Una palabra sobre Miguel Angelo
Buenarotti. Yo adoraba el genio potente de Miguel Ángel – ese hombre grande en
poesía, en pintura, en escultura, en arquitectura – grande en todo cuanto
emprendió. Pero no quiero a Miguel Ángel por almuerzo, por lunch, por comida,
por cena… y en los intervalos. Me gusta variar alguna vez que otra. En Génova
lo ideó todo; en Milán él o sus discípulos lo diseñaron todo; el lago de Como
es obra suya; en Padua, Verona, Venecia, Bolonia, ¿quién ha oído jamás de los cicerone
otro nombre que el de Miguel Ángel? En
Florencia lo pintó todo, lo diseñó todo, casi; y lo que no diseñó… solía
sentarse en una piedra y contemplarlo. Nos mostraron la piedra…
En Pisa lo diseñó todo, menos la vieja
torre, y probablemente se la hubieran atribuido si no estuviese tan fuera de la
perpendicular. El diseñó los muelles de Liorna y los reglamentos aduaneros de
Civita Vecchia. Pero aquí… aquí es terrible. Él diseñó San Pedro, diseñó al Papa,
el Tíber, el Vaticano, el Coliseo, el Capitolio, la Roca Tarpeya, el Palacio
Barberini, San Juan de Letrán, La Campagna, La Via Appia, Las Siete Colinas,
los Baños de Caracalla, la Cloaca Máxima… el eterno majadero diseñó la Ciudad
Eterna; y a menos que todos los hombres y los libros mientan, pintó cuanto
contiene…
El doctor Dan dijo al cicerone el otro
día:
–¡Basta, basta! Diga Vd. De una vez que
el Creador hizo a Italia… según los planos de Miguel Ángel.
Nunca me sentí tan fervientemente grato,
tan calmado, tan tranquilo, tan lleno de bendita paz como ayer, cuando oí decir
que Miguel Ángel había muerto!....
Pero nos hemos vengado de nuestro guía.
Nos mostró miles de pinturas y esculturas en las vastas galerías del Vaticano,
y miles de pinturas y esculturas en otros veinte palacios; mostrónos el gran
cuadro en la Capilla Sixtina y frescos suficientes para cubrir el firmamento
(casi todos pintados por Miguel Ángel). Le hemos jugado la misma partida con
que hemos vencido a tantos otros guías.
Nos muestra una figura: «Statua bronzo.»
La miramos con indiferencia y el doctor
pregunta:
–¿De Miguel Ángel?
–No–no se sabe de quién.
Nos muestra el Foro Romano y el doctor
pregunta:
–¿De Miguel Ángel?
–¡No! Mil años antes.
Después un obelisco egipcio.
–¿De Miguel Ángel?
–¡Oh, mon Dieu! gentlemen, dos mil años antes de nacer Miguel Ángel.
A veces le cansamos tanto con incesantes
preguntas, que tiene miedo de mostrarnos cualquier cosa. Ha ensayado todos los medios
imaginables para hacernos comprender que Miguel Ángel es solamente responsable
de la creación de una parte del
mundo; pero… no lo ha conseguido todavía.
El doctor es el que hace las preguntas
generalmente; tiene más aplomo, una cara de poeta inspirado y puede afectar el
tono más imbécil del mundo. Es natural en él.
Los guías en Génova gozan cuando pueden
apoderarse de turistas americanos, porque los americanos se admiran hondamente
y se conmueven ante cualquier reliquia de Colón.
Nuestro guía estaba lleno de admiración,
lleno de impaciencia, y dijo:
–Vengan, caballeros; les enseñaré la
letra de Cristóbal Colón. ¡Lo escribió él mismo, con su propia mano!
Nos llevó al Palacio Municipal. Después
de una aparatosa manipulación de llaves, etc., el documento, manchado y
descolorido por los años, nos fue presentado. Los ojos del guía brillaban, y
golpeando el documento con el dedo:
–Lo que les digo, caballeros. Mirad la
letra de Cristóbal Colón. ¡Lo escribió él mismo!
Fingimos
indiferencia; el doctor examinó el documento deliberadamente durante una pausa
embarazosa; después, sin la menor muestra de interés:
–¡Ah!... ¿qué… cómo dijo usted que se
llama la persona que escribió «esto»?
