… Juanita Torner le había robado el juicio con la salsa y pique de su
gienecillo cascabelero, su nariz apicarada, sus ojos negros preñados de
arrebatos agarenos, su cabellera fuerte y crespa, y su color cetrino de gitana
ardiente; era una de esas hembras diabólicas que a cada nueva posesión
descubren ternuras y hechizos que al principio estuvieron velados por otros de
mayor bulto y cuantía, y luego fueron apareciendo fingiendo al deseo el
torturador antojo de una mujer de ensueño y embeleso, que no puede gozarse
nunca…
Aquello parecía lo inapresable,
espíritu de la belleza misma hecho carne, la desesperante quimera de las ninfas
siempre vírgenes forjada por los mirajes embusteros del inquieto deseo.
En la enfermiza exaltación de aquel cariño influía no poco la situación
de Juanita Torner, casada con un viejo celoso muy ducho en lides amorosas, y
las dificultades que Roberto había de vencer para dar vado a las exigencias de
su deseo. Se veían a salto de mata, abrazándose y separándose enseguida, como
pajarillos encelados que se acarician en la punta de una rama; y tras aquel
fugitivo momento de expansión venían días inacabables, a veces semanas de
dolorosa expectación, durante las cuales los dos amantes habían de contentarse
con el billetito incendiario que Roberto deslizaba furtivamente en la mano de
Juanita los domingos, a la salida de misa, aprovechando la aglomeración de
fieles que se agolpaban en la puerta.
En aquellos billetitos con que mutuamente se consolaban, Roberto
empelaba el descompuesto lenguaje de los locos: ella le respondía con esa
mansedumbre de las mujeres acostumbradas a resignarse, y sus cartas siempre
envolvían una dulce esperanza que raras veces obtuvo inmediata realización.
…«Tus extremos
me hacen sufrir mucho–decía; – ten más resignación, más fe en el porvenir, y
aprende, bien mío, a sufrir como yo sufro. Mañana, a las seis de la tarde, pasa
por mi calle; yo estaré detrás de los cristales del balcón: si saco el pañuelo
vuelves por la noche y entras; si no te
hago seña ninguna… ¡paciencia!... es que mis cábalas han fallado. Adiós, te beso
en la boca…»
Aquellas citas mantenían la amorosa afición de Roberto en perpetuo
jaque: acudía a ellas emocionado, como el colegial que se fuga a media noche de
su casa para concurrir a un baile de máscaras, y después de mucho esperar
componiendo en su imaginación series prolijas de sonrosadas arabescos, veía a
Juanita, que le miraba tristemente y luego se retiraba dejando caer el visillo
y sin decirle nada. Así pasaban los días y fueron muchas las semanas en que no
pudo obtener hasta el sábado por la noche, lo que el lunes por la tarde le
prometieron.
Aquellas ocasiones que ambos enamorados asían, como por los cabellos,
para verse, eran insuficientes: duraban diez minutos, quince, a lo sumo… y
Roberto se marchaba más enamorado que nunca, creyendo que su amada de hoy
atesoraba más encantos y ardimientos que su amada de ayer; y como este fenómeno
se repitió varias veces y él no tenía sosiego ni espacio para confirmar la
verdad de sus imaginaciones, llegó a convencerse de que Juanita Torner era como
mágico Proteo del deleite, que cien veces cambia si otras tantas se rinde, y
que dentro de su unidad guardaba y escondía tantas variedades que no podrían
encerrarse en guarismos con ser inacabable la serie de los números.
Para despejar aquella incógnita necesitaba verla minuciosamente, oírla hablar
unos momentos, ¡un cuarto de hora!... Ese divino cuarto de hora en que los
sabios conquistan la gloria y los especuladores la fortuna y los amantes el
supino placer… Instante solemne que, después de pasar, no vuelve nunca…
Y para Roberto, el cuarto de hora de su amor no había llegado aún.
***
Eran pasados muchos meses, muchos… cuando la ocasión deseada se
presentó poniendo término novelesco a aquella espera inacabable.
El marido de Juana estaba concluyendo de vestirse para salir: le habían
invitado a escuchar la lectura de una comedia que un amigo suyo acaba de
escribir y de la cual se hablaba mucho en el saloncillo de los teatros. La
reunión empezaba a las nueve en punto, concurrían a ella varios novelistas y
actores de gran cartel, y, tratándose de individuos de tanto fuste, no era
cortés hacerse esperar.
–¿Tardarás mucho?– repetía la joven.
–No; entre doce y doce y media, estoy aquí… ¡Adiós!...
–Te espero, ¿sabes?... te espero…
Y mientras el marido se marchaba por un lado, Roberto, que le espiaba,
llegó por el otro. Juanita le condujo al gabinete y en tanto la doncella, ladina confidente y
protectora de aquel enredijo, preparaba sobre el velador un ligero piscolabis,
los dos enamorados reían, reían, con ese candor pueril de los dichosos.
