domingo, 1 de abril de 2018

LA GENEROSA (Constantino Gil)

Hace dos años me encontraba accidentalmente en Madrid.
Corría el mes de agosto.
Una noche, terriblemente calurosa, una de esas noches en que se hace casi imposible la respiración, aburrido del barullo que reina a todas horas en las calles de la coronada villa, me dirigí hacia el Prado.
La luna, esa casta diosa del silencio, como dicen los poetas, se pavoneaba entre grupos de nubes blancas y vaporosas.
Yo, que soy tan vulgar como puede serlo un aragonés, levanté los ojos para ver si podía descubrir esa dulzura, esa candidez y hasta esa sonrisa que los vates le atribuyen.
Por desgracia, y después de un detenido examen, me convencí, como siempre, de que su estúpida fisonomía parecida a las de ciertas viejas coquetas, no ha representado ni representará nunca más que la insensatez y la indiferencia.
Me hallaba sumido en estas reflexiones, cuando, una nube de angelitos medio desnudos vino a sacarme de mi meditación.
Me tendían sus pequeñas manos, pidiéndome una limosna.
Metí la mía en el bolsillo de mi chaleco, con objeto de que me dejasen en paz; pero en aquel instante creció la confusión en torno mío.
–¡A mí! ¡a mí! dijeron una porción de voces infantiles; y me sentí cogido por todos lados, como si hubiese cometido algún delito.
Estuve por desmayarme, pero lo dejé para mejor ocasión.
¡No había un solo banco desocupado!
Saqué, por fin, la codiciada moneda, y ya me disponía a entregarla al que se hallaba más próximo, cuando distinguí, detrás de todos aquellos muchachos, a unan niña que a los más podría tener seis años.
Se hallaba recostada en un árbol y me miraba tristemente.
A su lado, había un niño lleno de harapos, raquítico y enfermizo.
La moneda que iba a cambiar de dueño de un instante a otro, se detuvo un momento en el espacio.
Un murmullo de descontento se dejó oír a mi alrededor.
Las miradas de todos, siguiendo la dirección de la mía, se fijaron al instante en la pobre niña que había llamado mi atención.
Era una rubia de ojos azules, lo más bello que puede imaginarse.
Su carita, sucia por el polvo y la poca limpieza, aparecía como encerrada en un marco de cabellos de oro, crespos y ensortijados en las puntas.
Los ojos eran grandes, muy grandes; la nariz correcta, y entre sus labios, despellejados por la intemperie, aparecía, semejante a las teclas de un piano, una blanca hilera de dientes.
Por último, de su oreja izquierda, pequeña y de una forma admirable, pendía, sujeta por un hilo blanco, una voluminosa bellota.
¡Extraña coquetería que no dejó de impresionarme vivamente!
Si Delaunay, ese pintor francés, que tan bellos grupos de niños ha dejado a la posteridad, la hubiese visto, de seguro la hubiera escogido para modelo de su obra maestra.
Yo me acerqué a ella, y le entregué la moneda que, de otra manera, hubiese pasado a manos de aquellos rapazuelos.
Pero al conocer mi atención, redoblaron sus gritos, y se lanzaron en mi camino para impedirme el paso, diciendo al mismo tiempo:
–¡No le dé usted a esa, no le dé usted a esa, porque es tirar el dinero!
–¿Y por qué? pregunté al que se hallaba más inmediato.
–¿Qué por qué? me contestó; no sabe usted quien es, cuando trata de darle limosna.
–¿Quién es? repliqué entonces, temiendo haberme encontrado con alguna de esas estafas tan frecuentes en la corte.
–¿Quién ha de ser? me contestaron en coro: la Generosa.
Y rodeando a la niña, empezaron a saltar a su lado, diciendo al mismo tiempo, con ese tonillo particular que usan los chicos de los barrios bajos de Madrid:
–¡Generosa! ¡Generosa!
Después huyeron en distintas direcciones, no sin dirigirme de vez en cuando miradas burlonas que no sé como tuve paciencia para sufrir.
Me quedé, pues, con la Generosa que, en aquel momento, acariciaba al niño que tenía a su lado.
