La huerta de Curro el «santero» está a unos mil pasos del
pueblo, mirando hacia donde sale el sol. Fórmanla hasta sus seis fanegas de
tierra de regadío, con su noria del tiempo de los moros, en que se zambullen
los arcaduces atados con mimbres secos y primorosas tomizas. Acaso nadie vio
más tosca máquina ni borriquillo tan matalón como aquel que la mueve, todo el
santo día con las anteojeras puestas. Allí hay de todo cuanto Dios crió:
naranjas, frutalería diversa, canteros de hortaliza, según el tiempo; árboles cocinales y medicinales, como el laurel
y el sauco; tablas de alcauciles, rosales en las lindes, madreselvas en los
vallados, y alrededor de la casa un sinfín de tiestos, ollas rotas, barreños
lañados, cubos sin fondo, en que se crían los claveles a la vera de las
almácigas. Además hay una frondosa alcaparronera que arraigó en un poste, entre
dos ladrillos, y se descuelga como hermoso tapiz cubriendo una de las cuatro
paredes de la casa.
El santero padre, ya difunto– apodado así porque pasó su
vida en la cercana ermita, y al calor de las benditas Ánimas crió una piara de
hijos, –compró aquella tierra cuando el gobierno arrambló con el caudal
eclesiástico y lo entregó a manos vivas por siete ochavos y medio. Curro heredó
una octava parte de huerta, y gracias a su buen manejo, a la economía de su mujer
y al auxilio de su única hija, la excelente Demetria, pudo comprar a picos y a
micos las otras partes, haciendo de la finca aquella el grato arrimo de su
vejez.
Tenía también sus tierrecillas de pan sembrar, de las que
venían a casa el trigo, la avena y las habas, con que unos y otros iban
pelechando buenamente. Detrás de la casa está el gallinero, un pedazo de corral
cercado de cañas, y algo más apartado el pajar, semejante a altísima choza de
palma, con su cruz en el caballete para evitar los incendios. No muy distante
de todo esto ábrese el hueco de la noria tapizado de culantrillo, y par de
esta, la ancha alberca llena de agua verdinegra en que flota el limo en masas
esponjosas.
–Ná; que está como quiere –decían de Curro sus
convecinos.–Suelta la naranja y ya está enredao con el mayuelo; deja la ciruela
y apenca con las granás, y antes que espiche la col se le viene a las barbas el
alcaucil; y luego, vengan trigales y grano basto y mazorcas pa comé y pa
encalentá.
Todo el mundo juraba que tenía dineros, y al olor del gato llovían los pretendientes, cosa
tanto más natural, cuando que la Demetria, gato
aparte, era una real moza que de un puñetazo partía un duro. Los que con más ahínco
la rondaban, eran Matías el de la Coja, un pillastre que dejó en el servicio
las ganas de trabajar y andaba de día vagueando y de noche cazando gatos de
verdad para hacer calderetas, e Hipólito el Estirao,
mocetón fornido y serio, algo solemne en sus ademanes, y tan ceremonioso, que
fuera del trabajo no prescindía de la heredada capa en ningún accidente de la
vida social.
Entrambos solían dejarse caer por la huerta las más de las
noches: con achaque de agricultura soltaban su parrafata, y con indirectillas,
con refrancicos, y tal cual rodeada razón que el travesuelo amor les ponía en
la boca, iban encaminando su negocio a uno de los fines para que fueron
creados. En punto de las diez soltaba el borriquillo el toque de queda y se
iban los galanes en amor y compaña hablando del tiempo, de las cosechas, de la
falta o sobra de agua, hasta que pasaban el puente de las Ánimas, un
puentecillo de estacas y tablones tendido sobre el arroyo mansurrón, al que
solo el invierno le hinchaba las narices. Para ir del pueblo o venir de él,
había que pasar aquel puente, que pitas y zarzales se lo iban comiendo.
Los padres de Demetria, allá para sus adentros, amparaban a
Hipólito el ceremonioso, buen labrador y calentejo de cuartos. En cuanto a
Matías, su juicio estaba claramente expuesto en estas razones que el uno al
otro se decían a la luz del candil nupcial, delante de la olorosa cama de
estacas y panizos: «¡Un perdis como ese! Un roamundo por esos cuarteles,
sabiendo más de baraja que de sembrar canteros! Vamos, que no.»
Y aunque abrían tanto ojo, no podían descubrir hacia que
lado caía el solicitado afecto de Demetria.
–Lo que sa menester es que no haiga gatuperio, que yo
conozco a las hembras y sé que siempre tiráis a la hierba peor, –decía Curro,
del todo escamado y receloso.
