Cansado estaba de corretear por la
vieja Europa. ¡Qué escenas tan comunes y manoseadas! Decía yo para mi
paseándome un día por las anchas calles del barrio de San Germán de París; se
hallan aquí brillantes artes, hermosos recreos, ciencias, literatura.. En
Londres edificios magníficos, costumbres francas y generosas, especulaciones
mercantiles… En Madrid, mi querida patria, elegante a millares, brillantez
exterior, más luego pobreza suma: el lujo de un cadáver… ¿Y libertad? ¿Dónde
hallaré yo las virtudes unidas al saber y a la ilustración? ¿Dónde los
magníficos cuadros de la naturaleza superiores siempre a los del arte? ¿Dónde
la moral Evangélica? ¿La igualdad, la santa igualdad?... ¡Ah! Cansado estoy ya
de vivir en la vieja Europa…
–Vente conmigo, me replicó un
amigo piloto que escuchaba con atención detrás de mí el lamentable soliloquio.
–Vamos corriendo, le repliqué sin
reflexionar un instante siquiera, pues en verdad sea dicho, no soy yo de los
que reflexionan mucho, apenas se me exalta mi ardiente imaginación.
–Pues sígueme de aquí al Havre, y
luego…
–¿Y adónde quieres llevarme?
–A los Estados Unidos de América.
–Cabalmente… ¡Que sandio soy! A
los Estados Unidos… Allí es donde yo debo ir… Allí hallaré todo lo que apetece
mi alma.
Como se dijo se hizo, y embarcados
en una ligera fragata, divisamos, sin el menor desmán, las orillas americanas.
Salve, dije yo entusiasmado y poniéndome de pie sobre la cubierta, salve,
tierra bendita donde el filantrópico Penn estableció sus paternales leyes,
salve, patria de los Francklin, aquí se llenará el vacío de mi corazón que solo
ansía por la soledad y la filosofía!…
Visité con curiosidad y placer las
ciudades populosas admirando la finura, la tolerancia y las patriarcales
costumbres que en ellas reinaban; esto es hecho, dije para mi sayo, aquí fijo
mi residencia, se acabó ya mi espíritu ambulante; una bonita hacienda de campo,
luego mi esposa, mis hijos… vamos, seré hombre feliz en toda la extensión de la
palabra.
Unos me aconsejaban que
estableciese mi residencia en Boston, otros en Filadelfia, y yo preferí vivir en una pequeña aldea a las orillas del
río Delaware. ¿Y por qué? Lo diré en pocas palabras: había leído en los
primeros años de mi juventud con religioso respeto la novela de La familia de Wieland; los sucesos que
se suponían acontecidos a las orillas de aquel río, estaban grabados con
ardientes caracteres en mi imaginación, y estas preocupaciones románticas se
aumentaron más, apenas pisé el suelo americano.
Vedme pues de camino para mi nueva
patria; fabriqué una casita en el sito más pintoresco de la aldea, y gozaba
distraído con estas ocupaciones las más puras delicias; todas las muchachas
agraciadas se me figuraban otras tantas Claras,
y apenas divisaba un hombre de fornida musculatura, de ojos perspicaces y de
mirar melancólico, ese es Carvino
exclamaba casi en voz alta.
Concluidas ya a los dos meses mis
principales ocupaciones domésticas, traté de pagar las visitas que los
obsequiosos vecinos me habían hecho, y una tarde con la escopeta al hombro y
seguido de un perro de caza, me encaminé hacia la habitación de Mr. Ricardo,
que vivía a media legua de la aldea; costeaba el río poco a poco gozándome en contemplar
aquellas obscuras y enmarañadas selvas, donde aún apenas había penetrado la
mano destructora del hombre; árboles gigantescos impedían casi la entrada al
sol; claros arroyos serpeaban por tapices de flores y verdura, y numerosas
bandas de pájaros ostentaban su brillante plumaje, ya meciéndose sobre los
árboles, ya revoloteando de unos en otros; no lejos del camino había un espeso
zarzal y mi perro comenzara a ladrar alrededor con ahínco; un instante después
me pareció oír unos quejidos que yo atribuí a ilusión de mi fantasía, mas
apretó tanto el perro, que ya cuidadoso me acerco, aparto las matas… ¡Ah Dios
mío lo que vi!... Han pasado ya algunos años y no puedo acordarme sin que se me
erice el cabello… En la gruesa rama de un alto cedro estaba colgada una gran
jaula de hierro y dentro una infeliz negra desnuda del todo, que más parecía
esqueleto que criatura viva, exhalaba roncos quejidos; me acerco más y noto que
le habían sacado los ojos y que innumerables insectos la picaban y devoraban a
mansalva.
