miércoles, 28 de marzo de 2018

EL PUENTE DE LAS ÁNIMAS (José Nogales Nogales)

La huerta de Curro el «santero» está a unos mil pasos del pueblo, mirando hacia donde sale el sol. Fórmanla hasta sus seis fanegas de tierra de regadío, con su noria del tiempo de los moros, en que se zambullen los arcaduces atados con mimbres secos y primorosas tomizas. Acaso nadie vio más tosca máquina ni borriquillo tan matalón como aquel que la mueve, todo el santo día con las anteojeras puestas. Allí hay de todo cuanto Dios crió: naranjas, frutalería diversa, canteros de hortaliza, según el tiempo; árboles cocinales y medicinales, como el laurel y el sauco; tablas de alcauciles, rosales en las lindes, madreselvas en los vallados, y alrededor de la casa un sinfín de tiestos, ollas rotas, barreños lañados, cubos sin fondo, en que se crían los claveles a la vera de las almácigas. Además hay una frondosa alcaparronera que arraigó en un poste, entre dos ladrillos, y se descuelga como hermoso tapiz cubriendo una de las cuatro paredes de la casa.
El santero padre, ya difunto– apodado así porque pasó su vida en la cercana ermita, y al calor de las benditas Ánimas crió una piara de hijos, –compró aquella tierra cuando el gobierno arrambló con el caudal eclesiástico y lo entregó a manos vivas por siete ochavos y medio. Curro heredó una octava parte de huerta, y gracias a su buen manejo, a la economía de su mujer y al auxilio de su única hija, la excelente Demetria, pudo comprar a picos y a micos las otras partes, haciendo de la finca aquella el grato arrimo de su vejez.
Tenía también sus tierrecillas de pan sembrar, de las que venían a casa el trigo, la avena y las habas, con que unos y otros iban pelechando buenamente. Detrás de la casa está el gallinero, un pedazo de corral cercado de cañas, y algo más apartado el pajar, semejante a altísima choza de palma, con su cruz en el caballete para evitar los incendios. No muy distante de todo esto ábrese el hueco de la noria tapizado de culantrillo, y par de esta, la ancha alberca llena de agua verdinegra en que flota el limo en masas esponjosas.
–Ná; que está como quiere –decían de Curro sus convecinos.–Suelta la naranja y ya está enredao con el mayuelo; deja la ciruela y apenca con las granás, y antes que espiche la col se le viene a las barbas el alcaucil; y luego, vengan trigales y grano basto y mazorcas pa comé y pa encalentá.
Todo el mundo juraba que tenía dineros, y al olor del gato llovían los pretendientes, cosa tanto más natural, cuando que la Demetria, gato aparte, era una real moza que de un puñetazo partía un duro. Los que con más ahínco la rondaban, eran Matías el de la Coja, un pillastre que dejó en el servicio las ganas de trabajar y andaba de día vagueando y de noche cazando gatos de verdad para hacer calderetas, e Hipólito el Estirao, mocetón fornido y serio, algo solemne en sus ademanes, y tan ceremonioso, que fuera del trabajo no prescindía de la heredada capa en ningún accidente de la vida social.
Entrambos solían dejarse caer por la huerta las más de las noches: con achaque de agricultura soltaban su parrafata, y con indirectillas, con refrancicos, y tal cual rodeada razón que el travesuelo amor les ponía en la boca, iban encaminando su negocio a uno de los fines para que fueron creados. En punto de las diez soltaba el borriquillo el toque de queda y se iban los galanes en amor y compaña hablando del tiempo, de las cosechas, de la falta o sobra de agua, hasta que pasaban el puente de las Ánimas, un puentecillo de estacas y tablones tendido sobre el arroyo mansurrón, al que solo el invierno le hinchaba las narices. Para ir del pueblo o venir de él, había que pasar aquel puente, que pitas y zarzales se lo iban comiendo.
Los padres de Demetria, allá para sus adentros, amparaban a Hipólito el ceremonioso, buen labrador y calentejo de cuartos. En cuanto a Matías, su juicio estaba claramente expuesto en estas razones que el uno al otro se decían a la luz del candil nupcial, delante de la olorosa cama de estacas y panizos: «¡Un perdis como ese! Un roamundo por esos cuarteles, sabiendo más de baraja que de sembrar canteros! Vamos, que no.»
Y aunque abrían tanto ojo, no podían descubrir hacia que lado caía el solicitado afecto de Demetria.
–Lo que sa menester es que no haiga gatuperio, que yo conozco a las hembras y sé que siempre tiráis a la hierba peor, –decía Curro, del todo escamado y receloso.
