A mi
querido amigo Antonio Matos Moreno
Era noche de baile.
Una de las casas más ilustres de
España, y que a un ilustre título, recuredo de antiguas glorias, lleva aneja
una riqueza fabulosa, quería deslumbrar a la sociedad madrileña, haciendo
alarde de esa riqueza.
En sus salones se daba un baile de
trajes, que quedará por mucho tiempo grabado en la memoria de los que tuvieron
la dicha de asistir a él.
En ese baile sin igual todo estaba
representado y todo confundido; se encontraban hombres de todos los tiempos;
vestían trajes de todas las épocas, de todos los pueblos; Aquí se veía a Boabdil
estrechando dulcemente a Isabel la Católica, reclinada sobre su hombro con voluptuosa
indolencia, pasar como visiones al dulce arrullo del fantástico wals; allí
Felipe II tomaba del brazo a Isabel de Inglaterra; más allá Octavio hablaba de
amor a Cleopatra; las ideas más antitéticas se hallaban allí completamente hermanadas,
hermanados opuestos principios, marchando unidos del brazo pueblos de distintas
tendencias, enemigos mortales reconciliados, y todo pasaba al compás de
misteriosa música, entre flores, esencias, luz, amor, armonía, y pasaba en
revuelto remolino reflejándose como sombras chinescas y multiplicándose hasta el
infinito en tersas, brillantes lunas de Venecia. ¿Qué era aquello, un pandemónium
o un panteón sarcástico de la historia? No era nada: era una sociedad que rendía
tributo al lujo, al placer y a la opulencia.
Yo estaba allí y también les
rendía el mismo tributo.
Al fin la música, el baile, la
agitación con que latía el pecho de aquellas mujeres, las palabras perdidas de
amor que llegaban a mis oídos y que no eran para mí, las miradas de fuego que
saltaban chispeantes de los ojos ardientes de cien mujeres hermosas, todo llegó
a desvanecer mi cabeza y a aturdir mis sentidos. Yo necesitaba respirar otra
atmósfera y salí a respirar el aire de la noche.
Después de haber atravesado varias
calles, cruzaba por una de las más concurridas de esta corte.
Sonaban las dos en el reloj de la
iglesia vecina. La noche estaba triste; ni una estrella brillaba en el cielo,
envuelto en el oscuro manto con que se visten las largas, melancólicas noches
de invierno, y una niebla espesa que cubría todos los objetos entre los ligeros
pliegues de su flotante gasa, traía a mi memoria las nieblas del Támesis, eterno
sudario que cubre ese foco de vida y sepultura del alma, Londres, que velando
duerme a sus orillas.
Algunos rayos de luz macilenta
desprendidos de los faroles, penetraban brillando como miradas de bruja en la
oscuridad.
Mi alma estaba triste y a mi mente
se agolpaban mil ideas tan lúgubres, tan melancólicas como la noche. ¡Misterioso
poder, mágico influjo de la naturaleza, que casi siempre imprime en el hombre
su carácter, la variedad infinita de sus manifestaciones, en medio de su
infinita armonía, de su belleza infinita!
Decidme, ¿cuándo viste el cielo su
manto azul, cuando en su centro brilla el sol como riquísimo diamante lanzando
torrentes de luz de sus innumerables facetas, y el mar tranquilo se duerme en
la playa sobre su lecho de espumas, y el bosque se cubre de verdes hojas, y las
palomas del valle dan a los vientos su misterioso arrullo, decidme, ¿no sentís
en vuestra alma un gozo indefinido, una alegría inefable, un placer sin
límites?
¡Ah! y cuando el cielo está
nebuloso y el sol se oculta tras la preñada nube, y pierden los árboles una a
una sus hojas mustias y amarillas como el corazón pierde las ilusiones cuando
llega el otoño de los desengaños y cae la lluvia como el llanto con que lloran
los cielos, y en las ramas no trinan los pájaros, y solo se oye el melancólico canto
de las aves de paso, viajeras incansables mensajeras del tiempo, habitantes de
todas las regiones, hijas de todos los países, que a todas partes van llorando
en triste canto su proscripción eterna, decidme, ¿no sentís en vuestra alma
vago pesar, honda pena, dulce melancolía?
Aquella noche triste había
infundido en mi alma la tristeza: –Yo deseaba sentir. Aquí, donde la miseria se
cubre con deslumbrantes vestiduras y el pesar se oculta tras la aparente
alegría, donde cada hombre marcha derecho a un fin siempre material, sin
cuidarse de lo que le rodea, donde el corazón no es más que un aparato
raquítico que mueve la indiferencia –¿qué alma no desea sentir? ¿Qué corazón no
desea latir a impulso de verdaderas impresiones?