–No lo digas, demontre. Una hija como esta, que es una oveja, ¿iba a tomaye cariño
a semejante sonaja? Se riye con sus cosas.
–Ahí está el toque, en que se riye; mira como con Hipólito
no menea los labios.
En estas incertidumbres pasó el invierno y la primavera, la
recolección después, más tarde la vendimia, y andaban los industriosos
«santeros» vendiendo la granada, cuando se reunió cierta noche el ilustre
senado en la gran pieza de la casa, que era zaguán, cocina, comedor, hórreo,
almacén de aperos… delante de la chimenea de campana encañada por dentro, en
que ardía un tronco de naranjo y un montón de mazorcas peladas.
Demetria hacía empleita cabe la lumbre vivaracha, y tenía en
su benditísima cara un color de manzana en sazón que embelesaba al prójimo. Su
madre labraba medias con un meneo de agujas que daba mareos, mientras el padre
hurgaba el fuego y arrimaba sus pies descalzos como dos tostadas que quisiera
poner en punto. Terciaba un hortelano portugués que hablaba meramente de las
brujas y las acechaba toda suerte de ruindades, amén de varias cosas útiles; y
los dos pretendientes oficiales se hallaban frente a frente, Matías pureando
como hombre dado a los vicios, e Hipólito muy reverendo, sin soltar la negra
capa, que por arriba le rascaba la corinilla y por abajo le envolvía los pies.
Merinillo, un monaguillo avispado y granuja que servía a Matías de lleva y
trae, se enroscaba como un galgo junto al hogar.
Hablaban de las labores del día, de la conveniencia de
sembrar antes o después de que las tierras se secaran, y el buen Hipólito
enderezaba sus razones «por atún y a ver al duque», diciendo sin quitar ojo de
la gentil empleitera:
–Desengáñese usté, tío Curro; la sementera, temprana. Si se
deja estar, vienen los aguaceros y la pudren. Y aluego, ¿qué se arrecoge? Ná.
–Lo que arrecoges tú –dijo Merinillo. –Más vale que te
arrecojas la capa, que te se va a quemar con los estampíos… ¡Concho con la capa
é Dio!
–Mira tú, cara de pajuela, a ver si no te metes en la capa
de nadie y te vas a tocar las Ánimas. ¡Nos ha fastidiao el crío
metomentó!–saltó Demetria hecha una furia.
–Eso. ¡Largo! que donde hay hombres no se necesitan niños,
–agregó Matías.
Merinillo fuese algo corrido y como a regañadientes. La cara
de Hipólito reflejó en dos resplandores distintos una súbita alegría y un
agradecimiento conmovedor. En aquel instante pensaba: «Lo que es esa me quiere. ¡Qué buen amigo es ese!» Y se quedó ahondando en estas complicadas operaciones
mentales, que eran para él un mundo.
En esto, el portugués la tomó con las brujas y contó cosas estupendas.
Conocía a todo el gremio de Villarreal y de Ayamonte, y hablaba de bestias
perdidas halladas por sus artes, tesoros encontrados, enfermos sanos con cuatro
mejurges y dos retahílas… Sabía muy bien que los pescadores de aquella costa
suelen hacer tres partes de lo pescado: una para el armador, otra para la
tripulación y otra para las brujas, y de ahí ¡eche usted y no se derrame!
–Mi padre las vido– dijo Curro. – Las vido pasar por cima de
la ermita en noches de estas, cuando tocaba la campana. Ellas iban repicando en
los almireces y dando chillíos… Mi padre no las nombraba por su nombre porque
dicen que es malo, que escupen en las huertas y se secan las matas de lo que
haiga, y asín, cada vez que sentía el estropicio, decía: «¡Ya están ahí esas
señoras… Ave María purísima!» Y nosotros a jundir la cabeza en el jergón.
–Esas serían las Ánimas –observó la mujer de Curro, – que
las noches de este mes salen del cementerio y pasan por el puente en cuanto la
campana se menea.
–¡Dale! Si sabré yo
lo que son ánimas y lo que son brujas, habiendo sío toa mi vida animero. Las
ánimas no se puén ver máj que en el puente, y no llevan almireces ni dan
chillíos. Si al caso, dan unos bramíos que jielan la sangre.
–Mi tío Juan las vido una noche y es el que más pué decir
deso –dijo Matías.–Pasaban por los laos del puente montás en unos caballos sin
patas, y jala que jala toa la noche con el lomo encorvao y echando al aire unos
pañales blancos… Allá en la punta, dice que estaba una grande con brazos que
llegaban a las estrellas y dando relumbríos hasta por la boca. Y a tó esto, el
puente temblaba con el ¡ujujum!... de unos lamentos que llenaban el aire
amargoso en que se mascaba la llantina.