–¿Por qué te llaman la Generosa? le dije.
–¡Por nada! me respondió con una vocecita dulce y pausada.
Había un puesto de agua, no muy lejos del sitio donde me hallaba, y llamé a la mujer que estaba en él, para que me trajese una silla y agua con merengues.
Coloqué la primeara delante de la Generosa, me senté, y le ofrecí uno de los segundos.
Pero antes de llevárselo a la boca, me dio las gracias, con una sonrisa muy expresiva, y se lo dio al niño que se hallaba junto a ella.
Este lo comió con avidez, dejando, sin embargo, un poco que ofreció a la Generosa, pero que no lo aceptó, y le obligó que se lo comiese por completo.
–¿Por qué te llaman la Generosa? la pregunté otra vez, no cansándome de admirar aquellas facciones tan puras y delicadas.
La niña vaciló un momento: me dirigió una larga mirada, como tratando de sondear mi corazón, y pareciendo satisfecha de su examen, me dijo lo siguiente:
–Si me da usted palabra de no reírse, se lo contaré.
–Te lo juro; le respondí, y al mismo tiempo, y con objeto de darle una prueba del interés que me inspiraba, saqué otra moneda del bolsillo y se la di.
La Generosa hizo con ella la misma operación que con el merengue; se la entregó al niño.
Encendí un cigarro, creyendo que iba a escuchar una larga narración, y esperé lleno de curiosidad.
No tuve que aguardar mucho, porque la niña, sonriéndose tristemente, me dijo estas palabras:
–Yo me llamo María, pero todo el mundo me llama generalmente como acaba usted de oir hace poco, porque dicen que tengo la mala costumbre de dar cuantas limosnas recibo.
–¿Y por qué haces eso? la dije.
–Toma, me contestó, ¡porque me dan lástima! y rodeó con su brazo el cuello del niño, que me miraba con curiosidad.
–¿De manera que ese niño?... continué.
–Es el de esta noche; me interrumpió con la mayor naturalidad.
No comprendiendo bien su respuesta, la dije:
–¿Qué quieres decir con eso de es el de esta noche?
–Nada, sino que esta noche le ha tocado a este, como mañana le tocará a otro.
–¿Y todas las noches buscas a un niño, y le das todo lo que a ti te dan?
–Si señor, como son pequeñitos, los mayores les quitan todo lo que llevan, y luego, al volver a sus casas, les pegan sus padres porque no han recogido nada.
–¿Pero ese niño y los demás que buscas otras noches, no son parientes tuyos ni conocidos siquiera?
–No, me respondió; y eso ¿qué importa? les pegan y yo no quiero que les peguen.
–¿Y a ti no te pegan si vuelves a casa sin haber recibido nada?
–¡Ay! sí, dijo, y sus rubias pestañas se humedecieron ligeramente.
–De modo que esta noche… añadí, creciendo mi asombro por momentos.
–Esta noche, respondió la Generosa, me pegarán también, pero… y miró dulcemente al niño raquítico, no le pegarán a Juan, que es más pequeño que yo, y se moriría. Y sus ojos, en los que antes brillaban las lágrimas, se fijaron en Juan, tan claros y serenos como la noche. Sentí que se me oprimía el corazón, y no acertando a explicármelo en el momento, volví a insistir en mi eterna pregunta, para ocultar a la vez mi turbación.
–¿Y por qué, a pesar de que te pegan, te muestras tan caritativa con esos niños a quienes no conoces?
La Generosa se encogió de hombros, y me contestó como la primera vez que la hice la misma pregunta:
–¡Toma, porque me dan lástima!
En un momento de entusiasmo, y sin saber lo que hacía, la abracé, imprimí en su frente un beso, la volví  a dar más dinero para que no les pegasen aquella noche a Juan ni a ella, y me alejé de aquel sitio. Pero aún no había andado veinte pasos, cuando volví otra vez, impelido por una fuerza misteriosa y sobrenatural.
Aquella noche, lo confieso francamente, se sentaron dos personas más a mi modesta mesa de estudiante.