–¡Qué horror! grité. ¿Quién te ha
puesto así? ¿Quién eres?
–Por Dios… agua… hace seis días…
agua…
Le di mi sombrero lleno, bebió con
la mayor ansia, me pidió más, y mientras yo la recogía del vecino arroyo, noteé
que se acercó un viejo trabajador, me miró de hito en hito y se sonrió.
–Muy afanado está V. amiguito, me
dijo.
–¿No oye V. los lamentos?...
–Sí, me replicó con una frialdad
estoica, eso es natural.
–¡Cómo natural! contesté yo dando
un salto de cólera.
–Es un castigo que con frecuencia
da a sus negros Mr. Ricardo.
–¿Con qué?...
–Sí, señor; V. parece español e
ignora acaso que hay amos tan bárbaros.
–¿Y tratan así estos hombres a sus
esclavos? ¿Y siempre en la boca las palabras de humanidad y libertad?
Sin aguardar respuesta, no digo
corrí sino volé a la casa de mi despiadado vecino, colocada en el centro de un
hermoso y dilatado cafetal.
–¿Dónde está el amo? grité al
primero que encontré: dile que con la mayor premura me precisa hablarle.
Salió en efecto fumando con cachaza
en su larga pipa, y después de los preámbulos y complimientos de estilo, le
manifesté con dulzura lo que había visto, y le supliqué librase a su esclava de
aquel tan cruel castigo.
–¡A una negra mía! Le juro a V.
por mi honor que nada sé.
–¡Cómo!... ¿Con que a cuatro pasos
de aquí está esa infeliz enjaulada, dando dolorosos quejidos y V. nada sabe?
–Esas son cosas peculiares de mi
mayordomo.
–Pues yo desearía…
–Espere V… Juan, infórmate que ha
pasado.
–Señor, entró a poco diciendo el
criado, la negra a quien se la ha dado el castigo de la jaula es María, muy
conocida por su terquedad.
–Sí, ya caigo, vete; a esa
muchacha se la ha tratado aquí cual si fuese hija, se la ha mimado y ella es
una altanera, holgazana que solo piensa en sus hijos y no en trabajar; habrá
hecho sin duda suficiente motivo para que mi mayordomo la castigue así.
–Tiene V. razón, le contesté yo
disimulando la cólera, mas con todo le suplico que me entregue a esa esclava
por si curarla puedo, y si lo logro se la pagaré a V.
–Llévese V. enhorabuena esa linda
alhaja, y que le haga excelente provecho tan hermosa adquisición.
Retrocedí a la aldea, traje dos de
mis criados, y con el mayor cuidado llevamos a la infeliz hasta dejarla
acostada en una cómoda y mullida cama. ¡Mas ay, todos nuestros cuidados fueron
inútiles! El hambre había debilitado de tal manera sus órganos digestivos, que
ya el alimento gradual que comenzamos a darle le hacía más daño que provecho;
entonces por última merced me pidió que antes de morir quería tocar con sus
manos a sus queridos hijos; se acercaron los angelitos a la cama de la madre, y
allí presencié una de aquellas escenas que más son para vistas que para
contadas.
Los niños lloraban amargamente, y
la madre les decía con cariñosa y apagada voz.
–Hijos de mi alma, todo mi deleito
ha sido quereros mucho; pretendían que yo os apartase de mí, que no os estrechase
entre mis maternales brazos… ¡Ah! ¿Podía yo cumplir tan crueles mandatos?
Blanco, V. ha tratado de volverme a la vida, mas ya todo es escudado… todo… y
además para que quiere vivir una pobre ciega… solo siento a estas mitades de mi
corazón… ofrézcame V. ya que es tan bueno que no los desamparará en su orfandad…
pues su amo… ¿No observa V. lo que ha hecho conmigo?
–Muere en paz y sin zozobra,
desgraciada mujer, le respondí yo; tus hijos serán mis hijos; yo no distingo de
colores, para mí todos los hombres son hijos de un Dios piadoso, todos son mis
hermanos…
Él le pagará a V. tamaña piedad…
ay… ay… me faltan las fuerzas… hijos míos… amad siempre mucho a vuestro bienhechor
que yo muero bendiciéndolo… sí, bendito…
Sin acabar la frase expiró la
triste.
–Fuera, fuera, para siempre de
aquí, exclamé, no quiero vivir en medio de unas gentes que a pesar de sus
protestas de filantropía y de republicanismo, conservan todavía en su país la
ominosa esclavitud de los negros y todas sus horribles consecuencias;
volvámonos a la vieja Europa; allí hay vicios, preocupaciones, males sin
cuento; mas la ley no tolera por ningún pretexto tan terribles maldades.
Semanario Pintoresco Español, 7 de mayo de 1837