
brillante comitiva nupcial que se apeaba de los carruajes que venían del Luxemburgo.
Por una parte lujosas libreas guarnecidas de plata y oro, vestidos de seda y
terciopelo, encajes y dijes, los dandis más elegantes y las mujeres más bellas
de París; y por otra aquellos rostros tiznados de humo y de hollín, los
cabellos revueltos en forma de matas, y los harapos colgando sobre el cuerpo
medio desnudo.
En tanto que los brillantes
convidados volvían los ojos hacia sí mismos como para preguntarse qué
significaba semejante espectáculo, Mr. J… clavó los suyos de una manera tierna
y melancólica, como si se estuviese preguntando a sí mismo: «¿Dónde está la felicidad, aquí
o allí?»
–Aquí está, respondieron sus labios, imprimiendo un beso en
la blanca mano de su encantadora esposa. Después de esta muestra de galantería,
Mr. Andrés h izo entrar a la última en la principal estancia, como a una reina
a quien se ofrecía aquel palacio; no sin haber hecho primero una seña a sus
criados para que cumpliesen sus órdenes respecto a los deshollinadores.
Habría pasado una hora de esto, cuando un arroyuelo negro
como la tinta atravesaba el patio y corría a confundirse con la cloaca de la
calle. Ya supondrán nuestros entendidos lectores que aquel arroyo no podía ser
otra cosa más que la lejía en que se habái purificado los cincuenta deshollinadores
saboyanos que precisamente en aquel mismo momento salían del baño, tanto más
blancos y rubios, más frescos y rozagantes, cuanto que en realidad habían
mudado la piel, viendo esta por la primera vez aquel día la luz y el aire. Al
ver semejante transformación, cualquiera hubiera dicho que aquella turba de
horribles demonios se había convertido en un coro de querubines.
Entretanto había sonado la hora del festín. Mil luces que
salían de los caprichosos adornos de bronce y oro, iluminaban el palacio.
Después de haber recorrido los convidados los aposentos destinados a los recién
desposados, y enriquecidos con todo cuanto puede inventar la fecunda
imaginación de un millonario, habían llegado a colocarse en torno de una
magnífica mesa, guarnecida con el más delicado gusto, y se habían olvidado
completamente de la aparición de los deshollinadores.
Entonces se abrieron de repente las dos hojas de una enorme puerta; entonces
apareció al lado de la sala en que estaban, un gran salón iluminado como esta,
y guarnecido también con un banquete espléndido en cuyas mesas se veían
numerosos y alegres convidados; no parecía sino una gran decoración teatral, o
uno de esos efectos de magia producidos por la varilla de un encantador.
Al ver semejante espectáculo todos los convidados exhalaron
un grito de sorpresa, excepto Mr. Andrés y su esposa que cambiaron una sonrisa
de inteligencia. Pero pronto reconocieron a los horribles saboyanos de la
mañana convertidos en guapos rapazuelos y todos vestidos de nuevo, con calzado
nuevo y gorros nuevos, danzando y cantando al compás de sus nuevas gaitas, y
dispuestos a comer con vajilla de plata y a beber en copas de cristal de roca.
Parecía esto una visión de la Saboya, tal como la describen
los poetas y los pintores; no faltaba más que las cabañas humeando y los montes
coronados de nieve. Interrumpiendo entonces Mr. Andrés el silencio de los
convidados, a quienes un sentimento de admiración había sellado los labios, y
después de ocultar con una de sus manos los ojos preñados de lágrimas, mientras
que con la otra estrechaba las de su esposa, dijo:
–Amigos míos, espero que VV. me perdonen este capricho,
contemplándome hoy el más feliz de los hombres, he querido hacer partícipes de
mi felicidad a los más desgraciados.
Esta noble explicación fue unánimemente aplaudida por todos;
mas si bien no faltaba quien la supusiese incompleta y esperase con ansia que
se descorriera completamente el velo del misterio, que con aquella solo se
había dejado ver por un pequeño lado, unos y otros, grandes y pequeños,
desempeñaron sus funciones manducatorias a cual mejor. Los pequeños especialmente
se desquitaron en una hora, de todos los días de abstinencia que habían sufrido
durante su corta vida. Las carnes más exquisitas, las salsas más apetitosas,
los frutos más raros y hasta los vinos más inspiradores, encontraron en ellos dignos
apologistas, que proclamasen la supremacía de lo bueno, de lo escogido, de lo
bien compuesto y aderezado. Estos arranques no eran sin embargo suficientes
para hacer creer que se hubiese abusado en lo más mínimo de la abundancia de
manjares y bebidas que por do quiera se ostentaba, y la razón de los saboyanos estaba en su lugar, ni más
ni menos que si con un freno la tuviesen sujeta los varios ayudas de cámara que
en torno suyo se paseaban con la vista fija y atenta a sus acciones, vigilando
para que ninguno pudiera extraviarse. A las primeras emociones sucedió un
silencio profundo, resultado tal vez no de sobra de meditación, sino de falta
de fuerzas para hablar, fuerzas que hacia otros órganos eran llamadas con
premura en aquellos momentos, a desempeñar funciones de mayor monta y
trascendencia. Este silencio fue solemnemente interrumpido por Mr. Andrés, el
cual dirigiéndose a los deshollinadores, les preguntó con visible emoción:
–¿Qué tal va, hijos míos? ¿Podré lisonjearme de haber
conseguido mi objeto? ¿Os contempláis felices?
