Así la llamaban sus amigos, Giraldilla,
porque era derecha y coquetona y esbelta como la Giralda, ese milagro
arquitectónico con que apuntaló al cielo alguno de aquellos príncipes
desconocidos del arte morisco.
De tan milagrosa joya del amor humano es probable que nadie recuerde,
porque Giraldilla, o María del
Milagro, que tal era su varadero nombre, murió hace más de medio siglo, y
cincuenta años pueden mucho en la inconstante memoria de los hombres: pero
allá, a principios del siglo actual, no había en Sevilla hombre que no la
conociese y anduviera bebiendo los vientos por ella, ni mujer que no la
envidiase, ni trovador callejero que no repitieses los cantares compuestos por
la donosa muchacha; porque así como su coetáneo Manolito Gázquez encarnaba,
según el respetable sentir de Estébanez Calderón, el espíritu hiperbólico y
extremadamente colorista del pueblo andaluz, de igual modo en María del
Milagro, sevillana de nacimiento y gitana de raza, estaban reunidos y acoplados, como en magnífico
ramillete de variados matices, la sal, y el picante ingenio de Andalucía.
Era más bien alta que baja, con una cinturita anillada que avaloraba las
cumplidas redondeces de las caderas y del seno; el pelo negrísimo y echado
sobre la cara, formando a uno y otro lado de las sienes dos persianas de
azabache; los clisos negros también y
picoteros; la tez bronceada, los labios frescos, los piños menuditos y blancos; y pisaba tan corto y pulido y había tan
gitanesco garabato en los movimientos de su cuerpo, y tanto fuego en sus ojos,
que el prestigio de María del Milagro se fue extendiendo por toda Sevilla y no
hubo baile desde Triana a La Macarena, en que no buscasen a Giraldilla para
darle pique y viso flamenco a la fiesta.
Dados estos antecedentes fácil será comprender cuán rico bocado era
María del Milagro para los conquistadores expertos aficionados a quedarse con
lo mejor de lo bueno, y las extremadas protestas y huracanados suspirones de
que sería testigo la reja del cuarto en que Giraldilla
dormía: pero ésta era de muy independiente condición para aceptar de buen grado
la esclavitud de tales finezas, y aprovechaba sus facultades de poetisa para
burlarse de sus adoradores zahiriéndoles con cantares que corrieron por Sevilla
y más tarde por España, con lo cual han demostrado su origen genuinamente
popular y su depurado sabor literario. Su musa recorría todo el pentagrama del sentimiento,
y unas veces era triste, otras sentenciosa, o mordaz y cáustica, como un
sinapismo; pero siempre espontánea y fácil, sin pretensiones ni académicas
pulcritudes de estilo. Una noche de jarana, hablando con cierto pobre diablo
que la cortejaba, exclamó Giraldilla:
Tu mare fosforiyera,
tu pare un esquila perros…
¡Vaya una gente fulera!...
De estas ocurrencias tenía muchas y apropósito de todo, y brotaban de
sus labios sin esfuerzo, como las burbujas de aire en un líquido en ebullición.
Así vivía Giraldilla cuando cumplió
los dieciocho años: sin amoríos ni afanes impuros que bastardeasen la columbina
candidez de su virginidad; alegre, decidora, consagrada a su madre viuda y
llevando en el corazón al presentimiento de que en lo porvenir, pasados cinco o
más años, ella gobernaría la taberna que ogaño regentaba su madre, y tendría un
esposo y churumbeles más bonitos que
retazos de cielo, y todo eso con que las mujeres parecen soñar desde la cuna.
***
¿Cómo perdió la sin par gitanilla aquel contento de sus verdes año?...
