viernes, 27 de enero de 2017

LA PROPINA (Edmond Sée)

En un compartimento del tren que la llevaba, a toda marcha, hacia R…-sur-Mer, donde su hija y su yerno pasaban las vacaciones, la Sra. Radouce, pensativa, miraba huir el paisaje y soñaba. Se retrotraía en pensamiento a quince años atrás, cuando realizaba ese mismo viaje con su hijita. En aquella época, la Sra. Radouce todavía era joven, esbelta, elegante, bonita y feliz, pues su marido la adoraba, y como sus negocios prosperaban, este no le negaba nada. Así, cada verano, la enviaba a la orilla del mar a fin de que pudiese descansar de la vida mundana, mientras él continuaba trabajando en París. Ahora bien, en cuatro o cinco años de veraneo consecutivo, la bella Sra. Radouce había iluminado con su deslumbrante simpatía la playa de R… - sur-Mer. Tan pronto llegaba, y  durante toda su estancia, a su alrededor orbitaba toda una corte de admiradores, de adoradores empeñados en complacerla, en seducirla. Pero ella, siempre disfrutando de ello con reconocimiento y con voluptuosidad de esos homenajes,  se mantenía estrictamente honesta y muy aferrada a su marido y a su hijita.
Aun así, si hubiese querido…
Pensad que un día, Ribestein, el riquísimo banquero, que la cortejaba de cerca y se confesaba, a quién quería escucharle, desesperadamente prendado, le ofreció poner su fortuna a sus pies si ella consentía en divorciarse para convertirse en su esposa; e incluso estaba ese príncipe italiano, su vecino, que le hacía llevar, cada mañana, un colosal ramo de flores, e intentaba mil extravagancias amorosas a fin de enternecerla. Sin hablar de otros testimonios que se multiplicaban igualmente en el transcurso de esos gloriosos veraneos. Pero, entre esas manifestaciones, la que tal vez había halagado más a la bella Sra. Radouce, era la que le dirigía un humilde adorador, un simple cochero «de plaza», cuyo coche estacionaba muy cerca del hotel. ¡Ah! Este no ocultaba el culto inocente que dedicaba a la deslumbrante pasajera, y lo manifestaba, a su manera, de un modo muy curioso. Cada vez que la Sra. Radouce daba algunos pasos, surgía su modesto adorador, que le imploraba, con una sonrisa maravillada, que tomase asiento en su coche. A menudo, cuando ella tenía algunas compras que hacer, o para acudir a la playa, la Sra. Raoduce aceptaba no sin una divertida indulgencia; entonces el otro – un apuesto muchacho, y más elegante, más delicado que sus iguales, saltaba alegremente sobre su pescante, como radiante de su victoria. ¡Y partían!
Y al regreso, cuando su clienta quería añadir, al precio de la carrera, un billete a guisa de propina, Gaspard – ese era el nombre del cochero – lo rechazaba, indignado:
–No – murmuraba devotamente,– nada de eso… Mi propina es el placer de llevaros.
Después de esto, enrojeciendo por esa confesión apenas esbozada, levantaba su sombrero y, saludando sobre su asiento, partía a toda velocidad haciendo chasquear alegremente su fusta. Con estos recuerdos, la Sra. Radouce sonreía no sin cierta melancolía.
Lamentablemente, después de esos bellos y alegres años, el destino se había mostrado menos clemente para con ella. Al principio, su marido, comprometido en especulaciones arriesgadas, se arruinaba a medias, y luego moría, dejando una esposa, y una hija sometida a todas las dificultades de la existencia.
Sin embargo, la Sra. Radouce había asumido con valentía su nueva condición, había luchado para salvar los restos de su fortuna; negándose a rehacer su vida, se había dedicado a la educación de su hija, y, hoy, después de tantos años transcurridos con una rapidez vertiginosa, esta hija se había convertido a su vez en esposa; acababa de casarse con un compañero de infancia, un encantador muchacho cuya situación económica no dejaba de ser envidiable. Por lo demás, el yerno de la Sra. Radouce, muy enamorado de su mujer, se mostraba perfecto para su suegra, y era él quien había exigido que fuese a pasar dos o tres semanas con ellos, y precisamente en R…-sur-Mer. Al principio, ella se había negado, temiendo turbar con su presencia la luna de miel de la joven pareja, pero él insistió tan afectuosamente que la Sra. Radouce acabó por dejarse convencer.