Los rapaces contestaron, dando palmadas y gritos de alegría
que no debían dejar duda alguna de su entera conformidad con la pregunta.
–Por cierto que nos hemos divertido para todos los días de
nuestra vida, contestó uno de los mayores, que estaba muy lejos de creer en la
amargura de sus palabras.
–¡Cómo, para toda vuestra vida, exclamó el banquero! ¿Pues
qué, no podéis llegar a obtener por vosotros mismos esa felicidad, y hacer al
mismo tiempo la dicha de otros, si es que la dicha consiste en la riqueza? Yo
os lo voy a probar, refiriendo una historia que no os dejará duda alguna de
cómo los deshollinadores pueden convertirse en millonarios.
Al oír esta palabra eléctrica de millonarios, las cien orejas de los deshollinadores se enderezaron, como las de los caballos que se disponen a correr al combate.
Al oír esta palabra eléctrica de millonarios, las cien orejas de los deshollinadores se enderezaron, como las de los caballos que se disponen a correr al combate.
–Sí, amigos míos, prosiguió Mr. Andrés, de vosotros depende
tener un gran palacio, salones dorados, ricos carruajes y comer diariamente
como hoy. Oíd la historia de un saboyano que he conocido mucho más miserable
que vosotros. Esta lección merece tomarse como un regalo de boda.
«Erase un deshollinador más pequeño que el menor de todos
los que aquí os encontráis reunidos. Le llamaban Sin casa ni hogar, porque no tenía padre, ni madre, ni asilo en parte
alguna. Las gentes de su lugar le dieron un rascador, unas rodilleras, una
jaula y un gavilán; le pusieron un pan debajo del brazo y un palo en la mano, y
mostrándole la Francia allá en el horizonte, le dijeron: «Marcha a la buena de
Dios.» Sin casa ni hogar partió
contento y satisfecho; perdió de vista el campanario de su aldea, recurrió a su
pan, le dio también al pájaro, pero pronto dio fin a tan reducida provisión.
Entonces tuvo que andar de aldea en aldea, cantando por un sueldo, bailando por
dos, limpiando una chimenea por un poco de sopa, y durmiendo con el ganado, o a
campo descubierto. Más de cien leguas que había andado de esta manera, cuando
en un grande bosque se vio sorprendido por la nieve: mientras sus piernas se lo
permitieron, no se cansó de andar; pero al cabo no pudo llegar a ninguna aldea.
La nieve se fue amontonando delante de él; el hambre se reunió al cansancio;
hacía tres días que no había comido más que alguna raíz silvestre; en una
palabra, llegó a creerse abandonado de la Providencia; echó a tierra su jaula
con el gavilán, se dejó caer al pie de un árbol, ocultó sus manos heladas
dentro del pecho, y se fue quedando desmayado de inacción. Sin casa ni hogar debía considerarse perdido sin remedio. La nieve
seguía cayendo y comenzaba a cercarle por todas partes, como para prepararle su
sepultura, cuando un dolor vivísimo le hizo volver en sí por un momento. Era su
gavilán que le mordía una oreja. Cree entonces que su pájaro
trata de
comerle, y fortalecido con esta idea que le infundía terror, vuelve en sí de
repente; pero ¿cuál sería su sorpresa al ver colgado del pico del animal un
cuarto de liebre asada, echando humo todavía!... El gavilán con la fuerza del
hambre había abierto su jaula y había ido a coger esta presa al festín de unos
carboneros. Entonces conoció Sin casa ni
hogar que la Providencia estaba muy lejos de querer abandonarle; así pues,
le dio gracias hincado de rodillas, y prometió aprovecharse de esta protección
del cielo, y conseguirlo todo a fuerza de paciencia. Tan luego como llegó al
pueblo más cercano, se ocupó en trabajar, y el resultado fue la adquisición de
una gaita; con esta gaita ganó para un vestido nuevo, y entró alegremente en
Lyon, donde le deparó la fortuna un maestro que no le trató demasiado mal, y
con él aprendió a leer, escribir y contar, mediante veinte francos, que pudo economizar
de sus ganancias. Hallándose un día en su acostumbrada tarea de deshollinar,
vio a un muchacho de diez y seis años que lloraba a lágrima viva, porque no
podía hacer una cuenta que le había puesto su padre. El deshollinador dejó el
rascador, le sacó la cuenta al pobre chico en menos de cinco minutos y volvió a
su tarea: más al bajar de la chimenea se encontró con el dueño de la casa, que
mirándole de pies a cabeza le preguntó: –«¿Cuánto ganas cada mes? –De diez a
treinta francos. – Pues bien, vas a ganar cien francos, si quieres quedarte a
trabajar en mi casa. Al día siguiente Sin
casa ni hogar tenía un hermoso vestido y una linda habitación, entrando a
servir de dependiente al dueño de la casa, que era un excelente mecánico. Al
llegar a los diez y ocho años ya tenía el doble sueldo. No tardó mucho tiempo
en perfeccionar una máquina que había inventado su principal, y este le cedió
el privilegio, que le produjo cincuenta mil francos. Después de muerto el padre,
se asoció con el hijo, y entre los dos ganaron cien mil escudos. Vaya, ¿a qué envidiáis
ya al deshollinador?