De tan lamentable mutación era autor y responsable único cierto
estudiante, gran decidor de mentiras y de almibarados requiebros, a quien por
su mal conoció María del Milagro en una tarde de feria. Ella estaba tomando el
fresco en la puerta de su ventorro, cuando él pasó caballero sobre un poderoso
potro guadalcaceño que barría el suelo con la cola. Las miradas de ambos
jóvenes se encontraron: él sonrió y el caballo, obedeciendo a una leve presión
de la rienda, empezó a hacer piernas, como ganoso de demostrar con aquellas
monadas la morisca gentileza y gallardía de su jinete; y Giraldilla, de ordinario tan despreocupada, se entró
precipitadamente en su casa temiendo que sus ojos y el súbito rubor de su
semblante revelasen la dulce querencia que en su impresionable corazón acababa
de nacer.
Desde entonces Enrique y María del Milagro se veían todas las noches
por la reja. Fue aquel un verano delicioso. Enrique llegaba a las once, después
de cerrado el ventorro; Giraldilla le
esperaba en la ventana, y allí, con los rostros casi juntos, como si cada cual quisiera
robar con sus labios las palabras que decían los labios del otro, pasaban las
horas.. Y siempre se separaban ya cerca del amanecer y del mismo modo: – Adiós,
Girardiya, ¿eh? ¡Hasta la noche…
–Adiós, rey…
Durante los primeros meses, el galán se limitó a ponderar la buena ley
de su cariño; luego, cuando calculó que la altivez de la joven estaba
suficientemente domeñada y en sazón, se propasó a besarla la mano y luego los
labios, hasta que insensiblemente, abusando de sus sagaces raposerías de muchacho
corrido y de la debilidad de María, llegó a solicitar de ella la prueba más
concluyente que de su pasión pueden dar las mujeres enamoradas. Giraldilla había cedido hasta entonces,
pero aquella última exigencia de Enrique fue rechazada rotundamente. Eso no sucedería nunca, nunca… Riñeron y
el galán estuvo varios días sin aparecer, y después volvió sumiso y alegre,
como si nada hubiera acaecido entre ambos. Su tranquilidad, sin embargo, solo
fue aparente, porque bien pronto renovó sus ruegos, apelando a todos los
subterfugios imaginables para domeñar el ánimo de Giraldilla, que se defendía desesperadamente.
–No, rey, no– repetía María del Milagro; –¡eso no!... Después de
casarnos seré tuya en cuerpo y alma; tu mujer, tu esclava; ¡lo que quieras!...
Antes, no; porque me abandonarías, mi familia me despreciaría también y me
quedaría sola, solita en el mundo y sin honra… ¡y con tu maldecío cariño metío en
el pecho!
… En esta situación fueron transcurriendo los meses y Giraldilla se iba
volviendo triste, muy triste, y alejada de sus antiguos divertimientos pasaba
los días silenciosa, como escuchando el combate que en sus profundos reñían su
pasión y su virtud.
–¡No, no!... murmuraba; – eso, no sucederá nunca.
***
Así las cosas, llegaron las famosas ferias de Sevilla, y María del
Milagro y su madre empezaron a disponer la tiendecilla que todos los años
abrían en la calle que llaman de Gitanas,
y en la que expendían churros, aguardiente, pastas, almendras y otros artículos
muy buscados y de poquísimo coste.
Desde muy temprano la madre de Giraldilla
se instaló en la tienda, y la joven quedó encargada de trasladar desde el
ventorro hasta allí y a lomos de un borrico, los muebles indispensables. En
aquella tarea la ayudó Enrique. María trabajaba afanosa, sacudiendo sillas,
descolgando cuadros, quitando la ropa de las cómodas y embalando botellas y
vasos en sendos cestos llenos de paja. Aquel ejercicio había arrebolado sus
mejillas y de vez en cuando lanzaba un gran suspiro de cansancio y se secaba
con el dorso de la mano el sudor que la corría por la frente. Enrique la
seguía, gozoso de verla tan hacendosa y tan guapa, los dos trabajaban sin dar
paz a sus manos ni a sus lenguas, y algunas veces interrumpían la brega para reír y besarse. Después, cuando
el burro ya no podía soportar más peso, lo echaban a andar, y ellos le seguían
cogidos del brazo y muy despacio, pasando por delante de las murallas romanas y
recorriendo un largo trayecto solitario que duraba más de tres cuartos de hora.
