viernes, 30 de marzo de 2018

HISTORIA DE MI VECINO (Gaspar Núñez de Arce)

El hombre ha creado la palabra suerte para encubrir con ella el resultado de su ignorancia, de sus debilidades y de sus pasiones. Excepto algunos accidentes fortuitos que están fuera del alcance de la previsión humana, la mayor parte de las desgracias que nos suceden, provienen de nuestra falta de tino.
Ejemplo de esta verdad, es un pobre hombre que vive cerca de mi casa, y cuya historia, aun cuando nada tiene que pueda haceros reír, me parece conveniente referiros. Ella prueba que el mísero mortal, demasiado ciego para conocer lo mismo que le rodea, tiene sin embargo la presunción de penetrar en lo que está fuera de su dominio, y que cuando se tiene que escoger se decide generalmente por lo peor o por lo más distante. Si así no fuese, y el hombre se limitara a mirar y comprender solo lo que está en la esfera de su inteligencia, ¡cuántos disgustos no se evitarían las familias, y cuántas catástrofes la sociedad!
Se llama mi vecino, don Pedro de Zúñiga, y es hijo único de un escribano de cámara, enriquecido por medios que no es esta la ocasión oportuna de enumerar. Hasta la edad de veinte años, mi héroe vivió recogido en su casa como una momia, resguardado por el cariño materno y vigilado de cerca por un padre tiránico, suspicaz y caviloso.
Abrumado su corazón con el peso de los abrasadores deseos que hacían germinar en él las apasionadas lecturas a que en secreto se entregaba, se corrompió en silencio, y se gastó al borde de todos los placeres sin disfrutar de ninguno como una flor que se marchita por demasiado cuidada, y que se inclina moribunda sobre su tallo sin haber recibido las caricias del aura, ni los fecundos rayos del sol. Por desgracia, las almas solitarias se pervierten con más facilidad aún que las que brillan en el mundo, y la depravación es tanto más honda, cuanto que no se debe al conocimiento exacto de la sociedad, sino a las exageraciones de los libros.
Pero ¿qué corazón por gastado que se halle, no alimenta algún sentimiento generoso? ¿En qué desierto, por árido que sea, no nace alguna vez una flor? Mi vecino, a pesar del extraño escepticismo que habían desarrollado en él las novelas de la escuela francesa, llegó a enamorarse perdidamente en los primeros años de su juventud, de una pobre y hermosa huérfana, de quien fue correspondido. Zúñiga no supo o no quiso explicarse este cariño, cuya pérdida lamenta ahora, y se empeñó en confundir el violento amor que le arrastraba en pos de Margarita, con un pasajero capricho, hasta con un sentimiento de vanidosa compasión: la infeliz me ama, (se decía), y debo corresponderla, aunque solo sea por piedad.
En la época del romanticismo, Zúñiga hubiera creído alimentar una pasión inextinguible; pero los tiempo habían cambiado. Ya las jóvenes no pedían al vinagre el color de los grandes tormentos morales, ni los hombres encerrados en su melenudo sentimentalismo, arrastraban como míseros mártires de la sociedad, su triste existencia por el mundo. Había pasado el tiempo de los incomprendidos, de las desventuras ocultas, de los pesares roedores, de las lágrimas, de los suicidios con acqua toffana, de los amores contrariados, de las venganzas, de la desesperación y el desencanto. Ya ser comprendido por la humanidad no era cosa vulgar y prosaica, ni ser feliz, la mayor de las desdichas.
Había empezado a penetrar en el corazón de la sociedad, el seco y analítico materialismo que hoy la corroe; la frialdad había reemplazado al entusiasmo, la muerte a la vida.
Porque en aquella época que blasonaba de escéptica, es cuando más despóticamente ha reinado en España la fe que todo lo engrandece; entonces corrían los hombres al campo de batalla encendidos en un ardor patriótico; entonces las causas se defendían; hoy se venden…
Verdad es que el tiempo a que me refiero, tenía sus manías ridículas y ¿cuál no las tiene? Que no había mujer entonces que no tuviese un par de adoradores enterrados para consagrar un suspiro a su memoria, en presencia de un nuevo galán; ni amante que no hubiese sido engañado nueve veces para lamentarse de su desventura delante de quien le engañaba la décima; ni corazón que no se sintiese lacerado, ni ojos sin lágrimas, ni ser amado vivo, ni poesía sin admiraciones, ni puntos suspensivos…
Entonces se equivocaban los hombres por carta de más, ahora se equivocan por carta de menos. Entonces todo se achacaba al corazón, hoy se culpa de todo a la cabeza; entonces la sociedad creía sentir solo, hoy cree que piensa solo también. Exageración por exageración, prefiero la primera: una generación que quiere parecer vieja, está muy cerca de serlo.
Zúñiga, herido por el ciego positivismo de su tiempo, desconocía sus propios sentimientos, el amor que le abrasaba el alma, y la voz querida que le brindaba con la felicidad. – Yo quiero oro, decía, el amor es una mentira que puede explotarse; es un camino como otro cualquiera para llegar a la riqueza. Margarita es pobre…
Y sin embargo, no pudiendo resistir a la influencia que le dominaba, acudía diariamente a los pies de la pobre huérfana.
Mas como nunca se participa de una dicha completa, el padre de mi vecino que había formado sus planes para hacerle feliz ¡fatal empeño de todos los padres! y que pretendía casarle con una rica heredera, llegó a enterarse de las peligrosas relaciones de su hijo. Comprendiendo lo mucho que podían contrariar sus propósitos, decidió romperlas a toda cosa; pero sus esfuerzos fueron inútiles; ni las amonestaciones, ni las amenazas, ni los mandatos, consiguieron apartar a don Pedro de Zúñiga del lado de su amada; hasta que un día, fatigado su padre de tan terca obstinación le despidió, más para amedrentarle, que para otra cosa, del hogar doméstico.
Mi vecino se alejó de su casa murmurando: todo en el mundo es engaño, ¡hasta el amor paternal!
No tardó mucho, viéndose abandonado a sus propias fuerzas, en sentir las amarguras de la miseria; pero Zúñiga que era hombre de tesón, no consintió por eso en doblegarse a las exigencias de su familia. Vivió como pudo, y pudo bastante mal, jurando en el fondo de su alma no humillarse jamás a su padre, y