Pues habéis de saber que a la sazón quebró un compañero suyo,
y que esta quiebra le arruinó completamente, dejándole otra vez Sin casa ni hogar. Pero, ¿a qué no
sabéis que hizo al verse en tan reducida situación? Volvió a recurrir al origen
de su fortuna, y empezó a trabajar de operario mecánico, siendo tan buen
operario, que al poco tiempo llegó a ser maestro, y en lugar de cien mil
francos, ganó un millón. Con esta suma se vino a París y pasó de la mecánica a
las especulaciones mercantiles. Había llegado a convencerse de que la
abundancia excesiva de máquinas arruinaba a muchos trabajadores, y así juró no
volver a hacer ninguna, acordándose se su primer estado. Dios ha recompensado
tan benéfica idea. En la actualidad cuenta con un capital diez veces mayor, y figura
como una de los principales banqueros de París; pero no se olvida de su origen
ni de sus desgracias; y la mejor prueba de ello es el haberos convidado a su
boda para referiros su vida; porque habéis de saber, hijos míos, que Sin casa ni hogar se llama en el día Mr.
Andrés J…, y acaba de poner el colmo a su felicidad casándose con la hija del
Marqués de V…»
–Y esta fortuna la debe solo a sí mismo, exclamó noblemente
la señorita de V…, alargando al mismo tiempo la mano a su marido.
Esta confidencia, que no era nueva para la esposa y para los
amigos íntimos de Mr. Andrés, fue hecha con tanta dignidad y buen gusto, que sus
más altivos convidados se envanecieron al estrechar entre sus brazos al antiguo
deshollinador, confundiéndose en una sola y común exclamación la voz de los
pares de Francia y las de los saboyanos.
–Ahora es necesario que os enseñe, prosiguió el banquero,
los instrumentos que me han servido para hacer mi fortuna; y estoy seguro de
que os convenceréis por vosotros mismos de que aquellos se hallan al alcance de
cualquiera.
Todos los que allí estaban siguieron a Mr. Andrés a su
gabinete particular, donde estaba una grande arca de bronce, dividida en dos
parte. Al abrirla dijo aquel:
–¡Allí están mis millones, y aquí lo que los ha producido!
Se vio efectivamente en la parte superior treinta carpetas
llenas de billetes de banco, y en la parte inferior un miserable vestido de
deshollinador, un raspador, una gaita y unos zuecos; y además algunos
utensilios y herramientas, compases, martillos, limas, etc., que Mr. Andrés conservaba
con el mayor esmero.
–Agregad a esto, amigos míos, añadió, otros dos instrumentos
admirables: la PERSEVERANCIA y la
ECONOMÍA, y veréis como vais formando poco a poco una gran fortuna, cuya
primera piedra debe ser esta, si ha de ir bien cimentada.
Concluida esta explicación, dio un luís a cada deshollinador
y una libreta de quinientos francos sobre la caja de ahorros. Bailaban de
alegría los cincuenta saboyanos, y al retirarse exclamaban llenos de verdadero entusiasmo:
«Viva Mr. Andrés J…»
Desde entonces todos ellos han correspondido dignamente a
tan generosa merced, trabajando unos en el comercio y otros en las artes y en
la industria, a fin de hacerse con el tiempo millonarios. El más aventajado de
ellos acaba de ganar cinco mil francos con acciones del camino de hierro del norte
de Francia. ¿Quién sabe si este llegará a ser tan buen discípulo como su
maestro?
Semanario
Pintoresco Español,
25 de enero de 1846