El matrimonio de Tomás y Remedios quedó concertado delante
de la choza una noche de primavera en que la luna comenzó a subir, filtrando su
luz, como a través de un encaje, por entre las ramas del encinar.
En troncones de chopo y taburetes de corcho estaban sentados
Felipe el Largo, padre de Remedios, y su mujer, una pobre mujer que parecía una
oveja acansiná, que ni tugía ni
mugía; tío Francisco el Remellao, padre del novio; Remedios, una mozona de
cuatro dedos sobre la marca, según el discreto elogio con que la obsequió un marchante; Tomás, el ágil y suelto y
alegre pretendiente, y Dolores la Corza, sobrina del Largo, huérfana recogida
desde que tenía tres años.
–La cosa está en eso, Felipe, en que así se ha terciao; y
acuérdate de lo que fuiste de pollo ahora que eres recovero. Estos se quieren…
y no hay sino poner el pescuezo. Y no me vengas con que si el zagal festejaba a
la Corza, porque eso, que lo diga ella, tó se volvió aire.
–¿Aire? menos que eso: un relampagazo tonto que ni enfría ni
calienta. – dijo la Corza con hocico de a cuarta.
–Bueno, hombre, ¡sí estoy conforme! Pero me parece que con
dar la casilla del pueblo hago bastante.
–Y la yunta, padre. Sin yunta no me caso.
–¿Lo ves, hombre? Suelta el par de vacas, que críen otra
familia.
El Largo echó un suspiro de lo más honro, y dijo que sí con
la cabeza. Le dolía aquella promesa de entregar las dos vacas paridas,
entrambas negras, lustrosas, gordas y cabales. La Corza soltó otro suspirazo
mojado en lágrimas, porque ella cuidaba de las vacas y de los becerros, y la
querían con fieles extremos de un cariño sano, paciente, mejor que el de los
hombres.
Un ruiseñor que anidaba en un chopo empezó a cantar tan
amorosamente, que despertó a las dormidas brisas de la serranía. El monte se
deshacía en olores de una intensidad vivificante; el acre perfume de las cornicabras
y lentiscos, de los tomillares y cantuesos, de los quejigos y retamas en flor,
henchían el aire, saturado de gérmenes. Latía la vida como latía la sangre, con
nueva fuerza, con inmoderado impulso.
Detrás de la choza mugían las dos vacas llamando a los
becerros, y con el meneo de los testuces sonaban las esquilas con un son
concertado, dulcísimo, que se perdía bajo el encinar como notas de un cántico
pastoril acomodado a la ocasión y a lugar tan agreste.
Tomás aprovechó una pausa que hacían los viejos, sacó el
silbo de adelfa, el de los tres agujeros clásicos, y comenzó una tocata, mitad
aprendida, mitad improvisada allí, al lado de la buena moza, a quien a la luz
de la luna le relucían tanto los ojos como los carrillos.
–¡Qué bien toca! –decían Felipe y el Remellao.– Y aquél sacó
la cantarilla del vino y el vaso de cuerno, y no fue menester más para que una
tibia ráfaga de alegría los inundase. El silbo de adelfa hacía primores, y lo
acompañaban bien el rumor confuso y doliente de la arboleda, el son de las
esquilas, las notas valientes y enamoradas del ruiseñor, y hasta el maullar
lejano del gato salvaje que paseaba su celo por el monte.
–Basta de musiquerías, que es tarde –dijo la Corza – La negrita y la pelá me están llamando: quieren hierba, y he de ir a la cerca para
traerles un montón.
–Eso. Cuídamelas bien, Corza, que ya son mías.
Y el músico se echó a reír con toda su alma. La Corza no
respondió. Levantóse y echó a andar encinar adelante, hasta que se perdió en
las sombras.
–La zagala tiene razón. Es tarde, y el pueblo está lejos.
¿Vienes Tomasillo?
–Yo me quedo en la case de los «murtales.»
Felipe miró al cielo para ver la caída del «carro chico» y
la subida de las «cabrillas», meneó el cantarete y juzgó por todas estas
señales que no había acreedor que le reclamase tanto como la cama; y así unos y
otros se despidieron.
***
En medio de la verda, bajo el ramaje de cuatro encinas que
lo juntaban, vio Tomás un bulto derribado sobre el haz de hierba.
–¿Corza, te has caído? Pues tú no bebiste. Bien que lo
reparé.
–No caí. Es que tengo frío…
–¿Frío tú, y en esta noche en que no sé qué soplos de horno
menean las encinas? ¿Quieres que te levante? Dilo.
–Quita de ahí, bestia dañina –dijo la Corza levantándose.
–Si me tocas, te estripo.
–Algo menos será. Acuérdate.
–No me acuerdo.
–Estás repicando con los dientes. A ver, déjame… si es para
abrigarte, tonta. Te llevaré a la choza.
–No es mía. Hasta hoy no he caído en que no es mía. En que
nada es mío. Ni las vacas, que son tuyas.
–¡Toma, pues vaya un acuerdo! ¿Tú has tenido algo nunca? No
tienes más que lo buena que eres y lo guapa y sargentona que Dios te ha criado.