–No lo digas, demontre. Una hija como  esta, que es una oveja, ¿iba a tomaye cariño a semejante sonaja? Se riye con sus cosas.
–Ahí está el toque, en que se riye; mira como con Hipólito no menea los labios.
En estas incertidumbres pasó el invierno y la primavera, la recolección después, más tarde la vendimia, y andaban los industriosos «santeros» vendiendo la granada, cuando se reunió cierta noche el ilustre senado en la gran pieza de la casa, que era zaguán, cocina, comedor, hórreo, almacén de aperos… delante de la chimenea de campana encañada por dentro, en que ardía un tronco de naranjo y un montón de mazorcas peladas.
Demetria hacía empleita cabe la lumbre vivaracha, y tenía en su benditísima cara un color de manzana en sazón que embelesaba al prójimo. Su madre labraba medias con un meneo de agujas que daba mareos, mientras el padre hurgaba el fuego y arrimaba sus pies descalzos como dos tostadas que quisiera poner en punto. Terciaba un hortelano portugués que hablaba meramente de las brujas y las acechaba toda suerte de ruindades, amén de varias cosas útiles; y los dos pretendientes oficiales se hallaban frente a frente, Matías pureando como hombre dado a los vicios, e Hipólito muy reverendo, sin soltar la negra capa, que por arriba le rascaba la corinilla y por abajo le envolvía los pies. Merinillo, un monaguillo avispado y granuja que servía a Matías de lleva y trae, se enroscaba como un galgo junto al hogar.
Hablaban de las labores del día, de la conveniencia de sembrar antes o después de que las tierras se secaran, y el buen Hipólito enderezaba sus razones «por atún y a ver al duque», diciendo sin quitar ojo de la gentil empleitera:
–Desengáñese usté, tío Curro; la sementera, temprana. Si se deja estar, vienen los aguaceros y la pudren. Y aluego, ¿qué se arrecoge? Ná.
–Lo que arrecoges tú –dijo Merinillo. –Más vale que te arrecojas la capa, que te se va a quemar con los estampíos… ¡Concho con la capa é Dio!
–Mira tú, cara de pajuela, a ver si no te metes en la capa de nadie y te vas a tocar las Ánimas. ¡Nos ha fastidiao el crío metomentó!–saltó Demetria hecha una furia.
–Eso. ¡Largo! que donde hay hombres no se necesitan niños, –agregó Matías.
Merinillo fuese algo corrido y como a regañadientes. La cara de Hipólito reflejó en dos resplandores distintos una súbita alegría y un agradecimiento conmovedor. En aquel instante pensaba: «Lo que es esa me quiere. ¡Qué buen amigo es ese!» Y se quedó ahondando en estas complicadas operaciones mentales, que eran para él un mundo.
En esto, el portugués la tomó con las brujas y contó cosas estupendas. Conocía a todo el gremio de Villarreal y de Ayamonte, y hablaba de bestias perdidas halladas por sus artes, tesoros encontrados, enfermos sanos con cuatro mejurges y dos retahílas… Sabía muy bien que los pescadores de aquella costa suelen hacer tres partes de lo pescado: una para el armador, otra para la tripulación y otra para las brujas, y de ahí ¡eche usted y no se derrame!
–Mi padre las vido– dijo Curro. – Las vido pasar por cima de la ermita en noches de estas, cuando tocaba la campana. Ellas iban repicando en los almireces y dando chillíos… Mi padre no las nombraba por su nombre porque dicen que es malo, que escupen en las huertas y se secan las matas de lo que haiga, y asín, cada vez que sentía el estropicio, decía: «¡Ya están ahí esas señoras… Ave María purísima!» Y nosotros a jundir la cabeza en el jergón.
–Esas serían las Ánimas –observó la mujer de Curro, – que las noches de este mes salen del cementerio y pasan por el puente en cuanto la campana se menea.
–¡Dale! Si sabré  yo lo que son ánimas y lo que son brujas, habiendo sío toa mi vida animero. Las ánimas no se puén ver máj que en el puente, y no llevan almireces ni dan chillíos. Si al caso, dan unos bramíos que jielan la sangre.
–Mi tío Juan las vido una noche y es el que más pué decir deso –dijo Matías.–Pasaban por los laos del puente montás en unos caballos sin patas, y jala que jala toa la noche con el lomo encorvao y echando al aire unos pañales blancos… Allá en la punta, dice que estaba una grande con brazos que llegaban a las estrellas y dando relumbríos hasta por la boca. Y a tó esto, el puente temblaba con el ¡ujujum!... de unos lamentos que llenaban el aire amargoso en que se mascaba la llantina.