Esas dos personas fueron Juan y la Generosa.
Pasaron dos meses sin que volviese a ver la preciosa niña, cuyos sentimientos me habían impresionado de tal manera.
Alguna vez que otra, su recuerdo venía a ocupar mi mente, pero desparecía presto, para dar lugar a otros más graves y profundos que en aquel entonces embargaban mi ánimo.
Una tarde de otoño me hallaba parado en la calle de Sevilla.
Sentí deseos de fumar, saqué mi petaca, cogí un cigarro, y lo acerqué a mis labios.
Llevé la mano a uno del los bolsillos de mi pantalón, y adquirí la dolorosa certeza de encontrarme únicamente con el forro.
Afortunadamente, la clase de fosforeros en tan numerosa en Madrid, que no me afligió demasiado mi mala fortuna.
Busqué uno con la vista, y no muy lejos, sentada en un portal distinguí a una niña que pregonaba la mercancía de que yo carecía en aquellos momentos.
¡Pero cuál sería mi sorpresa cuando reconocí en ella a la Generosa!
Llevaba un pequeño cajón, pendiente del cuello, y estaba mucho más pálida que cuando la conocí.
Me acerqué a ella, y le dirigí la palabra.
Al momento me conoció, y sonriéndose alegremente, me ofreció la caja más bonita que pudo encontrar en su pequeño almacén.
Hice una exploración en el bolsillo de mi chaleco, después de haberla dirigido algunas frases cariñosas, y de repente, me puse aún más pálido que ella.
La desgracia me perseguía indudablemente aquel día; había olvidado el dinero.
Y la pequeña mano de la Generosa, continuaba entre tanto con la fatal caja entre sus dedos, y aproximándose poco a poco a los míos.
Sin saber lo que hacía, tomé la caja y saqué un fósforo, que procuré apagar, para dar tiempo a que pasase por allí algún amigo caritativo que me socorriese en mi infortunio.
Desgraciadamente, no vi ninguno, y traté de encender otro fósforo.
El segundo tuvo la misma suerte que el primero
Y el esperado amigo no aparecía!
–¡Qué malos fósforos tienes, Generosa! le dije para disculparme.
Los fósforos no podían ser más excelentes.
La pobre niña no me contestó; pero me miró de una manera que no pude menos de recordarla.
Aquella mirada, que pesaba sobre mí como una maza de hierro, era la misma que había lanzado a Juan el raquítico, la noche en que la conocí, al contestar a mis repetidas preguntas con su eterno estribillo: ¡me da lástima!
Después, y haciendo como que no había advertido mi turbación, ni conocido que me encontraba sin dinero, prosiguió su camino, gritando de vez en cuando con una voz dulce y armoniosa, como deben ser las de los ángeles:
–¡Papel y fósforos!
La generosidad de la Generosa me conmovió de tal modo que, sin saber lo que hacía, tomé a buen paso la calle de Alcalá, y no paré hasta encontrarme en mi cuarto.
Allí reflexioné que debía haber preguntado a la pobre niña que tan pródiga se había mostrado conmigo, las señas de su domicilio, para recompensar debidamente su noble acción. Atormentado por esta idea, tomé el sombrero y salí.
Bien pronto me encontré en la calle de Sevilla, la recorrí en todas direcciones, no quedó un rincón en las inmediatas que no escudriñase, pregunté a todos los fosforeros que hallé al paso, pero todo fue en vano: no volví a ver a la Generosa.
Un accidente imprevisto me obligó a salir de Madrid.
Terminado aquel, regresé a la corte.
Una noche del mes de noviembre, caía el agua a jarros, como vulgarmente se dice.
Volvía del teatro, impresionado todavía por los sublimes conceptos de una de las mejores comedias de nuestro repertorio antiguo.
Al pisar el umbral de la puerta de mi casa, tropecé en un bulto informe que se movió al contacto de mi pie, y surgió ante mí como una aparición fantástica.
Lancé un grito de alegría, y la estreché en mis brazos.
¡Era la Generosa!
–¡Mi madre se muere! señorito, me dijo, y rompió a llorar amargamente.