***

Ya en el presente (mientras el tren circulaba y la acercaba cada minuto más al final de su viaje), hete aquí que casi lamentaba su debilidad y sentía no sé qué aprensión, qué angustia confusa invadirle, con la idea de desembarcar es esa playa mundana donde antaño había reinado de un modo tan victoriosamente femenino, de desembarcar allí y algo ajada, derrotada, y totalmente cambiada, hoy, cuando ya no era, cuando ya no podía pretender ser más que una mamá…
Suspiró a la evocación de tan felices recuerdos y, extrayendo de su bolsa de viaje un neceser de aseo, se miró en un espejó minúsculo. Eso no la tranquilizó más que levemente. Entonces, como estaba sola en su compartimento, se puso a reparar el desorden de su peinado, se empolvó ligeramente, se dio un toque de pintalabios rojo y, acabada su obra, se sintió más satisfecha.
–Después de todo – murmuró a media voz – ¡tal vez no haya cambiado tanto!
Algunos minutos más tarde, el tren entraba en la estación. Enseguida descubrió a su hija y a su yerno sobre el andén, observando cada  compartimento con una intensa avidez. Ella les hizo una señal por la ventana. Se apresuraron a su encuentro. Tras las primeras efusiones, la joven mujer dijo a su madre:
–Ven rápido, nos vamos, un coche nos espera, el que nos ha traído hasta la estación y nos llevará a casa.
Y añadió, designando a su  marido:
–Gaston se ocupará del equipaje, y luego se nos unirá, pues va en su bicicleta.
Ambas salieron.
Un coche las esperaba en la salida de la estación, y su cochero hizo una señal a a las dos mujeres. Sobre el pescante, la Sra. Radouce lo reconoció y sintió una ligera turbación que la hizo enrojecer a su pesar. Sí, desde luego era él, su adorador de antaño, aquel que se encontraba sin cesar a su paso y le testimoniaba tan inocentemente su admiración… ¡y tal vez algo más!
–¿Me reconocerá?– pensó la Sra. Radouce. – ¡Ah! ¿he cambiando tanto como él?...
En efecto, ella acababa de constatar la decrepitud física de aquel al que sus amigas, para burlarse, llamaban «su galante cochero».
Hoy, el galante cochero se había convertido casi en un anciano, con el rostro demacrado, el bigote gris, y que no había conservado de su juventud más que unos ojos siempre vivos y audaces.
Viendo avanzar a la Sra. Radouce y a su hija, él les sonrió, y la Sra. Radouce tuvo la impresión de que esa sonrisa le estaba particularmente dedicada. Sintió un delicioso orgullo y un sentimiento de consuelo. Se instaló en el coche que partió a todo tren. Mientras el coche rodaba a través de las escarpadas callejuelas, la Sra. Radouce escuchaba distraídamente la afectuosa charla de su hija, y mantenía los ojos fijos en la espalda del  hombre, allí, ante ella, esa espalda un poco encorvada, un poco abovedada, pero que, así lo creía, parecía querer levantarse hoy, luchar contra el peso de la edad. Ella se volvía a ver como antaño, haciendo una entrada triunfal en el patio del hotel, donde Gaspard saltaba de su asiento para ayudarla a descender, adelantando celosamente a los adoradores que esperaban ante la entrada. Ella creía verle, diligente, radiante, y escucharle murmurar la frase acostumbrada que ella se divertía coquetamente en provocar: «… Nada de propina, ¡mi propina es el placer de llevaros!»

***
Una súbita detención la sacó de su ensoñación. Habían llegado ante la casa. La hija de la Sra. Radouce saltó ligeramente a tierra, ayudó a su madre a descender, y luego llamó para que los criados acudiesen a recoger las maletas. Entonces la Sra. Radouce, obedeciendo a un impulso repentino e irresistible, quiso llevar a cabo una experiencia… una prueba que la tranquilizaría convenciéndola de que todavía conservaba un poco de su poder de seducción, de su prestigio, que todavía era digna de la admiración de los hombres: aún mujer, mujer y no solamente una madre…
Buscó nerviosamente, rápidamente en su cartera y, mirando a Gaspard con su más dulce sonrisa – la sonrisa de la bella Sra. Radouce, dijo:
–¿Cuánto le debo?
Él sonrió a su vez:
–Como de costumbre. ¡Cinco francos por la carrera!
Ella le tendió un billete:
–¡Aquí tiene!
… dudó, luego, entregándole un segundo billete, murmuró, casi ansiosamente:
–Y esto… es su propina.
Ella esperó un segundo, dos segundos, y una absurda emoción hacía latir su corazón.
…………..
***

Pero Gaspard, sin pestañear, tomó el segundo billete, lo deslizó en el bolsillo de su chaleco, y, tocando el borde de su sombrero, volvió a subir a su pescante, donde se instaló, hizo chasquear su fusta y partió benévolamente, a poca velocidad, dejando sobre la orilla de la acera a una mujer repentinamente pálida, cuyos labios temblaban y a la que su hija debió llamar en dos ocasiones para que entrase en la casa, lentamente, como  con pena y con un andar bruscamente pesado.

Edmond Sée.

Suplemento literario de Le Figaro.  18 de febrero de 1923
Traducción José M. Ramos González, 27 de enero de 2017


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