Antes morir que consentir tiranos.

Otro hombre en su lugar, acaso se hubiera casado con Margarita, ya que por ella había sido despedido de los paternos lares; pero mi vecino no achacaba su resistencia al amor, sino al orgullo, y en todo pensó, menos en lo que le importaba para su ventura. Lejos de esto, se propuso buscar por diferente lado otra proporción matrimonial tan buena como la que había desechado; pues quería granjearse una posición independiente y desahogada para no transigir en ningún tiempo con los caprichos de su familia. Con este objeto empezó a hacer señas a la hija de un banquera, célebre en la corte por sus ruidosas prodigalidades. La muchacha que era jorobada, y tan fea como apacible, no desperdició la ocasión que se la presentaba, pues Zúñiga es lo que se llama todo un buen mozo, admitió gustosamente sus interesados agasajos. ¡Ay! ¡hubo más! Como la pobre doncella no estaba acostumbrada a estas bromas, hizo de su primer amante una víctima, sacrificándole a fuerza de apasionadas atenciones y abrumadoras caricias. ¡Cuánto padeció el infeliz!
Un día el cajero de la casa, que sin saber por qué le había cobrado afición, y comprendía los mezquinos pensamientos que le atormentaban, le llamó aparte para manifestarle que no era oro todo lo que relucía y que su jefe se encontraba en una situación mercantil bastante crítica. Como las novelas escépticas habían enseñado al ambicioso joven a no confiar en la buena fe de nadie, sospechó que el cajero debía tener algún motivo oculto para hablarle así, y que pretendía engañarle. ¿No podía también aspirar a la mano de la jorobada y haber apelado a una estratagema para alejarle del campo, como a un rival peligroso? Mi vecino celebró entre sí su propia penetración; se rió del pobre hombre que había tan cándidamente querido sorprender su credulidad y se juzgó con toda su alma un fisiólogo profundo para quien el corazón había dejado de tener secretos.
–¿Con qué tan apurado se encuentra? preguntó al cajero con aire de sorna.
–Y tanto, respondió este ingenuamente: hoy por hoy vive de trampas…
–Basta, caballero, exclamó Zúñiga con un tono digno, grave y adecuado en todo a las circunstancias. Ni le he pedido a usted explicaciones ni las aprecio. La oficiosidad de usted me incomoda.
El pobre cajero se quedó inmóvil y mudo como una estatua.
Por fin, los recursos de mi vecino se agotaron y tuvo que pensar en su porvenir. Él era osado, así es que con la mayor desvergüenza se presentó en casa del banquero, manifestándole sin rodeos ni ambages que amaba a su hija, que era correspondido y que deseaban casarse, para mayor honra y gloria de Dios. El banquero, que, aunque bolsista, abrigaba un corazón cariñoso, dudó del amor de Zúñiga hacia la pobre jorobada. Imaginaba, y con razón, que el interés era la única pasión que movía al joven, y para desengañarle le confesó ingenuamente el mal estado a que habían llegado sus negocios. El buen padre no quería labrar a sabiendas la desdicha de su hija.
Dios ciega a los que quiere perder. Mi vecino creyó también esta vez que le ngañaban. Un hombre que ha leído a Sue y a Dumas no se deja sorprender tan fácilmente – y dijo para sí:
–¡Ah tunante! ¡a otro perro con ese hueso! Has conocido que tu torcido vástago es demasiado feo para inspirar pasión alguna, y quieres penetrar mi intento valiéndote de un recurso de novela… ¡Estos hombres de cálculo no tienen ninguno…
Después de haber hecho en un momento estas reflexiones, murmuró con trémulo y entrecortado acento:
–¡Ay, don Juan, qué mal me juzga usted! Yo no busco en esta ocasión oro; busco el tesoro de abnegación y virtud que guarda en su casa!...
El banquero reflexionó. Conocía a la familia de Zúñiga y sabía que era rica; así es que creyó un partido ventajoso para su hija la propuesta unión. Se disiparon sus escrúpulos, y exclamó con voz conmovida, estrechando al joven entre sus brazos.
–Le creo a usted amigo mío, y confío a usted ese ángel para que le haga feliz…
–Jamás hubiera creído que llegase a ceder tan pronto, dijo para sus adentros mi vecino. Pero por lo visto, Dios protege a los pobres…
Aquella misma noche se despidió para siempre, con lágrimas en los ojos y el corazón traspasado de pena, de la enamorada Margarita. ¡Aún no había querido comprender el afecto que le dominaba!
A los seis días se efectuó su matrimonio.
Al mes pudo apreciar toda la malhadada franqueza de su suegro, que se declaró en quiebra.
Al medio año supo que Margarita había heredado treinta mil duros de renta de un tío suyo, que solo en la hora de su muerte ¡oh colmo de la felicidad! se acordó de que tenía una sobrina en el mundo.
Antes del año, tuvo en fin, que implorar el perdón de la familia para no morir de hambre, y se vio reducido al extremo de tener que aceptar una plaza de escribiente, que su padre con el solo objeto de humillarle, le proporcionó en su misma escribanía.
Entonces se apoderó de mi vecino una rabia ciega, profunda, implacable, cuyos efectos hacía recaer diariamente sobre su desventurada esposa. Esta sufrió por algún tiempo resignada el mal trato de su marido; pero fue tan repetido e inhumano, que al cabo la hizo perder la paciencia, y de una santa que era llegó a convertirse en una furia del infierno, tan enredadora como chismosa, tan chismosa como insolente. Así es que cuando los dolores de mi vecino parecían próximos a calmarse, su mujer, a quien ha hecho completamente variar de genio, se ha encargado de crearle nuevos tormentos; de martirizarle con sus gritos, con sus quejas y con su figura.
Hoy mi vecino no disfruta una hora de santa paz y concordia.
¿Quién no conoce en el mundo algunos seres parecidos a don Pedro de Zúñiga? ¿Quién también puede decir que alguna vez no ha dejado escapar la ventura de entre las manos? Cuando, merced a nuestra torpeza nos sucede algún percance, damos detrás de la suerte o del sino o de la Providencia para achacarles nuestros errores, y bien examinado, puede decirse que, la mayor parte de las veces, ni el mendigo, ni el mal casado, ni el mercader que se arruina, ni la mujer que se pierde, ni el joven que se desilusiona, ni el corazón que sufre, tienen derecho para quejarse de su desventura. El hombre para no tener constantemente que estar riñendo consigo mismo, ha inventado la fatalidad.


El Museo Universal,  15 de junio de 1857