Ya eran cerca de las siete de la tarde cuando Enrique y María del
Milagro salieron del ventorro conduciendo los últimos muebles: delante de ellos
caminaba el borriquillo cargado con un cesto lleno de loza, dos mesas y un
espejo; el espejo de Giraldilla, el
mudo confidente que la ayudaba a emperejilarse y satisfacía las dudas de su
femenil presunción; y Giraldilla lo
quería con un amor extraño de fetichista, como a un buen amigo que no miente
nunca. Los dos enamorados caminaban lentamente y muy juntos, y de vez en cuando
Enrique interrumpía la conversación para chasquera la lengua y lanzar un
¡arre!... vigoroso. La noche cerraba rápidamente y agujereando las sombras del
horizonte se veían las pupilas rojizas de algunos faroles. La oscuridad y el
desamparo del lugar despertaron en Enrique deseos que habían permanecido
adormilados durante el día, y tras un habilísimo circunloquio tornó a plantear
el problema, el eterno problema del rendimiento.
–Tienes que ser mía – murmuraba; – lo quiero yo, lo quieres tú también,
porque me amas… Créelo, esto es algo fatal, incontrastable, que parece estar
escrito allá arriba.
–Déjame, déjame, rey – decía ella; – no me supliques tanto, te quiero
demasiado…
Habían acortado el paso y Enrique la estrechaba el talle mientras la
miraba fijamente a los ojos, cual si pretendiese registrarla los pensamientos.
Entre tanto el borriquillo se alejaba, y su cuerpo se empequeñecía dibujándose
sobre el fondo gris de la carretera polvorienta como un punto negro.
–Ven– murmuraba Enrique apretando los dientes con furor: – aquí, entre
estos árboles…
Ella procuró desasirse y echar a correr, horrorizada de lo mucho que le
quería, pero él la sujetó por un brazo y Giraldilla
se dejó prender.
–Es muy tarde – balbuceó; – mira, y ese
se va…
El borriquillo continuaba alejándose, alejándose…
–Ven, ¿qué te importa?... ¡Ven!... – Y la atraía hacia unos viciosos
herbazales que parecían encubrir todo el amroso misterio de las alcobas.
Enrique había cogido a María por las muñecas y la arrastraba mientras ella
arqueaba las caderas con un postrer movimiento de repulsa.
Cuando llegó a donde estaba su madre, ésta empezó a reñirla. ¡Buen
negocio acababan de hacer!... El burro había roto el espejo; un espejo
magnífico, el mejor mueble de la casa. ¿De dónde iban a sacar dinero para
comprar otro?... Aquello era mala sombra,
un augurio infalible de que los negocios no saldrían bien.
–¿Pero en qué infierno has estado metida hasta ahora, indina? – repetía la vieja.
María del Milagro la escuchaba sumida en un dulce ensimismamiento:
pensaba en su caída, en las protestas de amor eterno que su galán acababa de
hacerle, y en la misteriosa conexión que pudiera haber entre la pérdida de su
candor y la ruptura del espejo; aquel espejito en que tantas veces vio
reflejada su virginidad inmaculada de soltera… El borriquillo permanecía
inmóvil, contemplando con aire preocupado los añicos del espejo.
–¿Pero en qué piensas, indina,
en qué cavilas? – volvió a exclamar la anciana exasperada por el silencio de su
hija.
Y entonces Giraldilla, la espumita de la sal sevillana, la hermosa
entre las bonitas, la ocurrente entre las graciosas y la gentil autora de
tantos cantares, repuso entre alegre y pensativa:
Maresita mía,
yo no sé por dónde
al espejito donde me miraba
se le fue el azogue…
EDUARDO ZAMACOIS
Vida Galante nº 7. Barcelona 18 de diciembre de 1898