–¡Cristóbal Colón! ¡El gran Cristóbal
Colón! Otro examen deliberado.
–¡Ah! ¿Lo escribió él mismo, o… o cómo?
–¡Lo escribió él mismo, Cristóbal Colón,
su propia letra!
El doctor puso el documento sobre la
mesa y dijo:
–He visto en América muchachos de solo trece años que escriben mucho mejor que eso.
–Pero éste es el gran Cristób…
–Qué me importa quién sea; es la peor letra que he visto. Usted no debe aprovecharse de nosotros porque seamos extranjeros. Si usted tiene alguna muestra de caligrafía de un mérito verdadero, tendremos mucho gusto en inspeccionarla, pero si usted no tiene… no perdamos tiempo aquí.
Seguimos adelante. El guía estaba consternado, pero probó una vez más. Tenía algo que creía irresistible.
–Vengan ustedes, les mostraré el busto de Cristóbal Colón. ¡Oh, es grande, espléndido, magnífico!
Nos condujo ante un busto bellísimo… ¡Sí, bellísimo!
Dio un paso atrás, y en actitud teatral:
–¡Miren, caballeros, qué bello! ¡El busto de Cristóbal Colón, bello busto, hermoso pedestal!
El doctor se puso el lente (reservado para estas ocasiones).
–¿Cómo dijo usted que se llama este caballero?
–¡Cristóbal Colón, el gran Cristóbal Colón!
–Cristóbal Colón, el gran Cristóbal Colón… y bien, ¿qué hizo?
–Descubrió América. ¡Descubrió América! ¡Diávolo!
–¿Descubrió América? No, esa no cuela. Nosotros venimos de América y no hemos oído semejante cosa… Cristóbal Colón, nombre simpático. ¿Ha… ha muerto?
–¡Oh!, corpo di Bacco! ¡Hace trescientos años!
–¿De qué murió?
–Yo no sé; no puedo decirle…
–¿De viruela?
–Yo no sé caballeros; yo no sé de qué murió.
–De sarampión probablemente, ¿eh?
–Puede ser… yo no sé… yo creo que murió de algo.
–¿Viven los padres?
–¡Im…posible!
–¿Cuál es el busto y cuál es el pedestal?
–¡Santa María! Este es el busto; éste es el pedestal.
–¡Ah, ya veo! Feliz combinación; muy feliz combinación, ciertamente.
Ayer pasamos tres o cuatro horas en el Vaticano, ese maravilloso mundo de curiosidades, y en más de una ocasión casi expresamos interés y aun admiración; nos costaba trabajo reprimirnos; sin embargo, lo conseguimos.
El cicerone estaba asombrado, aturdido.
De la mañana a la noche anda a la caza de cosas extraordinarias, y usa de todo su ingenio, pero inútilmente; nunca mostramos el menos interés en cosa alguna.
Había reservado lo que consideraba la mayor maravilla para lo último: una momia real, egipcia, tal vez la mejor conservada del mundo, y se sentía tan seguro esta vez, que le volvió algo de su antiguo entusiasmo.
–¡Vean, caballeros! ¡Momia! ¡Momia!
El lente del doctor salió a relucir, y con la calma acostumbrada:
–¡Ah!... ¿Cómo dice usted que es el nombre de esta persona?
–¿Nombre? No tiene nombre. ¡Momia, momia egipcia!...
–Sí, sí. ¿Nacido aquí?
–¡No; momia egipcia!
–¡Ah, justamente! ¿Francés, presumo?
–No, francés no, ni romano; nacido en Egipto.
–¿Nacido en Egipto? Nunca he oído hablar de Egipto. ¿En el extranjero, probablemente? Momia, momia. Tan tranquilo, tan pensativo… ¿Está… está muerto?
–¡Oh, sacre-bleu! ¡Ha estado muerto tres mil años!
El doctor se volvió furioso.
–¿Qué significa semejante conducta? ¿Pretende usted jugar con nosotros como si fuéramos chinos, porque somos forasteros y queremos aprender? ¡Burlase de nosotros con sus viles osamentas de segunda mano!... ¡Rayos y truenos! Me dan ganas de… ¡En un Museo tan grande, bien podría haber cadáveres más frescos!
MARK TWAIN
Extraído de La Vida Literaria (Madrid) nº 3 21 enero 1899
No hay comentarios:
Publicar un comentario