domingo, 22 de febrero de 2015

FÁBULAS (Carlos Palomero)

LA VIDA
Era el séptimo día de la creación. El Señor descansaba tranquilo y satisfecho de su obra. Aunque es mucho su poder nunca creyó que fuera tan perfecta su labor. Bosques espesos, campos floridos, ríos caudalosos, mares profundos, montes elevados; animales fuertes unos como el león y el elefante, bellos otros como las aves de vistoso plumaje; el hombre conjunto de todas las perfecciones, la mujer suma de todas las bellezas; y sobre todo la luz que ilumina, alegra y vivifica… Esta era su obra y vio que era buena.
Por eso descansaba el Señor tranquilo y satisfecho.
Mas he aquí que cuando mayor era su alegría sintió un clamoreo confuso, ensordecedor, mezcla de gritos, aullidos y voces humanas.
–¿Qué será?–pensó.
Y bajó a la tierra buscando la contestación a su pregunta.
El león rugía, bramaba el toro, silbaba la serpiente, el hombre daba gritos y hasta la tímida oveja y los alegres pájaros, aquellos con sus balidos, con sus trinos estos, daban a entender que tenían algo que pedir.
El hombre, como más joven, fue el encargado de exponer las quejas de la colectividad.
–Señor–dijo – nos has dado la vida pero no nos enseñaste el modo de conservarla… Suponemos que para vivir es preciso alimentarse; tenemos hambre y te preguntamos: ¿qué vamos a comer?... O quítanos el estómago o dinos como se llena… ¡Tal es nuestra queja!
Montó el Señor en cólera, aunque ya estaba montado en una nube.
–Os hice brutos – contestó – pero no supuse que lo fuerais tanto. Yo no os he dado la vida, os he puesto en camino de vivir… La vida habréis de buscarla vosotros… ¿Para qué tienen fruta los frutales y granos las espigas?... ¿Para qué hay hierba en el prado y agua en la fuente y en el río?... ¿Para qué di carne tierna a la oveja y al ternero, y piel al oso y al tigre?... Quien necesite una cosa que vea como puede proporcionársela… Todos tenéis los medios para lograr vuestro fin… Garras el león, pico acerado el águila, pies ligeros la liebre, aletas los peces; el mono puede trepar a los árboles y la serpiente enroscarse al tronco o arrastrase por entre la hierba… Y tú, hombre, imagen mía, obra que me llena de orgullo, tienes las inteligencia con la cual puedes hacerlo todo: trepar y arrastrarte, correr como la liebre y esperar como el león… ¡Creo que me habréis entendido!
Dijo y desapareció.
Todos los animales quedáronse llenos de asombro; pero enseguida cada cual tiró por su lado…
¡Habían comprendido!
Fue el lobo al monte, el reptil a su agujero, el pájaro al árbol, el pez al agua, el león a la selva… Allí viven desde entonces y huyen unos de los otros, pero sobre todo, temen al hombre que posee el arma superior… ¡Acaso no sepan que éste les tiene más miedo todavía!
Y acaso ignoren también que, imitando su ejemplo, el hombre anda por el mundo buscándose la vida como buenamente puede… ¡Como Dios le dio a entender!

LA RISA

¡Felices los tempos anteriores al pecado! ¡Qué hermosos fueron y por lo mismo, cuan breves! El hombre vivía tranquilo, pues aún no existían sus semejantes: era el compañero de los otros seres y estaba orgulloso de poseer la inteligencia con la cual podía hacerlo todo, según le dijo el Señopr.
De este orgullo se burlaban los animales.
–¿La inteligencia? ¡Valiente cosa! – le dijo el asno –¿Acaso se oye tu voz a tanta distancia como la mía?
–¿Corres tanto como yo? – añadió el gamo.
–¿Puedes tocar las nubes? – dijo el cóndor.
–¿Tienes mi fuerza? –agregó el elefante.
Y así continuaron todos los animales. Y satisfechos, acordaron que el hombre era inferior al ser más ínfimo de la escala zoológica.
Estaba el hombre de buen humor. y en vez de enfadarse, se sintió acometido de una risa fresca que duró largo rato.
Los animales cesaron en sus protestas… Procuraron reír y, naturalmente no lo consiguieron.
¡Eran de ver sus muecas, sus gestos, sus contorsiones para imitar al hombre!... Y con verdadera humildad declaráronle el ser más superior de todos los seres.
–¡Porque puedes reír! – le dijo el asno, más melancólicamente que nunca.
Y, en efecto, los animales corren, vuelan, gritan, sufren, algunos hablan y otros pronuncian discursos y hasta escriben artículos… Pero ¿reír?... ¡Solo el hombre se ríe!... La risa es su patrimonio.

ANTONIO PALOMERO
La Vida Literaria, nº 1. Madrid. 7 de enero de 1899.

VÍRGENES PRUDENTES Y LOCAS (Gabriele D'Annunzio)

Y habiendo tomado sus lámparas, las diez vírgenes salieron al encuentro del esposo. Al principio caminaron silenciosas todo a lo largo de los jardines fragantes. Iban las unas en pos de las otras, atentas únicamente a las tenues llamas que oscilaban en las lámparas de oro cincelado, que tenían la forma de tórtolas. Las ligeras vestiduras mecidas al andar, deshojaban los rosales que florecían en los linderos, y la onda de perfumes desbordaba de los jardines sobre el camino como el cécubo desborda de las luengas copas sobre la mesa del festín.
Cinco de aquellas vírgenes iban delante, porque era más ligero su paso, Maheleth, Jezabel, Idida, Thamar y Azuba. Cuatro llevaban únicamente la lámpara encendida, pero Jezabel, la que tenía sus cabellos de púrpura, a más de la lámpara llevaba un salterio…
Las otras cinco caminaban más lentamente, un poco fatigadas, porque al peso de las lámparas se unía el de unos vasos que llevaban llenos del más puro aceite de oliva, para alimentar la luz. Eran las vírgenes prudentes, y se llamaban Gomer, Hodes, Orpha, Atara y Jerusa.
Como temieran quedarse demasiado atrás, dieron voces llamando a las cinco compañeras que se habían adelantado; y todas cinco al oírlas se detuvieron, riendo, con sonoras risas, que derramaban en torno grata frescura, como el primer ruido de la lluvia que hiere los verdes y abundantes follajes, en calurosa siesta.
Gomer, sintiendo en su corazón el encanto juvenil de aquellas risas, dijo a sus compañeras:
–¿Por qué llevar estos vasos que nos fatigan? ¿No sería mejor ir a la fiesta sin esta carga? Aquellas caminan más ligeras; se mostrarán al esposo antes que nosotras, y tendrán mejor sitio en el banquete, y dijo Orpha, mirando a la luz, que temblaba entre las dos alas de la tórtola de oro.
–Ved que todavía no es de noche, y que el aceite de oliva se consume rápidamente.
Pero las locas reían; y de tiempo en tiempo se mezclaba a sus risas argentinas una nota del salterio herido al azar, en los juegos, donde los cuerpos aparecían divinamente armónicos como si el crepúsculo fuese la deseada vestidura de la juventud y de la gracia.
Y Jezabel aquella que ostentaba los cabellos teñidos de púrpura, dijo: –¿Oísteis la voz de Atara? ¿Oísteis la voz de Hodes? Dicen que las esperemos.
Y Thamar, que tenía los labios como los granos del racimo, donde el sol encierra sus ardores, dijo:
–Detengámonos aquí bajo los granados, el fruto está maduro y las ramas cargadas como jamás las he visto.
Y Maheleth, la perfumada de nardo, suspendiendo su lámpara de una rama dijo:
–He aquí una granada que ríe con todos sus dientes bermejos.
Y entonces Idida y Jezabel y Thamar y Azuba, también colgaron sus lámparas de las ramas, y se dispusieron a recoger los frutos. Y sus manos blancas, ávidas y ligeras esclarecían entre el follaje, y semejaban alas palpitantes en rededor de nidos nuevos. Mas como la alegría del pillaje las condujera al extremo de coger demasiados frutos, Idida dijo:
–Ved que no tendremos donde llevar tanta carga.
Y Thamar contestó recogiendo sus vestiduras bordadas como las de una reina:
–Yo las llevaré en mi túnica, y te daré mi lámpara.
Y su túnica se llenó con el fruto de los granados. Y tuvo dos lámparas Idida.
A este tiempo, llegaron las vírgenes prudentes y contemplando asustadas tal pillaje dijeron:
–¡Que habéis hecho! ¿No teméis la cólera del dueño si os sorprende?
Y las otras burláronse de ellas, y sin cesar de reír, se dirigieron hacia el bosque de cipreses. Y Thamar iba delante con la túnica llena de frutos deliciosos.

