No sé si el nombre se escribe así; pero lo pongo como me sonó en el
oído.
El cuento se lo oí contar a un ilustre viajero que ha estado en
Norteamérica y en todas las partes del mundo conocidas y por conocer.
«El negro Mack es uno de los
grandes millonarios de los Estados Unidos.
Su palacio de mármol blanco se
levanta en el barrio más aristocrático de Washington, en el Faubourg de los
yankees.
Sin embargo, el negro Mack no se
visita con nadie. El desprecio al negro monta la guardia en la puerta de cada
palacio, para impedirle la entrada
Hasta la servidumbre de Mack es
extranjera. Antes de servirle a él, un ynakee se moriría de hambre.
¿Cómo consiguió hacer su
fortuna?
Es lo que vamos a ver ahora.
Todos saben quien es Vanderbilt.
Sus esterlinas suenan tan
ruidosamente como las del mismo Rostchild.
Hace años, muchos años, que se
estacionó un limpiabotas frente a la casa del célebre millonario: un pobre y
humilde negro que no tenía nada de particular.
Lo único que llegó a inspirar
recelos fue la insistencia con que aquel negro pidió varias veces hablar con
Vanderbilt.
Solía llamar a la puerta de la
casa de este; pero los porteros se le reían en las barbas y lo amenazaban con
arrojarlo a puntapiés si no se marchaba pronto.
El negro no cejaba.
Un día se presentó como tantas
veces y provocó una escena.
Poniendo en práctica su amenaza,
los porteros le dieron de golpes.
Al ruido, Mr. Vanderbilt, que
estaba en su despacho, salió al vestíbulo y preguntó lo que pasaba.
Entonces, antes de que nadie
pudiera hablar, el negro pidió al millonario que le prestase unos minutos de
atención.
Algo debió ver Vanderbilt en la cara del limpiabotas, cuando,
imponiendo silencio a sus criados, lo hizo pasar adelante.
Una vez solos, el negro le dijo:
–Hace un años, señor, que quiero hablar con usted y hasta ahora no lo
consigo. Tengo que pedirle una cosa extraordinaria: pero si usted me la
concede, no se arrepentirá de haber sido bueno alguna vez con un pobre negro.
Dice Vanderbilt que él vio algo de sobrehumano en aquel hombre. ¡Oh! no
era un negro como los demás!
–Habla.
–Pues lo que voy a pedirle, señor, es que el día que yo le señale, me
deje ir con usted a la Bolsa en coche y permanecer a su lado en la rueda.
Vanderbilt lo miró.
–¿Tú conmigo en la Bolsa?
–¡Sí! ¡Yo!
Este yo fue dicho de tal manera, que a pesar de la diferencia de color
hubo un momento en que pareció que Vanderbilt era el limpiabotas y que el
limpiabotas era Vanderbilt.
El banquero bajó la cabeza.
Hombre de genio él mismo, comprendió que estaba ante el genio, y
saludó, sin pronunciar ningún por qué.
–Bueno, aceptado. Iremos juntos a la Bolsa.
Pasó un mes, y ya Mr. Vanderbilt empezaba a olvidar la aventura del
negro, cuando cierto día se le presentó este vestido como un gentlemen
perfecto.
Mr. Vanderbilt, fiel a su palabra, lo hizo subir en su coche y poco después
se esparcía por toda la Bolsa una noticia extraordinaria. ¡Mr. Vanderbilt
acababa de bajar de su coche en compañía de un negro! El que sepa el desprecio
que se tiene en los Estados Unidos por la gente de color, comprenderá el
escándalo que produjo la noticia. Todos se preguntaban, ¿quién será? Hubo quien
supuso que era un rey africano.
El negro, impasible, desafiaba todas las miradas.
Vanderbilt fingía la mayor naturalidad del mundo.
De pronto sonó una campana.
Era que iba a funcionar la rueda.
Empezó el vértigo. Y mientras los corredores, agitados y convulsos,
vociferaban en el torbellino de las operaciones, Mack parecía una estatua de
mármol negro.
De pronto se inclinó al oído de Vanderbilte.
–Haga usted esto.
Y le indicó una operación.
Vanderbilt le obedeció maquinalmente.
Como buen millonario, le seducía lo imprevisto del caso.
Un momento después el limpiabotas volvió a inclinarse.
–Haga usted esto.
Y empezó a darle consejos al millonario, y el millonario a ganar, a
ganar, miles al principio, luego centenares de miles, millones por último.
De improviso apareció un anuncio en las pizarras. Iban a rematarse unas
minas de carbón cuyas acciones estaban por los suelos. Empezó la puja.
A lo mejor, el negro, que hasta entonces no había hecho más que hablar
por la boca de Vanderbilt, lo hizo por su propia cuenta.
–¡Doy un millón!
Estupefacción general y asombro de Mr. Vanderbilt.
Se cerró el trato.
Cuando el martillero preguntó al negro su nombre, este dijo
sencillamente:
–Me llamo Mack.
Media hora después, Vanderbilt y Mack volvían a subir al coche del
primero.
En cuanto se puso en marcha el vehículo, Vanderbilt preguntó:
–¿Tiene usted cómo pagar ese millón de las minas?
Mack dijo:
–No, señor. Es usted el que me lo va a facilitar. Cuando lleguemos a su
casa le mostraré mis garantías.
Efectivamente: llegados al palacio de Vanderbilt, Mack se desabrochó la
levita y sacó un gran rollo de papeles del bolsillo interior.
–Aquí están, señor, los planos y reseñas de las minas que acabo de
comprara. Hace cinco años que me fui allá con mi caja de lustrar al hombro y me
he pasado tres años estudiando las minas. Nadie sabe lo que valen. Son un
tesoro inagotable. Se extienden leguas y leguas, y yo soy el único que las
conoce y puede apreciarlas. Vine a Washington a buscar un capitalista. Oí
hablar de usted. No sé por qué me fue simpático. Lo demás, usted lo sabe tan
bien como yo.
Y después de haber dado otras explicaciones, Mack recibió un cheque de
un millón.
Diez meses después, Mack era uno de los millonarios de los Estados
Unidos.
Había vendido las minas en cien millones de los cuales entregó
cincuenta al banquero Vanderbilt.
Sin embargo, su historia es una triste historia.
Decididamente el dinero no constituye la felicidad.
Mack es un negro melancólico. Tiene la monomanía de lo blanco, y su
palacio está todo decorado de este color.
Y sobre el fondo de armiño de los salones resplandecientes, se ve la
mancha negra de aquel hombre que se pasea lentamente por ellos.
Sueña con mujeres rubias y ojos azules.
Tiene una hija, negra como él, y como él melancólica y triste.
Tirada en el fondo del coche, da lástima verla pasear por las calles de
Washington.»
Calló el narrador.
Todos creímos que se había
acabado el cuento.
Pero él, dando un golpe final de
conversador artista, añadió:
«Mack ha fundado un hospicio que
es una de las maravillas de Washington. En su frontis ha escrito en letras bien
grandes:
Se
admiten blancos.»
JULIÁN MARTEL
Publicado en La Vida Literaria nº 4. (Madrid) 28 de enero de 1899
El autor.- Julián
Martel. Poeta, narrador y periodista argentino, nacido en Buenos Aires en
1867 y fallecido en su ciudad natal en 1896. Aunque su verdadero nombre era el
de José María Miró, ha pasado a la historia de las Letras Argentinas por su
seudónimo literario de "Julián Martel". Falleció, víctima de una
implacable enfermedad pulmonar, cuando aún no había alcanzado los treinta años
de edad.