Pero ¡ah! querido lector, ya me olvidaba
de ti: ¿a dónde voy con esta tan larga digresión? La digresión casi siempre es
el olvido de los lectores, y lo confieso, ya me había olvidado de ti; he sido egoísta,
porque solo me acordaba de mí; perdóname, que es disculpable este olvido,
cuando tanto gozaba mi alma con el recuerdo de aquella noche.
Cruzaba, pues, decía, por una de
las calles más concurridas de esta corte: entonces estaba solitaria; al llegar
a un extremo de ella, escuché los melancólicos sonidos que exhalaban las
cuerdas de una guitarra, que acompañaba el canto monótono de apagada voz.
Era un pobre ciego.
Sentando en la enlodada acera,
sufría con resignación la lluvia.
Envuelto en un manto hecho girones
por el tiempo y la miseria, estaba un niño tiritando de frío y llorando sin
consuelo ¡Pobre niño!
El ciego cantaba tristemente y la
voz casi se helaba en sus labios:
Duerme el mundo sosegado
Y todo descansa en paz:
Duerme el rico, duerme el pobre;
A mi me toca velar.
Una limosna señores,
Para un pedazo de pan,
Que se muere de hambre mi hijo,
Y yo con él de pesar.
En las sombras de la noche
El día tranquilo duerme,
Y en las sombras de mis ojos
La esperanza de la muerte.
Reyes y grandes del mundo,
Dad limosna al pobre ciego:
De los pobres de la tierra
Es el reino de los cielos.
Los lamentos del niño, el canto
triste y monótono del pobre ciego, el sonido misterioso de la guitarra,
formaban un contraste horrible con la música suave y voluptuosa del baile, que
aún resonaba en mis oídos. La música es el lenguaje del alma: lo mismo arrulla
el placer, que entretiene la miseria y la pobreza.
¡Ah! ¿por qué la vida es para unos
senda tapizada de olorosas flores, rica estancia en cuyo centro se alza la
imagen del placer envuelta entre perfumes, suaves esencias y oloroso incienso,
y para otros es senda erizada de espinas, sombría estancia donde se alza con su
horrible palidez la imagen de la miseria?
¡Triste arcano que fuera inútil
descifrar! El destino de una parte de la humanidad es llorar su pobreza.
Preciso es inclinar la frente ante la fuerza incontrastable del destino. ¡Ay de
la humanidad el día en que el pobre no se resignara con su suerte!
¿Por qué los hombres no son todos
felices? ¡Ah! los árboles en la primavera tienen entre sus verdes hojas alguna
marchita; este árbol inmenso que se llama humanidad, donde cada rama es una
familia y cada hoja un hombre, tiene también sus ramas secas y sus hojas
marchitas…
Los lamentos del niño habían
cesado; el pobre ciego agitaba maquinalmente las cuerdas de la guitarra, y con
voz casi imperceptible repetía:
Reyes y grandes del mundo,
Dad limosna al pobre ciego:
De los pobres de la tierra
Es el reno de los cielos.
El niño había muerto de frío y de
hambre. ¡Pobre hombre!...
Se oyó poco después un terrible
quejido, un suspiro arrancado desde el fondo de un corazón herido de muerte.
El quejido y el suspiro se
perdieron entre las sombras calladas de la noche.
El pobre ciego había muerto también
abrazado al cadáver de su hijo.
Poco después todo quedó sepultado
en profundo silencio. La noche seguía su carrera en los espacios: los sueños envolvían
el mundo entre sus alas y todo dormía en paz.
El nuevo sol que brille en el
cielo, alumbrará los cadáveres de dos desdichados.
¿Qué importa? Ruede el mundo en
sus ejes de diamante. La nave que lleva en su seno a la humanidad, desplega al
viento su blanca lona y surca altiva un mar bonancible sobre lecho de espumas,
y arrojando torrentes de humo que suben en larga espiral hasta los cielos,
único incienso que hoy quema la humanidad ante el genio del siglo XIX, salva
las distancias con la velocidad del rayo, encuentra fin a lo infinito y lo inconmensurable
mide.
Si alguno cae al mar no encuentra
una tabla de salvación, y lucha y relucha en remo con la agonía de la muerte.
Poco después las aguas le habrán
sepultado y brillará tersa la superficie del mar.
La nave sigue su marcha, y ni en
la estela que forma su quilla, deja un recuerdo para el que queda atrás.
El Museo Universal, 21 de febrero de
1864