martes, 17 de febrero de 2015

ANTES...DESPUÉS (Joaquín Segura)

I

En aquel poético rinconcito de Asturias la existencia de Dionisia se deslizaba tranquilamente. Entonces sumaba diez años, era hija primogénita y no frecuentaba más sociedad que la de sus padres, ni conocía otro horizonte que el limitado por los encinares vecinos y el que allá, muy lejos, recortaban sobre una línea gris, el cielo y el mar.
La vida laboriosa del cortijo empezaba con las primeras claridades del amanecer, mucho antes de que el disco sangriento del sol asomase en el horizonte. La madre de Dionisia empezaba a barrer la casa y luego salía al corral a echarles al os borriquillos el último pienso y a dar de comer a las gallinas; y entre tanto Juan y Domingo, dos rapaces e ocho y nueve años respectivamente, obedeciendo las órdenes paternales, se iban al campo o bajaban a la playa a repasar los nudos de la red o a componer las velas rotas.
Dionisia estaba encargada de guardar los cerdos que constituían la principal riqueza del cortijillo; y era aquella una ocupación que no exigía esfuerzo y que se conformaba perfectamente con su temperamento perezoso.

Dionisia tenía la color bronceada, la boca grande, las facciones correctas, los ojos grandes y reflexivos, y este carácter taciturno de los pastores que siempre están solos. Sentada al pie de un árbol, la niña pasaba las horas calurosas de la siesta sumida en un dulce ensimismamiento, con las manos cruzadas sobre la falda y los ojos fijos. Su cerebro, sin embargo, no estaba inactivo: viviendo en medio de la naturaleza, tenía a la vista continuamente el libro siempre abierto de la vida; sin procurarlo observaba como se perseguían  los cerdos encelados, el ardor de las palomas lascivas, la sumisión con que las gallinas se doblegaban al capricho del gallo altanero, que las sujetaba despóticamente por la cresta, el amoroso piar de los pajarillos que fabricaban sus nidos en el tronco de las viejas encinas, y el ardor con que los insectos se buscaban entre la hierba, bajo los rayos abrasadores del sol… Todo aquello lo escudriñaba con interés creciente: su despierta imaginación comprendía que en todos los animales, en las mismas plantas que despiertan a la vida con los primeros calores de la primavera, había un sentimiento unánime, una pasión común a todos, a la flor que entreabre sus pétalos y a las palomas que se arrullan… Y ella misma empezó a sentir en su carne un extraño desasosiego cuyo origen no podía descubrir su salvaje candor de niña impúber.
Pero pasó el tiempo y con los años llegó la pubertad, y entonces Dionisia, que ya había leído muchas historia s de amor, comprendió la naturaleza de ese sentimiento carnal, de esa conmoción eléctrica que desquicia al mundo.
Desde aquel momento y sin que hubiese mediado otra explicación, Dionisia tuvo barruntos de que había pueblos y horizontes que ella no conocía, y con una madurez impropia de su poca edad, se lamentaba de vivir sola, encerrada entre aquellos cerros, perdida para el mundo, como una religiosa en su celda; y Dionisia, que ya sabía lo que los hombres llaman una mujer hermosa, se dio a estudiar en los libidinosos arrebatos de los animales que custodiaba, las explosiones de aquel fuego que ella misma sentía germinar en sus profundos.
Aquello era una iniciación inconsciente en los deleites del amor; el vicio, la orgía, que la seducían llamándola por las cien mil lenguas que tiene el pecado… Y, mientras sentada al pie de un árbol veía como los verracos encelados persiguen a sus hembras, la guardadora de cerdos, pensaba:
–Sí, debe ser muy dulce, eso de rendirse…

II

Han pasado mucho años, más de veinte, y la Dionisia que guardaba cerdos en un ignorado rinconcito de Asturias, hoy es una hetera de elevadísimo rango, una reina del buen gusto, célebre por su hermosura, por su riqueza… ¡casi una gran señora!...
¿Cómo?
Sus padres la enviaron a Oviedo, al servicio de una familia acomodada: allí conoció al señorito caprichoso que, a trueque de su virginidad, había de abrirle las puertas del gran mundo, y enseñarla el medio de poner a su belleza alta y nobilísima tarifa. Tratándole aprendió Dionisia esos arrebatos y esas languideces que tanto gustan a los hombres, y supo los recursos de que había de servirse para ser elegante y pasar por discreta. La joven era mujer dotada de milagrosas facultades: bonita, descocada, graciosa, con buena voz y felicísima memoria, y no tardó en aprender chascarrillos, canciones y esas variadas quisicosas que tanto se estiman en los salones mundanos… Y prosperó, prosperó mucho, ganando rápidamente en prestigio, gentileza y posición.
Después, buscando campo más vasto para sus ambiciones, se trasladó a Madrid, presentándose ante el gran mundo bajo el pseudónimo de Leonor del Encinar.
La fortuna ha colocado a Leonor del Encinar sobre las demás cortesanas, sus rivales. El suicidio de un estudiante que se encaprichó por ella y que no pudo merecer ningún favor de la terrible mujer que tantas mercedes prodigaba, y el desafío de dos linajudos personajes, nobles de abolengo y senadores por añadidura, comenzaron su reputación. Un francés millonario, la compró un hotel y coches; se la veía en el Hipódromo, en los palcos del Teatro Real; dio reuniones, jugó a la Bolsa, ganó y los periódicos hablaron de ella. Después un fotógrafo quiso retratarla en diversas actitudes y trajes, accedió Leonor a su pretensión viendo en ello un poderosos reclamo hecho a su fama de mujer bonita; aquellas fotografías fueron reproducidas por varias revistas ilustradas y por todas partes abundaron retratos de Leonor del Encinar en traje de ciclista, vestida de niña o saliendo del baño…
El francés millonario que tanto contribuyó a su popularidad y entronizamiento quiso llevarla a París, y Dionisia consintió, mas antes fue a despedirse del pueblecito en que nació. Su padre había muerto, pero sus hermanos y su madre la esperaban aún. Fue aquella una impresión brutal, intensísima, que arrasó sus ojos en lágrimas. La vieja casuca con techo de pizarra, el corral, la noria, los bosques vecinos, el arroyuelo que ella cruzaba desnuda de pie y pierna cuando era guardiana de cerdos, hata el lanchón en que suk padre la llevó embarcada algunas veces, ¡todo estaba igual!...
Dionisia permaneció allí varios días, hasta que empezaron a serle insoportables la dureza del lecho y la plebeya calidad y sazón de los alimentos: aquellos individuos que tanto la querían ya no eran de su clase, aquel mundo no era el suyo, y entonces se despidió del pueblo para no volver.
Leonor no se ha arrepentido aún de las escandalosas liviandades de su disipada juventud, ni piensa poner a su historia ese epílogo de mortificación y arrepentimiento con que concluyen todas las novelas románticas, y se ha limitado a señalarle a su familia una respetable pensión y a sufragar los gastos que origine la construcción de una capilla que en la iglesia de su pueblo edifican en honor de Sta. Dionisia.
Ahora está en el apogeo de su juventud, de su hermosura y de su esplendor. El otoño lo pasa en París, el invierno en Roma, el verano en Dieppe. Vive en la avenida de Wagram, cerca del Arco del Triunfo, en un magnífico hotel que todos sus amantes han pagado. Se levanta tarde, lee los periódicos de la mañana, buscando ávidamente entre los ecos del gran mundo todo lo que de ella se dice. Enseguida entra en el cuarto de baño y su doncella la lava, la perfuma, la acaricia frotándola el cuerpo con suaves pomadas que dan frescura y colorido a la piel, y luego se viste un traje de seda para esperar la visita de los íntimos, que nunca faltan.
Por Leonor se han arruinado muchos, algunos han muerto, y el escándalo de sus desenfrenos ha llegado al seno de los hogares provincianos, pero nadie la censura, es una estrella que todavía no ha tenido ningún eclipse. Una tarde sus caballos atropellaron aun niño y no hubo ningún guardia que se atreviese a detener el coche de la célebre cortesana. ¿Por qué?...
Porque Leonor es la mujer de todos, la mujer que entre todos han enriquecido; aquella para quien no hay hombre antipático, ni anciano repugnante, ni hombre demasiado niño… La quieren los adolescentes, porque su candorosa vanidad se siente halagada por la posición de tan rica hetera; la quieren los viejos libidinosos, porque es mujer perita que sabe reanimar su fatigada senectud con los quintaesenciados refinamientos del deleite; la quieren los comerciantes, porque es parroquiana generosa que paga al contado y sin regateos.
Ella, que es mujer de talento, compara la inocente Dionisia de otros tiempos con la vengadora de ogaño, y conoce que esta vale bastante menos que aquella. Esto le ha inspirado un profundo desprecio hacia la humanidad; ¡qué poco deben de merecer aquellos grandes banqueros, y aquellos príncipes de la sangre que la cortejan… A todos esos encopetados caballeros que las modestas burguesas ven pasar encerrados en la aristocrática tiesura de sus levitas abrochadas, ella les ha visto en su dormitorio, medio desnudos, y conoce sus defectos, sus ruindades, sus miserias… Y cuando, por las mañanas, su doncella le presenta las tarjetas de los marqueses y de los ricos comerciantes que solicitan una entrevista, la gentil cortesana sonríe desdeñosamente… pensando en los verracos encelados del cortijo… Su estrella no ha variado. La pobre Dionisia guardaba cerdos; la opulenta Leonor del Encinar… también: cerdos humanos…