¿Te acuerdas cuando trabajábamos juntos, y tío Felipe me reñía porque yo tocaba
el silbo y no le dejaba dormir? Aquí lo traigo, tontaza; ¿quieres que te toque?
–Sí; sí… pero vete.
–Vaya, pues me iré y tocaré por darte gusto. Que me cuides
muy bien la yunta.
La sombra del ramaje se tragó a Tomás, pero de aquella
obscuridad surgió la cantata pastoril como un cántico del alba, que se fue alejando,
que se fue perdiendo en el espeso bosque, como el eco de una esperanza que se
disuelve en la bruma del terruño.
¡Oh, Dios! ya no lo oía la Corza, que seguía escuchando.
Aquel gorjeo del palo de adelfa que alegró la choza, se había perdido para siempre.
Y eso decía la Corza: ¡para siempre!...
Quedóse allí, rígida, mirando la sombra movediza, que ya no
le traía un solo eco. Unos gusanos de luz que el haz de hierba dejó en su
cabeza, abrieron las linternas verdosas y se movían con su extraña fosforescencia
como una oscilante diadema de viviente pedrería; las encinas dejaban caer como
lluvia piadosa los flecos áureos de sus flores; el ramaje ondeaba con rumor
querelloso; el ruiseñor lanzaba desde el chopo su nota de amor, cada vez más
llena, cada vez más trémula y apasionada, y el son dulcísimo de las esquilas
respondía mansa y apaciblemente al concierto primaveral que henchía los cielos
y la tierra.
–Cuídalas, ¿eh? ¡Cuídalas, que son mías! Ni ellas ni yo
somos de nadie. ¡De nadie!
Y renegó del mundo, de un mundo tan embustero en que
cantaban los ruiseñores y se hacen el amor las mariposas mientras el corazón
humano sangra y ruge. Una súbita impaciencia la sacudió como sacudían el monte
las olientes brisas; sintió el ansia de ser más libre, de ser más sola, de
beber de un trago toda la amargura.
–Yo sé como se hace eso. Lo sé. Ya lo verán muy pronto.
Y cargando con el blando haz en que jugaban las luciérnagas,
aquel alma salvaje fuese al regajo temible donde crecía la hierba mortal con la
que reventaban las vacas.
Era un sitio tristísimo: la espesa manta de hierba venenosa,
húmeda de rocío, tendía alevosamente su verdor intenso, y esparcía su olor como
una caricia traicionera.
–¿Me conocéis, verdad? Siempre vine para echar el ganado…
ahora vengo para que al ganado vayáis. ¿Qué cosas, eh? Si tuvierais boca os
echabais a reír. Yo que tengo boca, no me río… ¡hasta con los dientes lloro!
Mezcló con el haz el manojo de trébol venenoso y de cicuta
en flor, y tomó la vuelta de la choza con una energía alto turbulenta, que la
hacía tropezar y dar rodeos.
Las dos vacas volvieron las cabezas y mugieron saludándola.
La negrita tenía el rabo hecho una
rosca, y la pelá se rascaba un ijar
con su lengua de a palmo. Mientras que ansiosamente molían la hierba en sus
húmedas bocazas, la Corza acarició a los mansos animales con ternura, como la
madre que se despide de sus hijos.
–No, no seréis de nadie. Nos vamos todos.
Y señaló con la mano al horizonte obscuro, a un sitio
desconocido que estaría muy lejos, acaso tenebroso, acaso riente, donde la
primavera traería solo flores y ninguna lágrima. Entró en la cerca, y los
ternerillos se le vinieron encima jugando como dos cachorros. Franqueóles la
puerta, y allá se fueron berreando de alegría a sacar el último trago de vida
de unas entrañas en que se revolvía la muerte.
–Me lo daba el corazón… yo no podía acabar más que en el
regajo. No hubo otra más libre ni más sola. Ahora quiero serlo más. El Remellao
dio en el clavo: ¡todo aquello no fue más que aire… un relampagazo que me dejó seca!
Al llegar otra vez al sitio en que crecía blanda y jugosa la
hierba mortal, creyó oír aquel silbo de adelfa haciendo primorosos sones bajo
la fronda de las encinas.
–No es, no es. Es el ruiseñor. Otro embustero. Aquél se
calló para siempre… ¡maldito sea!
***
La luna se quedó blanca con las primeras luces de la aurora;
una faja de color de rosas tiñó el borde de los cerros; la turba alada despertó
en un piar inocente que remozaba el campo, y una alondra que se perdía en las
nubes pasó, dejando caer su cántico vibrante como un alegre ideal que aletea en
el azul infinito.
Salió el sol, rojo como una amapola enorme, y sus primeros
rayos de color de sangre alumbraron una cosa triste que manchaba el nacarado
esplendor de la primavera. Detrás de la choza, dos vacas negras y lustrosas
levantaban sus hinchadas panzas, por las que pasó el veneno. Dos becerros
parecían gemir junto a las ubres frías que secó la muerte. Allá abajo, sobre la
alfombra de hierbas mortales, estaba la Corza tendida, muerta, con la boca
verde y el vientre hinchado, como otra vaca lozana y bravía.
Sobre aquellos cuerpos había pasado una ráfaga de pasión, de
la pasión que mata.
Blanco y Negro, 31 de marzo de 1900