–¡Qué te calles, condenao!
En este instante una ráfaga de viento colóse por la chimenea
y bajó bramando hasta esparcier las llamas por el suelo.
–¡Cuando yo digo! –exclamó Matías sin disimular el miedo.–Me
voy. Esta noche paece que hay brujas hasta en las pencas de los chumbos.
Alogunos no querdrán creerlo, pero a esos tales los ponía yo de cintinela en el
puente…
–Si vosa mersé las hubera visto como yo, bailando un fado…
–Condió.– Y desapareció Matías sin aguardar a que el
portugués contara lo del fado. No se
le cocía el pan a Hipólito con aquella conversación tan fuera del camino a que
él quería llevarla. Aquel hombrón duro y valiente en todas las faenas del campo,
tenía el estrecho cráneo lleno de agorerías y supersticiones. Mejor se las
habría con un lobo que con un alma en pena, y las historias con que las comadres
asustan a la infancia se le revolvían, dando en tierra con toda la máquina de
su valentía y de su esfuerzo.
A la hora reglamentaria
despidióse con aquel empaque digno y decoroso, un tanto alicortado en presencia
de la Demetria, y embozándose en la luenga capa, que no pasaría un dardo,
primero a tientas, luego alumbrado por el centellear de las innumerables
estrellas, cruzó la huerta y salió al hondo caminejo. En lo alto de los
tapiales se alzaban tiesas y ganchudas, con silenciosa inmovilidad de muerte,
las chumberas y las pitas. Más allá movíanse unas masas negras, y rumorosas,
las copas de los naranjos, respondiendo al soplo del aire con rumor de sordas
lamentaciones. Arriba, en el gran casco azul, brillaba la llama blanca de los
astros, velada por una bruma húmeda, lacrimosa, saturada de amarguras salobres.
Antes de trasponer el último recodo, oyó Hipólito el clamor
de la campana de la ermita, tocando una especie de rebato funeral con que
parecía llamar a todos los negros fantasmas de la noche. ¡Malum signum! quiso decir con aquella parada en firme que hizo
Hipólito en el camino. La campana seguía dando al viento su vibración
clamorosa, los árboles parecían gemir con rumor doliente, la perezosa bruma se
desgarraba en las pencas de las pitas como en jirones de un sudario inmenso…
–Vamos allá, que estos espantijos son chiquillás y ná más
que pariencias. En el inte, iré echando un requiescantimpace, que es cosa que
quita el miedo y a las Ánimas les sirve.
Pero al salir del camino y dar vista al puente se le
remataron los alientos, quedándose helado con tal sensación de espanto, que
hasta la capa vino al suelo. A entrambos lados galopaban unas figuras negras,
erizadas, encorvándose sobre caballos sin patas que se desdibujaban cual si
fuesen de humo. Unos lienzos blancos, resplandecientes bajo el fulgor de las
estrellas, ondeaban como siniestras banderas a compás de aquel fantástico
galope; al otro lado del puente alzábase una figura grande, monstruosa, con
varias cabezas asomando por encima del sudario, y en una de estas relucían con
resplandor intenso y rojo sus ojos innumerables.
La campana seguía sonando cada vez más trémula en aquel
ambiente funeral; voces humanas, entre las que sobresalía una atiplada y
dolorosa, entonaban un Responso, el
canto de los muertos llenando la noche. Y cuando Hipólito vio con sus propios
ojos moverse la figura grande, que lanzaba el sudario con un brazo colosal con
que podría tocar el cielo, no fue dueño de su voluntad, y volviendo grupas,
emprendió una carrera loca, desesperada, para la que el campo era estrecho.
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–Lo que es el gachó no vuelve a pasar el puente. Sacabó el
noviajo. Anda, Merinillo, arranca el cordel de la campana, quita esos pañales
de las zarzas pa que no se meneen… espera que yo quite del pitaco este el palo
y la sábana… apaga la vela del tostaor, no venga por ahí alguien y se lleve el
susto. ¿Sabes que cantas mu retebién el gori-gori de los defuntos? Paeces un
grillo enlutao. ¡Ajajá! ya está el puente en traje de mecánica; ya pué pasar tó
el mundo. A ver, mira qué bulto negro es ese…
–¿Qué va a ser? La capa del nene. ¡Concho con la capa é Dio!
–Llévatela, tírasela en el corral. El bruto sa creío que se
la llevó la pantasma. ¡Ahora sí que Demetria es pa mí! ¡Me la dan las Ánimas!
Blanco y Negro 3 noviembre 1900.