JOAQUÍN SEGURA
La Vida Galante, nº 7. Barcelona  18 de diciembre de 1898.

GIRALDILLA (Eduardo Zamacois)

Así la llamaban sus amigos, Giraldilla, porque era derecha y coquetona y esbelta como la Giralda, ese milagro arquitectónico con que apuntaló al cielo alguno de aquellos príncipes desconocidos del arte morisco.
De tan milagrosa joya del amor humano es probable que nadie recuerde, porque Giraldilla, o María del Milagro, que tal era su varadero nombre, murió hace más de medio siglo, y cincuenta años pueden mucho en la inconstante memoria de los hombres: pero allá, a principios del siglo actual, no había en Sevilla hombre que no la conociese y anduviera bebiendo los vientos por ella, ni mujer que no la envidiase, ni trovador callejero que no repitieses los cantares compuestos por la donosa muchacha; porque así como su coetáneo Manolito Gázquez encarnaba, según el respetable sentir de Estébanez Calderón, el espíritu hiperbólico y extremadamente colorista del pueblo andaluz, de igual modo en María del Milagro, sevillana de nacimiento y gitana de raza, estaban  reunidos y acoplados, como en magnífico ramillete de variados matices, la sal, y el picante ingenio de Andalucía.
Era más bien alta que baja, con una cinturita anillada que avaloraba las cumplidas redondeces de las caderas y del seno; el pelo negrísimo y echado sobre la cara, formando a uno y otro lado de las sienes dos persianas de azabache; los clisos negros también y picoteros; la tez bronceada, los labios frescos, los piños menuditos y blancos; y pisaba tan corto y pulido y había tan gitanesco garabato en los movimientos de su cuerpo, y tanto fuego en sus ojos, que el prestigio de María del Milagro se fue extendiendo por toda Sevilla y no hubo baile desde Triana a La Macarena, en que no buscasen a Giraldilla para darle pique y viso flamenco a la fiesta.
Dados estos antecedentes fácil será comprender cuán rico bocado era María del Milagro para los conquistadores expertos aficionados a quedarse con lo mejor de lo bueno, y las extremadas protestas y huracanados suspirones de que sería testigo la reja del cuarto en que Giraldilla dormía: pero ésta era de muy independiente condición para aceptar de buen grado la esclavitud de tales finezas, y aprovechaba sus facultades de poetisa para burlarse de sus adoradores zahiriéndoles con cantares que corrieron por Sevilla y más tarde por España, con lo cual han demostrado su origen genuinamente popular y su depurado sabor literario. Su musa recorría todo el pentagrama del sentimiento, y unas veces era triste, otras sentenciosa, o mordaz y cáustica, como un sinapismo; pero siempre espontánea y fácil, sin pretensiones ni académicas pulcritudes de estilo. Una noche de jarana, hablando con cierto pobre diablo que la cortejaba, exclamó Giraldilla:


Tu mare fosforiyera,
tu pare un esquila perros…
¡Vaya una gente fulera!...

De estas ocurrencias tenía muchas y apropósito de todo, y brotaban de sus labios sin esfuerzo, como las burbujas de aire en un líquido en ebullición.
Así vivía Giraldilla cuando cumplió los dieciocho años: sin amoríos ni afanes impuros que bastardeasen la columbina candidez de su virginidad; alegre, decidora, consagrada a su madre viuda y llevando en el corazón al presentimiento de que en lo porvenir, pasados cinco o más años, ella gobernaría la taberna que ogaño regentaba su madre, y tendría un esposo y churumbeles más bonitos que retazos de cielo, y todo eso con que las mujeres parecen soñar desde la cuna.

***
¿Cómo perdió la sin par gitanilla aquel contento de sus verdes año?...
De tan lamentable mutación era autor y responsable único cierto estudiante, gran decidor de mentiras y de almibarados requiebros, a quien por su mal conoció María del Milagro en una tarde de feria. Ella estaba tomando el fresco en la puerta de su ventorro, cuando él pasó caballero sobre un poderoso potro guadalcaceño que barría el suelo con la cola. Las miradas de ambos jóvenes se encontraron: él sonrió y el caballo, obedeciendo a una leve presión de la rienda, empezó a hacer piernas, como ganoso de demostrar con aquellas monadas la morisca gentileza y gallardía de su jinete; y Giraldilla, de ordinario tan despreocupada, se entró precipitadamente en su casa temiendo que sus ojos y el súbito rubor de su semblante revelasen la dulce querencia que en su impresionable corazón acababa de nacer.
Desde entonces Enrique y María del Milagro se veían todas las noches por la reja. Fue aquel un verano delicioso. Enrique llegaba a las once, después de cerrado el ventorro; Giraldilla le esperaba en la ventana, y allí, con los rostros casi juntos, como si cada cual quisiera robar con sus labios las palabras que decían los labios del otro, pasaban las horas.. Y siempre se separaban ya cerca del amanecer y del mismo modo: – Adiós, Girardiya, ¿eh? ¡Hasta la noche…
–Adiós, rey…
Durante los primeros meses, el galán se limitó a ponderar la buena ley de su cariño; luego, cuando calculó que la altivez de la joven estaba suficientemente domeñada y en sazón, se propasó a besarla la mano y luego los labios, hasta que insensiblemente, abusando de sus sagaces raposerías de muchacho corrido y de la debilidad de María, llegó a solicitar de ella la prueba más concluyente que de su pasión pueden dar las mujeres enamoradas. Giraldilla había cedido hasta entonces, pero aquella última exigencia de Enrique fue rechazada rotundamente. Eso no sucedería nunca, nunca… Riñeron y el galán estuvo varios días sin aparecer, y después volvió sumiso y alegre, como si nada hubiera acaecido entre ambos. Su tranquilidad, sin embargo, solo fue aparente, porque bien pronto renovó sus ruegos, apelando a todos los subterfugios imaginables para domeñar el ánimo de Giraldilla, que se defendía desesperadamente.
–No, rey, no– repetía María del Milagro; –¡eso no!... Después de casarnos seré tuya en cuerpo y alma; tu mujer, tu esclava; ¡lo que quieras!... Antes, no; porque me abandonarías, mi familia me despreciaría también y me quedaría sola, solita en el mundo y sin honra… ¡y con tu maldecío cariño metío en el pecho!
… En esta situación fueron transcurriendo los meses y Giraldilla se iba volviendo triste, muy triste, y alejada de sus antiguos divertimientos pasaba los días silenciosa, como escuchando el combate que en sus profundos reñían su pasión y su virtud.
–¡No, no!... murmuraba; – eso, no sucederá nunca.