–Las diez, las once, las doce, ¡tres horas!–exclamaba Roberto mirando
su reloj; –¡si parece imposible que en tan poco tiempo quepan los anhelos más
grandes de mi vida!...
La doncella se había retirado cerrando la puerta y corriendo los
cortinajes, y Roberto aproximó el velador al sofá: en medio de los platos bien
surtidos de jamón en dulce, pastas y otras sabrosas golosinas, había una
botella de Jerez añejo brillando a la luz del quinqué como una barra de oro.
–Anda, empieza tú – dijo ella.
–No; tú eres quien debes dar ejemplo..
Trasegaron algunas copitas de vino y tornaron a abrazarse, con lo que
dieron comienzo a las sublimes
puerilidades del amor; y hubo aquello de comer en un mismo plato y de beber
en la misma copa, y de hablar continuamente y sin sindéresis de todo y de nada…
Estaban sentados en el sofá, cogidos de las manos, mirándose a los
ojos, confundiendo sus alientos…
–Por fin estás como yo deseaba – decía Roberto; – y puedo mirarte a mi
sabor, y recrearme con tus palabras y emborracharme con tu hermosura… y
descansar después junto a ti de la embriaguez que tu belleza me produzca…
Entre tanto los relojes proseguían su marcha imperturbables, llevándose
en el engranaje de sus máquinas jirones de felicidad.
–¡Así quería yo tenerte!–repetía Roberto, –así!...
El quinqué colocado sobre el piano, bañaba la habitación en una luz
ténue y soñolienta que batallaba con la oscuridad que invadía los ángulos;
sobre el velador quedaban los restos del festín y la botella de Jerez casi vacía;
por los cortinones entreabiertos del dormitorio se veía la cabecera de un
lecho, alto, dorado y soberbio, como un trono oriental. El cuarto de hora del
supremo deleite se acercaba…
La joven se había puesto de pie, con los brazos caídos y la gentil cabeza
echada hacia atrás, en la voluptuosa actitud de una diosa pagana. Roberto,
cogiéndola por las manos, la arrastraba suavemente. El dorado instante del
codiciado bien estaba allí, tras los cortinajes… Juanita Torner, excitada por
el vino, se abandonaba, lanzándose al peligro con una dulce inconsciencia de
sonámbula. La mujer prudente había desparecido en ella, y quedaba la hembra
bravía, sensual, que quiere entregarse…
En aquel momento dramático resonó un campanillazo y se oyeron los pasos
precipitados de la doncella que se acercaba sigilosamente. Después la puerta
del gabinete se abrió y apareció la sirviente con los labios lívidos de terror.
–Señora – balbuceó – el señor…
La joven, con ese valor que las mujeres demuestran en las ocasiones
difíciles, se rehízo prontamente, y mientras la doncella iba a abrir, Juana
indicó a Roberto con un ademán la puertecilla de escape: ni siquiera tuvieron
tiempo de despedirse y eljoven huyó desapareciendo en las tinieblas del dormitorio…
–¿Cómo, eres tú? – exclamó Juanita al ver a su marido; –¡cuánto me
alegro!... Me encuentras levantada porque me dolía el estómago y no quise
acostarme sin antes comer algo…
Le había echado los brazos al cuello y le besaba amorosamente, excitada
aún por el recuerdo de su amante. Él la abrazó también, muy ufano de verse tan
agasajado; y mientras la joven le ayudaba a quitarse el gabán y a descalzarse
las botas, el feliz esposo murmuraba:
–¿No sabes? ¡Me he aburrido! ¡Vaya una comedia! ¡Y a eso llaman
escribir!... ¡Qué diálogos tan soporíferos, qué estilo tan premioso, qué
símiles tan resobados, qué chistes tan recalentados y qué argumento! ¡Eso sobre
todo!...
Acababa de quitarse el chaleco y tuvo que interrumpir sus explicaciones
sofocado por Juana, que le besó en los labios.
–¡Qué argumento, qué asunto tan viejo!... ¡El eterno asunto de que en
este mundo, lleno de incongruencias, todo anda del revés y que, generalmente,
los tontos calientan las castañas que otros han de comerse!... ¿Eh?... ¿Qué te
parece?...
Ella lanzó una carcajada corta, impúdica, y repuso:
–Que has acertado, pero completamente, créeme… ¡Vamos a dormir!.....
Y el malaventurado Roberto, que logró escapar de su escondrijo sin ser
visto de nadie, salía a la calle maldiciendo y pensando en aquel fiero sarcasmo
del Destino, que le había burlado trocando el curato de hora de la suma
felicidad, en el menguado cuarto de hora de la suprema ridiculez.
EDUARDO ZAMACOIS
Vida Galante, nº 6.
Barcelona 11 diciembre de 1898.
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