–¡Qué te calles, condenao!
En este instante una ráfaga de viento colóse por la chimenea y bajó bramando hasta esparcier las llamas por el suelo.
–¡Cuando yo digo! –exclamó Matías sin disimular el miedo.–Me voy. Esta noche paece que hay brujas hasta en las pencas de los chumbos. Alogunos no querdrán creerlo, pero a esos tales los ponía yo de cintinela en el puente…
–Si vosa mersé las hubera visto como yo, bailando un fado…
–Condió.– Y desapareció Matías sin aguardar a que el portugués contara lo del fado. No se le cocía el pan a Hipólito con aquella conversación tan fuera del camino a que él quería llevarla. Aquel hombrón duro y valiente en todas las faenas del campo, tenía el estrecho cráneo lleno de agorerías y supersticiones. Mejor se las habría con un lobo que con un alma en pena, y las historias con que las comadres asustan a la infancia se le revolvían, dando en tierra con toda la máquina de su valentía y de su esfuerzo.
A la hora reglamentaria despidióse con aquel empaque digno y decoroso, un tanto alicortado en presencia de la Demetria, y embozándose en la luenga capa, que no pasaría un dardo, primero a tientas, luego alumbrado por el centellear de las innumerables estrellas, cruzó la huerta y salió al hondo caminejo. En lo alto de los tapiales se alzaban tiesas y ganchudas, con silenciosa inmovilidad de muerte, las chumberas y las pitas. Más allá movíanse unas masas negras, y rumorosas, las copas de los naranjos, respondiendo al soplo del aire con rumor de sordas lamentaciones. Arriba, en el gran casco azul, brillaba la llama blanca de los astros, velada por una bruma húmeda, lacrimosa, saturada de amarguras salobres.
Antes de trasponer el último recodo, oyó Hipólito el clamor de la campana de la ermita, tocando una especie de rebato funeral con que parecía llamar a todos los negros fantasmas de la noche. ¡Malum signum! quiso decir con aquella parada en firme que hizo Hipólito en el camino. La campana seguía dando al viento su vibración clamorosa, los árboles parecían gemir con rumor doliente, la perezosa bruma se desgarraba en las pencas de las pitas como en jirones de un sudario inmenso…
–Vamos allá, que estos espantijos son chiquillás y ná más que pariencias. En el inte, iré echando un requiescantimpace, que es cosa que quita el miedo y a las Ánimas les sirve.
Pero al salir del camino y dar vista al puente se le remataron los alientos, quedándose helado con tal sensación de espanto, que hasta la capa vino al suelo. A entrambos lados galopaban unas figuras negras, erizadas, encorvándose sobre caballos sin patas que se desdibujaban cual si fuesen de humo. Unos lienzos blancos, resplandecientes bajo el fulgor de las estrellas, ondeaban como siniestras banderas a compás de aquel fantástico galope; al otro lado del puente alzábase una figura grande, monstruosa, con varias cabezas asomando por encima del sudario, y en una de estas relucían con resplandor intenso y rojo sus ojos innumerables.
La campana seguía sonando cada vez más trémula en aquel ambiente funeral; voces humanas, entre las que sobresalía una atiplada y dolorosa, entonaban un Responso, el canto de los muertos llenando la noche. Y cuando Hipólito vio con sus propios ojos moverse la figura grande, que lanzaba el sudario con un brazo colosal con que podría tocar el cielo, no fue dueño de su voluntad, y volviendo grupas, emprendió una carrera loca, desesperada, para la que el campo era estrecho.
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–Lo que es el gachó no vuelve a pasar el puente. Sacabó el noviajo. Anda, Merinillo, arranca el cordel de la campana, quita esos pañales de las zarzas pa que no se meneen… espera que yo quite del pitaco este el palo y la sábana… apaga la vela del tostaor, no venga por ahí alguien y se lleve el susto. ¿Sabes que cantas mu retebién el gori-gori de los defuntos? Paeces un grillo enlutao. ¡Ajajá! ya está el puente en traje de mecánica; ya pué pasar tó el mundo. A ver, mira qué bulto negro es ese…
–¿Qué va a ser? La capa del nene. ¡Concho con la capa é Dio!
–Llévatela, tírasela en el corral. El bruto sa creío que se la llevó la pantasma. ¡Ahora sí que Demetria es pa mí! ¡Me la dan las Ánimas!


Blanco y Negro   3 noviembre 1900.