*** 
Así las cosas, llegaron las famosas ferias de Sevilla, y María del Milagro y su madre empezaron a disponer la tiendecilla que todos los años abrían en la calle que llaman de Gitanas, y en la que expendían churros, aguardiente, pastas, almendras y otros artículos muy buscados y de poquísimo coste.
Desde muy temprano la madre de Giraldilla se instaló en la tienda, y la joven quedó encargada de trasladar desde el ventorro hasta allí y a lomos de un borrico, los muebles indispensables. En aquella tarea la ayudó Enrique. María trabajaba afanosa, sacudiendo sillas, descolgando cuadros, quitando la ropa de las cómodas y embalando botellas y vasos en sendos cestos llenos de paja. Aquel ejercicio había arrebolado sus mejillas y de vez en cuando lanzaba un gran suspiro de cansancio y se secaba con el dorso de la mano el sudor que la corría por la frente. Enrique la seguía, gozoso de verla tan hacendosa y tan guapa, los dos trabajaban sin dar paz a sus manos ni a sus lenguas, y algunas veces interrumpían  la brega para reír y besarse. Después, cuando el burro ya no podía soportar más peso, lo echaban a andar, y ellos le seguían cogidos del brazo y muy despacio, pasando por delante de las murallas romanas y recorriendo un largo trayecto solitario que duraba más de tres cuartos de hora.
Ya eran cerca de las siete de la tarde cuando Enrique y María del Milagro salieron del ventorro conduciendo los últimos muebles: delante de ellos caminaba el borriquillo cargado con un cesto lleno de loza, dos mesas y un espejo; el espejo de Giraldilla, el mudo confidente que la ayudaba a emperejilarse y satisfacía las dudas de su femenil presunción; y Giraldilla lo quería con un amor extraño de fetichista, como a un buen amigo que no miente nunca. Los dos enamorados caminaban lentamente y muy juntos, y de vez en cuando Enrique interrumpía la conversación para chasquera la lengua y lanzar un ¡arre!... vigoroso. La noche cerraba rápidamente y agujereando las sombras del horizonte se veían las pupilas rojizas de algunos faroles. La oscuridad y el desamparo del lugar despertaron en Enrique deseos que habían permanecido adormilados durante el día, y tras un habilísimo circunloquio tornó a plantear el problema, el eterno problema del rendimiento.
–Tienes que ser mía – murmuraba; – lo quiero yo, lo quieres tú también, porque me amas… Créelo, esto es algo fatal, incontrastable, que parece estar escrito allá arriba.
–Déjame, déjame, rey – decía ella; – no me supliques tanto, te quiero demasiado…
Habían acortado el paso y Enrique la estrechaba el talle mientras la miraba fijamente a los ojos, cual si pretendiese registrarla los pensamientos. Entre tanto el borriquillo se alejaba, y su cuerpo se empequeñecía dibujándose sobre el fondo gris de la carretera polvorienta como un punto negro.
–Ven– murmuraba Enrique apretando los dientes con furor: – aquí, entre estos árboles…
Ella procuró desasirse y echar a correr, horrorizada de lo mucho que le quería, pero él la sujetó por un brazo y Giraldilla se dejó prender.
–Es muy tarde – balbuceó; – mira, y ese se va…
El borriquillo continuaba alejándose, alejándose…
–Ven, ¿qué te importa?... ¡Ven!... – Y la atraía hacia unos viciosos herbazales que parecían encubrir todo el amroso misterio de las alcobas. Enrique había cogido a María por las muñecas y la arrastraba mientras ella arqueaba las caderas con un postrer movimiento de repulsa.

Cuando llegó a donde estaba su madre, ésta empezó a reñirla. ¡Buen negocio acababan de hacer!... El burro había roto el espejo; un espejo magnífico, el mejor mueble de la casa. ¿De dónde iban a sacar dinero para comprar otro?... Aquello era mala sombra, un augurio infalible de que los negocios no saldrían bien.
–¿Pero en qué infierno has estado metida hasta ahora, indina? – repetía la vieja.
María del Milagro la escuchaba sumida en un dulce ensimismamiento: pensaba en su caída, en las protestas de amor eterno que su galán acababa de hacerle, y en la misteriosa conexión que pudiera haber entre la pérdida de su candor y la ruptura del espejo; aquel espejito en que tantas veces vio reflejada su virginidad inmaculada de soltera… El borriquillo permanecía inmóvil, contemplando con aire preocupado los añicos del espejo.
–¿Pero en qué piensas, indina, en qué cavilas? – volvió a exclamar la anciana exasperada por el silencio de su hija.
Y entonces Giraldilla, la espumita de la sal sevillana, la hermosa entre las bonitas, la ocurrente entre las graciosas y la gentil autora de tantos cantares, repuso entre alegre y pensativa:

Maresita mía,
yo no sé por dónde
al espejito donde me miraba
se le fue el azogue…

EDUARDO ZAMACOIS
Vida Galante nº 7. Barcelona 18 de diciembre de 1898

EL CUARTO DE HORA (Eduardo Zamacois)