La cogí en mis brazos, y un minuto después nos hallábamos en mi habitación.
–¡Cuántos me alegro de haberte encontrado! le dije; tengo una deuda contigo, es necesario que la satisfaga; y llevé la mano al bolsillo de mi chaleco.
Pero la Generosa me tendió la suya, impidiendo que la mía llegase al punto a que se dirigía.
–¡Mi madre se muere! añadió, y su acento era más triste que la vez primera.
–¿Dónde vive? le pregunté, sin darle lugar, apenas, para que terminara la frase.
–En la Costanilla de los Desamparados, núm. 15, cuarto quinto; me contestó.
Tomé papel y pluma, y escribí una carta para mí médico.
Mientras lo hacia, me acordé de aquel miserable niño a quien ella protegió, y que se llamaba Juan.
–¿Y Juan? le dije.
–¡Murió! repuso la Generosa, y el caudal de perlas que brotaba de sus azules ojos, se hizo más copioso durante algunos momentos.
–¡Pobre Juan ¡ exclamé al mismo tiempo que cerraba la carta.
–¡Pobre Juan! murmuró la Generosa, enjugándose los ojos con las manos.
Se la entregué, diciéndole la calle a donde debía encaminarse, le di cuanto dinero llevaba en el bolsillo para que comprase las medicinas que fuesen necesarias, acerqué mis labios a aquella frente tan pura como la de un querubín, y me despedí de ella hasta el día siguiente, prometiéndome ir a su casa y acudir con cuanto me fuese posible al alivio de sus necesidades.
La Generosa, sin darme las gracias, más que con un gesto encantador, tomó mi modesta dádiva, y bajó apresuradamente la escalera.
–¡Pobre niña! dije al verla desparecer, y cerré la puerta de mi cuarto, limpiándome una lágrima rebelde que se balanceaba temblorosa entre mis pestañas.
Aquella noche no pude dormir.
Los primeros rayos del sol, al penetrar en mi estancia, me encontraron ya con el sombrero en la mano.
Salí de casa, y me encaminé, a buen paso, a la Costanilla de los Desamparados.
La tempestad de la víspera había desaparecido.
Un cielo puro y sin nubes se extendía sobre mi cabeza. Conforme me iba aproximando a la casa de la Generosa, mi corazón se iba entristeciendo; al llegar a ella, un confuso tropel, compuesto de niños de ambos sexos, me impidió pasar adelante.
–¿Qué sucede? pregunté, esperando oír la terrible nueva de la muerte de la madre de la Generosa.
–¡Ha muerto! me respondieron dos o tres voces infantiles.
–¡Pobre madre! repuse, y empecé a subir la empinada y vetusta escalera, que se hallaba, en su mayor parte, llena de curiosos.
Al penetrar en el cuarto quinto, un ¡ay! de dolor se escapó de mis labios.
Sobre una vieja mesa de pino yacía el cuerpo de una mujer.
A su lado se hallaba el de una niña que, a primera vista, parecía dormida.
Aquella niña era la Generosa.
He aquí lo que había sucedido.
La noche anterior, dejándose llevar del gran afecto caritativo que dominaba su alma, había corrido con tal precipitación en busca del médico que debía salvar a su madre, que tropezó en una piedra mal colocada, cayó al suelo, y se hizo una herida en la cabeza, de cuyas resultas había dejado de existir.
Me incliné ante aquella mártir, y oré.
Después di las órdenes necesarias para que su cuerpo y el de su madre fuesen sepultados religiosamente, y salí de aquella casa en que el dolor había sentado sus reales.
Al día siguiente, cuatro niños llevaban sobre sus hombros una pequeña caja forrada de blanco.
Encerraba el cadáver de la Generosa.
Yo fui el único que la acompañó al cementerio; acaso mi plegaria se elevó sola hasta el trono del Altísimo.
Al salir del camposanto, se escapó de mis labios la siguiente frase: Esta frase era la suya, era el símbolo de aquel alma angelical que acababa de abandonar su cárcel:
–¡Pobre niña, me da lástima!

El Museo Universal, 9 de diciembre de 1866