… Juanita Torner le había robado el juicio con la salsa y pique de su gienecillo cascabelero, su nariz apicarada, sus ojos negros preñados de arrebatos agarenos, su cabellera fuerte y crespa, y su color cetrino de gitana ardiente; era una de esas hembras diabólicas que a cada nueva posesión descubren ternuras y hechizos que al principio estuvieron velados por otros de mayor bulto y cuantía, y luego fueron apareciendo fingiendo al deseo el torturador antojo de una mujer de ensueño y embeleso, que no puede gozarse nunca…
Aquello parecía lo inapresable, espíritu de la belleza misma hecho carne, la desesperante quimera de las ninfas siempre vírgenes forjada por los mirajes embusteros del inquieto deseo.
En la enfermiza exaltación de aquel cariño influía no poco la situación de Juanita Torner, casada con un viejo celoso muy ducho en lides amorosas, y las dificultades que Roberto había de vencer para dar vado a las exigencias de su deseo. Se veían a salto de mata, abrazándose y separándose enseguida, como pajarillos encelados que se acarician en la punta de una rama; y tras aquel fugitivo momento de expansión venían días inacabables, a veces semanas de dolorosa expectación, durante las cuales los dos amantes habían de contentarse con el billetito incendiario que Roberto deslizaba furtivamente en la mano de Juanita los domingos, a la salida de misa, aprovechando la aglomeración de fieles que se agolpaban en la puerta.
En aquellos billetitos con que mutuamente se consolaban, Roberto empelaba el descompuesto lenguaje de los locos: ella le respondía con esa mansedumbre de las mujeres acostumbradas a resignarse, y sus cartas siempre envolvían una dulce esperanza que raras veces obtuvo inmediata realización.
«Tus extremos me hacen sufrir mucho–decía; – ten más resignación, más fe en el porvenir, y aprende, bien mío, a sufrir como yo sufro. Mañana, a las seis de la tarde, pasa por mi calle; yo estaré detrás de los cristales del balcón: si saco el pañuelo vuelves por la noche y entras; si no  te hago seña ninguna… ¡paciencia!... es que mis cábalas han fallado. Adiós, te beso en la boca…»
Aquellas citas mantenían la amorosa afición de Roberto en perpetuo jaque: acudía a ellas emocionado, como el colegial que se fuga a media noche de su casa para concurrir a un baile de máscaras, y después de mucho esperar componiendo en su imaginación series prolijas de sonrosadas arabescos, veía a Juanita, que le miraba tristemente y luego se retiraba dejando caer el visillo y sin decirle nada. Así pasaban los días y fueron muchas las semanas en que no pudo obtener hasta el sábado por la noche, lo que el lunes por la tarde le prometieron.
Aquellas ocasiones que ambos enamorados asían, como por los cabellos, para verse, eran insuficientes: duraban diez minutos, quince, a lo sumo… y Roberto se marchaba más enamorado que nunca, creyendo que su amada de hoy atesoraba más encantos y ardimientos que su amada de ayer; y como este fenómeno se repitió varias veces y él no tenía sosiego ni espacio para confirmar la verdad de sus imaginaciones, llegó a convencerse de que Juanita Torner era como mágico Proteo del deleite, que cien veces cambia si otras tantas se rinde, y que dentro de su unidad guardaba y escondía tantas variedades que no podrían encerrarse en guarismos con ser inacabable la serie de los números.
Para despejar aquella incógnita necesitaba verla minuciosamente, oírla hablar unos momentos, ¡un cuarto de hora!... Ese divino cuarto de hora en que los sabios conquistan la gloria y los especuladores la fortuna y los amantes el supino placer… Instante solemne que, después de pasar, no vuelve nunca…
Y para Roberto, el cuarto de hora de su amor no había llegado aún.

***
Eran pasados muchos meses, muchos… cuando la ocasión deseada se presentó poniendo término novelesco a aquella espera inacabable.
El marido de Juana estaba concluyendo de vestirse para salir: le habían invitado a escuchar la lectura de una comedia que un amigo suyo acaba de escribir y de la cual se hablaba mucho en el saloncillo de los teatros. La reunión empezaba a las nueve en punto, concurrían a ella varios novelistas y actores de gran cartel, y, tratándose de individuos de tanto fuste, no era cortés hacerse esperar.
–¿Tardarás mucho?– repetía la joven.
–No; entre doce y doce y media, estoy aquí… ¡Adiós!...
–Te espero, ¿sabes?... te espero…
Y mientras el marido se marchaba por un lado, Roberto, que le espiaba, llegó por el otro. Juanita le condujo al gabinete  y en tanto la doncella, ladina confidente y protectora de aquel enredijo, preparaba sobre el velador un ligero piscolabis, los dos enamorados reían, reían, con ese candor pueril de los dichosos.
–Las diez, las once, las doce, ¡tres horas!–exclamaba Roberto mirando su reloj; –¡si parece imposible que en tan poco tiempo quepan los anhelos más grandes de mi vida!...
La doncella se había retirado cerrando la puerta y corriendo los cortinajes, y Roberto aproximó el velador al sofá: en medio de los platos bien surtidos de jamón en dulce, pastas y otras sabrosas golosinas, había una botella de Jerez añejo brillando a la luz del quinqué como una barra de oro.
–Anda, empieza tú – dijo ella.
–No; tú eres quien debes dar ejemplo..
Trasegaron algunas copitas de vino y tornaron a abrazarse, con lo que dieron comienzo a las sublimes puerilidades del amor; y hubo aquello de comer en un mismo plato y de beber en la misma copa, y de hablar continuamente y sin sindéresis de todo y de nada…
Estaban sentados en el sofá, cogidos de las manos, mirándose a los ojos, confundiendo sus alientos…
–Por fin estás como yo deseaba – decía Roberto; – y puedo mirarte a mi sabor, y recrearme con tus palabras y emborracharme con tu hermosura… y descansar después junto a ti de la embriaguez que tu belleza me produzca…
Entre tanto los relojes proseguían su marcha imperturbables, llevándose en el engranaje de sus máquinas jirones de felicidad.
–¡Así quería yo tenerte!–repetía Roberto, –así!...
El quinqué colocado sobre el piano, bañaba la habitación en una luz ténue y soñolienta que batallaba con la oscuridad que invadía los ángulos; sobre el velador quedaban los restos del festín y la botella de Jerez casi vacía; por los cortinones entreabiertos del dormitorio se veía la cabecera de un lecho, alto, dorado y soberbio, como un trono oriental. El cuarto de hora del supremo deleite se acercaba…
La joven se había puesto de pie, con los brazos caídos y la gentil cabeza echada hacia atrás, en la voluptuosa actitud de una diosa pagana. Roberto, cogiéndola por las manos, la arrastraba suavemente. El dorado instante del codiciado bien estaba allí, tras los cortinajes… Juanita Torner, excitada por el vino, se abandonaba, lanzándose al peligro con una dulce inconsciencia de sonámbula. La mujer prudente había desparecido en ella, y quedaba la hembra bravía, sensual, que quiere entregarse…
En aquel momento dramático resonó un campanillazo y se oyeron los pasos precipitados de la doncella que se acercaba sigilosamente. Después la puerta del gabinete se abrió y apareció la sirviente con los labios lívidos de terror.
–Señora – balbuceó – el señor…
La joven, con ese valor que las mujeres demuestran en las ocasiones difíciles, se rehízo prontamente, y mientras la doncella iba a abrir, Juana indicó a Roberto con un ademán la puertecilla de escape: ni siquiera tuvieron tiempo de despedirse y eljoven huyó desapareciendo en las tinieblas del dormitorio…
–¿Cómo, eres tú? – exclamó Juanita al ver a su marido; –¡cuánto me alegro!... Me encuentras levantada porque me dolía el estómago y no quise acostarme sin antes comer algo…
Le había echado los brazos al cuello y le besaba amorosamente, excitada aún por el recuerdo de su amante. Él la abrazó también, muy ufano de verse tan agasajado; y mientras la joven le ayudaba a quitarse el gabán y a descalzarse las botas, el feliz esposo murmuraba:
–¿No sabes? ¡Me he aburrido! ¡Vaya una comedia! ¡Y a eso llaman escribir!... ¡Qué diálogos tan soporíferos, qué estilo tan premioso, qué símiles tan resobados, qué chistes tan recalentados y qué argumento! ¡Eso sobre todo!...
Acababa de quitarse el chaleco y tuvo que interrumpir sus explicaciones sofocado por Juana, que le besó en los labios.
–¡Qué argumento, qué asunto tan viejo!... ¡El eterno asunto de que en este mundo, lleno de incongruencias, todo anda del revés y que, generalmente, los tontos calientan las castañas que otros han de comerse!... ¿Eh?... ¿Qué te parece?...
Ella lanzó una carcajada corta, impúdica, y repuso:
–Que has acertado, pero completamente, créeme… ¡Vamos a dormir!.....

Y el malaventurado Roberto, que logró escapar de su escondrijo sin ser visto de nadie, salía a la calle maldiciendo y pensando en aquel fiero sarcasmo del Destino, que le había burlado trocando el curato de hora de la suma felicidad, en el menguado cuarto de hora de la suprema ridiculez.

EDUARDO ZAMACOIS
Vida Galante, nº 6.   Barcelona  11 diciembre de 1898.

¡VENGANZA, PLACER DE DIOSES!

–Señorito, deme usted la cuenta, firme usted mi salida en la cartilla y páselo usted bien. No quiero continuar en esta casa.
–Pero, muchacha, ¿qué arrebato es ese? Apenas hace quince días que estás a nuestro servicio y ya quieres dejarnos. ¿Por qué?
–Por nada.
–Esa no es razón. Algún motivo habrá y necesito saberlo. ¿Te trata mal mi señora?
–Al contrario.
–¿Comes mal, trabajas mucho?
–No, señor.
–Entonces, ¿por qué quieres marcharte?
–Pues, misté, señorito; que yo soy mu honrá, aunque me esté mal el decirlo, y no me gustan ciertas cosas que veo.
–¡Cómo! ¿Qué es eso?... ¿Qué has visto tú?
–No puedes volverte atrás, ni salir de aquí sin cantar de plano. ¿Qué ocurre?
–Ocurre, que… la verdad, la señorita…
–¿Qué tienes que decir de mi mujer? Acaba.
–Todos los días, al poco rato de irse usted a la oficina, viene aquí un caballero.
–¿Un caballero?
–Un caballero alto, guapo, joven y muy bien vestido.
–¿Más guapo que yo?
–Sí, señor.
–¡Cáscaras!... Prosigue.
–Así que llega, se encierra la señorita en el tocador, y allí se pasan la tarde los dos solitos.
–Solitos, ¿eh?
–Y no se marcha hasta media hora antes de volver usted.
–¿Y qué hacen?
–Eso, averígüelo usted.
–O Vargas.
–¿Quién es Vargas?
–Un mal educado que siempre anda averiguando vidas ajenas. Pero, dime: ¿tú no has oído ninguna palabra, ningún ruido sospechoso? Habla claro.
–Pues más claro, agua.
–¿Y qué más?
–¿Más claro que el agua?... Paece usted tonto.
–Puede que lo sea. Y la señorita, no te ha dicho nada acerca de esas largas visitas?
–Sí, señor; me ha dicho que ese joven es un profesor que viene a enseñarle la lengua…
–¿La lengua?
–La lengua francesa.
–Siendo un profesor…
–Es que dos tardes en que usted ha venido algo más temprano que de costumbre, la señora le ha escondido hasta que ha vuelto usted a salir.
–Eso es más grave… ¿Y, dónde le ha ocultado?
–En el retrete.
–¡Qué asco!
–Eso digo yo.
–Oye, vas a hacerme un favor. Es preciso que la señorita ignore nuestra conferencia. Mañana vendré a sorprenderles y te juro que mi venganza será terrible.
–¡Señorito, por Dios!...
–No temas: castigaré a los culpables y recompensaré espléndidamente tu buen comportamiento. A cuenta, toma un abrazo…

***

Al día siguiente don Cleto regresó a su casa mucho antes de la hora acostumbrada; la esposa infiel ocultó al amante, medio desmayado de miedo, en el precipitado mal oliente escondrijo, y a don Cleto le bastó interrogar a la sirviente con los ojos para cerciorarse del sitio en que se asfixiaba la víctima.
–Voy a salir otra vez – dijo acariciando a su mujer la barbita; – pero antes voy a satisfacer una necesidad.
Ella se interpuso en su camino, anhelante.
–¿Vas al…?
–Sí.
–No, no vayas… En la alcoba tienes…
–Ya sabes que no me gusta, déjame…
–¡Pero hombre!
–No seas tonta, mujer. Precisamente sólo voy a hacer lo que el respetable Ayuntamiento califica de “aguas menores”…
Ella se dejó caer anonadada sobre una silla, presintiendo la catástrofe: pero don Cleto no abrió la puerta del retrete, contentándose con entornarla lo absolutamente indispensable para ejecutar la operación. Después requirió el desorden de su traje, cerró la puerta herméticamente y dijo acercándose a su mujer y con el acento más bonachón del mundo:
–Ya sé que tienes escondido a tu amante en el retrete. ¡Bueno te lo he puesto! Adiós.
La señora dio un grito y se desmayó. El amante tuvo que comprarse un traje nuevo.
Después se supo por la portera que aquella tarde don Cleto bajaba las escaleras frotándose las manos con aire satisfecho y murmurando:
–La venganza… el placer de los dioses!...

J.S.
Vida galante, nº 5. Barcelona, 4 de diciembre de 1898.

domingo, 15 de febrero de 2015

¿SERÁ ELLA? (Luís González Gil)

La idea parecerá absurda y hasta podrá serlo; pero lo cierto es que anda dándome vueltas por la cabeza desde esta mañana.
Acababa yo de terminar el almuerzo, cuando vino a tenderse a mis pies, según costumbre, mi Safo, una perra muy linda y muy sociable, cuyas coqueterías me tienen prendado.
El noble animal meneaba el rabo y clavaba en mi rostro sus ojos azules y melancólicos, como si quisiera penetrar en el fondo de mi alma.
Contemplándola en aquella actitud, me asaltó de repente una idea que no he podido desechar en todo el día. Mi perra – pensé – es ella, es María, mi primer amor, desvanecido como un sueño delicioso, pero perdurable en mi memoria.
Aferrándome más y más a sospecha tan extraordinaria, fui encontrando entre María y la perra semejanzas que helaban en mis venas la sangre… ¿Será ella?
Siempre que entra en mi casa, el animal me recibe con bulliciosas demostraciones de júbilo. –¡lo mismo que María! – y a veces se pone tan empalagosa, que no logro separarla de mi lado más que con regaños o amenazas; que es, exactamente lo que me ocurría con aquella mujer.
Casi puedo asegurar que el espíritu de mi antigua amante vive en el cuerpo de Safo. No hay más que ver las artimañas y zalemas de que se vale para conseguir aquello que ha despertado su codicia.
Además, mi perra es algo sucia y yo recuerdo que mi pobre María tampoco era muy aseada. ¡Cuántas veces tuve que incomodarme con ella y ponerme serio para que modificase sus costumbres! Igual tengo que hacer con la perra.
Su exceso de sociabilidad la hace impertinente con las personas que van a mi casa; comienzan haciendo gracia y terminan cometiendo toda clase de inconveniencias… Y María tenía el mismo defecto.
¿Será ella? Safo quiere que la adivine todos sus pensamientos, y cuando no logra hacerse entender, se incomoda y ladra! Queriendo hablar, le sucedía lo mismo a la mujer de quien os hablo.
Mi perra, como María, come mucho y tiene predilección por las golosinas; aborrece el olor del tabaco; se deleita con la música, y mientras yo trabajo se queda dormida junto al brasero.
Lo mismo que María, mi perra es muy callejera; por su gusto no vendría a casa más que para dormir y comer, y se enfada si la encierro todo el día.
Cuando voy de paseo con ella, no se aparta de mi lado un momento, y va muy seria y orgullosa, como diciendo a las gentes: «Ya veis que no estoy sola en el mundo». Y muchos que pasan a nuestro lado vuelven la cabeza murmurando: «¡Qué hermosa es!» ¡Cuántas veces he oído lo mismo cuando acompañaba a la otra!
Ya no me atrevo a asegurar que sea la misma; pero… ¿no es verdad que se parecen mucho?
–Ven aquí, pobre Safo; dame la manita. ¿Quién te quiere, monina mía? Levanta la cabeza así; mírame tú…
¡Nada!.. Que si no fuera tan leal y tan constante, juraría que era ella.

LUIS GONZÁLEZ GIL
Diario de Pontevedra 10 de enero de 1898

¿CUÁL DE LOS TRES? (Eduardo Zamacois)

El tren expreso que va desde Hendaya a París había salido de la estación, deslizándose lentamente sobre sus ruedas engrasadas.
En aquel departamento del coche iban dos hombres; un español y un inglés. El primero envuelto en una rica manta de vistosos colorines; amodorrado, soñoliento, procurando conciliar el sueño, bajo las alas de su sombrero cordobés; el otro, inmóvil y grave dentro de su gabán de pieles, con un rostro largo y seco que parecía grabado en boj. Cada cual ocupaba una ventanilla, y el matrimonio y el clérigo francés que acababan de subir, se sentaron del mismo lado, frente al español; el sacerdote se acomodó junto a Eugenia. Era pequeñín, regordete y colorado, como Carmelo Recio, (el marido), y tal vez escogió aquel sitio sin darse cuenta, obedeciendo inconscientemente a un sentimiento innato de simetría.
El tren, en tanto, corría con rapidez vertiginosa, devorando kilómetros; la máquina silbaba y resoplaba furiosa, vomitando chispas que iban a extinguirse en las frías soledades de la noche; por las ventanillas del vagón se veían desfilar árboles, casas, manchas obscuras de cerros lejanos, praderas que parecían galopar hacia atrás engendrando al mortecino resplandor de la luna, perspectivas metalescentes que variaban a cada instante, multiplicándose, fundiéndose, corriendo unas en pos de otras, envueltas, perdidas, entre las columnas jironadas de humo arrojadas por la feroz locomotora; y tras aquellas planicies sobrevenían nuevas sombras enormes de cerros escarpados que avanzaban veloces, cual si el genio maléfico del caos los arrojase desde el horizonte sobre el tren; pero aquel choque horrísono que la vista fingía, no llegaba, y el tren proseguía su marcha mugiendo, soplando, haciendo crujir el maderamen de los vagones sacudidos con el insólito traqueteo de las ruedas que giraban enloquecidas bajo el peso del coche.
A pesar de aquel sacudimiento rítmico y continuo que llamaba al sueño, nadie dormía. Carmelo Recio miraba embelesado por el cristal de la ventanilla, lo poco que alcanzaba a verse de las campiñas fugitivas; Eugenia y el cura, por la posición que ocupaban, ni siquiera podían disfrutar de aquel divertimiento, y estaban aburridos, sin saber que empleo dar a sus ojos; el inglés, con el seco rostro encerrado entre dos patillas rubias, les miraba fijamente, con unos ojos duros, insensibles al sueño… En cuanto al español, completamente despabilado, miraba a Eugenia, admirándola…
Aquilatando la belleza de su frente pequeñina e inquieta, sus ojos dulces de soñadora, su boquita risueña y zumbona, toda aquella feliz acopladura, en fin, de rasgos, que tan picante expresión imprimían al rostro juvenil de la muchacha; y su cutis, pálido, blanquísimo, que parecía traslúcido visto al reflejo amarillento de la luz del coche, y entre los semblantes apopléticos de Carmelo Recio y del clérigo francés, cuya redonda fisonomía se destacaba entre la estolilla de su hábito y el respaldo del asiento, como un círculo rojo.
Y luego, admiraba la graciosa esbeltez del busto ceñido por un abriguito de color gris, y la actitud indolente de las manos, cruzadas sobre la falda; y descendiendo más aún, llegaba a los pies, pequeñines y coquetones, digno sostén de tan adorable escultura; piececitos bullidores que debían de tener fragancia propia, como las flores, y trascender a esencia refinada de nardo o de claveles… y que le recordaron los de Itimad, aquella hermosa esclava querida del rey moro Al-Motamid; la cual, habiendo visto como dos mujeres amasaban barro con los pies para fabricar adobes, quiso imitarlas, y entonces el enamorado rey árabe, no queriendo oponerse a tal capricho y procurando al mismo tiempo conservar las bellezas de aquellos pies delicados que no estaban hechos para tan ruin empleo, mandó preparar en uno de los patios del Alcázar de Córdoba, un barro formado con pétalos de rosa, flores de almendro, mirra, canela, almizcle y otras especies olorosas; y, cuando todo estuvo dispuesto y preparado a su talante, llamó a Itimad y la dijo:
«Ya puedes descalzarte, para hacer adobes, mi amor»
Mientras el viajero español esparcía su ánimo en aquellas poéticas imaginaciones, Eugenia también le miraba, seducida por esa atracción que la juventud y la belleza ejercen sobre los temperamentos impresionables: y sin apercibirse del gravísimos delito moral en que incurría abandonándose en aquel examen, se holgaba de encontrarle tan joven y tan guapo; únicamente creyó advertir al pronto, un cierto desaliño en su indumentaria…; ¡pero, mire usted por donde la gustaban a ella los hombres así, despreocupados!... Y continuando por la jabonosa pendiente que recorría, se atrevía a compararle con su Carmelo…

Son las comparaciones siempre odiosas,
siempre, y en el archivo de Simancas,
si no me engaño, pienso haber leído
que en el símil perdió siempre el marido…

La inocente Eugenia destrozaba al suyo comparándole con el gentil galán desconocido, y un dolor secreto la torturaba. Nunca la pareció el desventurado Carmelo Recio, tan pequeño, ni tan gordo, ni tan vulgarote, ni tan grasiento…
Ninguno de los circunstantes hablaba, malhumorados por el frío y el cansancio de un viaje tan largo; Recio y su mujer, el cura y el español, iban casi juntos, formando un grupo; en la otra ventanilla del coche iba el inglés, solo, inalterable, mirándoles con esa insolencia mortificante de las figuras de cera o de los cortos de vista.
De pronto, el joven experimentó un deseo violentísimo de besar a Eugenia; pero en la boca, allí precisamente, en aquella boquirrita de labios finos, tan burlones y tan húmedos. Tal vez en la generación de aquel antojo repentino influyese el interés manifiesto con que la moza le miraba, o simplemente la luz del coche que parpadeaba amenazando apagarse y ofreciéndole con ello ocasión excelente para ejecutar su pecaminoso pensamiento.
El tren llegaba a Burdeos a las cinco de la madrugada, pero la coyuntura tenía que presentarse antes, porque en aquella estación había cambio de trenes. Aún faltaban más de dos horas… ¿resistiría la luz todo aquel tiempo sin apagarse?... El joven levantó la cabeza desesperado, para mirarla; Eugenia y el cura siguieron aquel movimiento cuyo significado entendían a medias, porque ya habían pensado en la aburrida probabilidad de quedarse a oscuras; pero nadie habló y continuaron como hasta allí, embozados en sus reflexiones.
Y pensando siempre el joven en el modo mejor de realizar impunemente su propósito, se atrevió a sonreír a Eugenia aprovechando las distracciones de Carmelo Recio a quien la fatiga iba adormilando; sonrisa provocativa y elocuente digna de un Antístenes, que ella tuvo la osadía de recompensar con una mirada.
Faltaban tres cuartos de hora para llegar a Burdeos, y el joven ya tenía resulto el difícil problema de besar, sin peligros, a aquella mujer; pero necesitaba estar a oscuras y la bendita luz resistía aún… El inglés continuaba imperturbable, con el frío semblante encerrado en el paréntesis de sus patillas rubias.
Los temblequeteos de la luz eran más prolongados cada vez y más frecuentes: a ratos parecía extinguirse completamente, cuando el vagón experimentaba una sacudida más violenta; pero luego renacía impertinente, testadura, cobrando fuerzas de sus últimas gotas de aceite. Pasó otra media hora y la feliz ocasión no se ofrecía: el tren iba sin retraso y llegaría a Burdeos a las cinco en punto; solo faltaban ocho minutos… Un parpadeo más prolongado de la luz, indicó que la llama había empezado a consumir el aceite de la mecha; algunos momentos más y todo habría concluido… Pero, diríase que la locomotora tuvo conciencia de lo que en aquel departamento de primera sucedía, según la prisa que se daba en llegar.
De improviso, la luz se apagó… e instantáneamente resonaron el amoroso crujir de un beso rápido, frenético, y el estallido de una bofetada terrible, relampagueante, que sonó como una pedrada en un espejo…
Era que el joven, mientras besaba a Eugenia, levantó el brazo y descargó su mano abierta sobre los abultados carrillos del clérigo francés, que respondieron con ese chasquido característico de la carne mollar.
……………..
Habían llegado a Burdeos y bajaron al andén.
Carmelo Recio, que lo había oído todo y creía a Eugenia autora de la bofetada, miraba a los tres hombres con ademán retador, no sabiendo con cuál de ellos encararse; el cura, a pesar de la hinchazón que amenazaba la parte ofendida, no osó quejarse acobardado por los feroces ademanes del marido, a quien suponía autor de la agresión; el inglés les examinaba emocionado visiblemente por la novedad de la aventura, pero sin comprenderla; Eugenia, turulata, tampoco podía descifrar el enmarañado intríngulis de lo ocurrido…
Aquella escena duró un instante; los mozos de la estación iban y venían llevando baúles y empujando a los viajeros, y cada cual se fue por su lado. Y Carmelo Recio les vio alejarse, mientras él seguía a su mujer, furioso, cargado con sus maletas, preguntándose:
–¿Cuál de ellos habrá sido? ¿Cuál de los tres?...

EDUARDO ZAMACOIS
Vida Galante nº 5. Barcelona, 4 de diciembre de 1898


EL SOMBRERO NUEVO (Jules Noriac)

Esos mimados de la fortuna que compran mensualmente un sombrero, no logran nunca tener un sombrero nuevo. La razón de este fenómeno es obvia: esos caballeros no tienen sombreros viejos, y es indiscutible que para tener un sombrero nuevo es necesario tener uno viejo.
Aunque solo haga veinticuatro horas que ha comprado usted el más flamante de los sombreros, si no ha conservado usted el otro para los días de lluvia, es imposible que diga usted al criado o a la esposa o a la… que se encuentre más cerca: –«Dame el sombrero nuevo» Hay que decir modesta y sencillamente: –«Dame el sombrero»… Y decirlo sin énfasis, sin ostentación, sin añadir esa palabra nuevo, expresión exacta de un orgullo legítimo: el orgullo del ciudadano que compra anualmente un sombrero. Además, este cambio anual de tapadera de cabeza de familia, es un acontecimiento en la casa.
El marido limpia el sombrero con la manga, sopla a contrapelo para saber si la seda es buena, lo ajusta a las rodillas y estira las piernas para arquear las alas, y lo presenta pomposamente a su mujer, diciendo:
–Mira, es de casa de Orsay. ¿Qué te parece?
–Me parece chiquitín y ridículo.
–¿Qué sabes tú?– responde el marido visiblemente contrariado: – las mujeres tenéis un gusto detestable para elegir las prendas varoniles.
–Es posible; pero, ¿a mí, qué me importa? Tú lo has de llevar…
El marido envuelve su compra en un papel, la guarda después en la sombrerera y ésta en un armario, sin añadir una palabra; a la oficina llevará el viejo. Pero una mañana dice a su esposa:
–Voy a casa de Dubiet. Estaba por ponerme el sombrero nuevo, ¿eh?
–Si así te gustas más…
–Ni me gusto ni no me gusto.
–Pues, no te lo pongas.
–¿Crees que lo he comprado para hacer flanes?
–Pero, ¿qué quieres que te diga, hombre?
–Nada.
Y se marcha, con el sombreo nuevo, a visitar a Dubief. La señora queda pensativa un instante, y se asoma después al balcón murmurando:
–¡Vaya una idea rara! Ponerse el sombrero nuevo; precisamente va a llover…
En efecto, empieza a llover a cántaros. Eduardito (nuestro marido), se separa de Dubief en el bulevar del Temple. La calle de l’Arcade está tan lejos, que,  para proteger el sombrero, Eduardo se refugia en un café hasta que cese la lluvia. Pero el aguacero no recibe la cesantía, y el hombre del sombrero nuevo empieza a fastidiarse, cuando héte aquí que entra un amigo en el café.
Partida de piquet y partida del amigo, después de ganar un luís a Eduardo.
Entre comer en el café y estropear la prenda, su propietario se decide por lo primero. La comida es detestable, pero le cuesta doce francos. Entretanto la criada de Eduardo dice a su ama:
–¿Quiere usted comer, señorita? Ya son las ocho; el señor no viene…
–A la mesa.
La mujer de Eduardo ha tenido durante todo el día esta idea fija:
–¿Para qué habrá llevado mi marido el sombrero nuevo con el tiempo que hace?
Y el tiempo continúa haciendo… siempre lo mismo: llover.
Eduardo no quiere pasarse la vida en el café ni que el sombreo se le cale, y se resuelve a entrar en el teatro del Ambigú. – Allí – se dice – no gasto ni juego…
Pero paga la entrada, es sí: cinco francos.
¡Las doce!... La señora esta que la pueden ahogar con un cabello, y quiere enviar a la criada a la prefectura de policía. Eduardo puede haber sido víctima de cualquier accidente… la criada afirma que es preferible aguardar un poco, y que el señorito no puede tardar…
En efecto, el señorito se presente en su casa a la una, chorreando más agua que las mangas de riego. Aquel sombrero tan flamante, tan lustroso y de tan bonita forma, está convertido en un objeto indescriptible: parece el cadáver de un perro ahogado y flotando en la superficie del Sena.
A la salida del teatro no había coches, y Eduardo echó a correr pensando en que su mujer estaría inquieta; de modo que le cayó encima todo el chaparrón.
–¿Cómo vienes tan tarde?
–Hija, porque llovía y no quise que se me mojase el sombrero.
–¿Hasta qué hora has estado con Dubief?
–Hasta mediodía.
–¿Y dónde fuiste después?
–Al café.
–¿Y dónde has comido?
–En el restaurant.
–¿Y dónde has estado hasta ahora?
–En el teatro.
–Pues di que has querido darte un gran día. Ya me lo figuré cuanto te vi poner el sombrero nuevo. Muchas gracias, hombre.
–¡El gran día! He querido resguardar el sombrero, ni más, ni menos.
–Haber tomado un coche.
–Tampoco quería gastar dinero.
–¿Comiste de balde?
–No; pero…
–No me digas una palabra. Te has puesto el sombrero nuevo para salir a derrochar dinero. ¡Está bien!
Mas que el sombrero, lo que Eduardo se ha puesto son las botas. Desde entonces, siempre que encuentra excesivos los gastos de su mujer, ésta le replica:
–¿Sé yo, acaso, en qué gastaste cuarenta francos el día en que te pusiste el sombrero nuevo?
La comida está siempre fría y mal condimentada; la señora vuelve tarde de sus visitas o de sus compras, o de donde sea… porque él no lo sabe. Pero como abra la boca para quejarse, se la tapan con estas palabras:
–¿Me quejo yo cuando me haces pasar noches y días enteros con la mayor inquietud, como el día en que te pusiste el sombrero nuevo?
En otro tiempo, al apearse ella del coche en la esquina de su calle, después de… ¡vaya usted a saber!... La pobrecilla sentía remordimientos y no podía el pie en su casa sin decir por lo bajo: –¡Pobre Eduardo!
Ahora se encoge de hombros, y con el manguito delante de la boca, murmura:
–¡Bah! ¿Qué sé yo lo que él hizo el día en que se puso el sombrero nuevo?

JULES NORIAC
Vida Galante nº 5. Barcelona, 4 de diciembre de 1898