domingo, 22 de febrero de 2015

VÍRGENES PRUDENTES Y LOCAS (Gabriele D'Annunzio)

Y habiendo tomado sus lámparas, las diez vírgenes salieron al encuentro del esposo. Al principio caminaron silenciosas todo a lo largo de los jardines fragantes. Iban las unas en pos de las otras, atentas únicamente a las tenues llamas que oscilaban en las lámparas de oro cincelado, que tenían la forma de tórtolas. Las ligeras vestiduras mecidas al andar, deshojaban los rosales que florecían en los linderos, y la onda de perfumes desbordaba de los jardines sobre el camino como el cécubo desborda de las luengas copas sobre la mesa del festín.
Cinco de aquellas vírgenes iban delante, porque era más ligero su paso, Maheleth, Jezabel, Idida, Thamar y Azuba. Cuatro llevaban únicamente la lámpara encendida, pero Jezabel, la que tenía sus cabellos de púrpura, a más de la lámpara llevaba un salterio…
Las otras cinco caminaban más lentamente, un poco fatigadas, porque al peso de las lámparas se unía el de unos vasos que llevaban llenos del más puro aceite de oliva, para alimentar la luz. Eran las vírgenes prudentes, y se llamaban Gomer, Hodes, Orpha, Atara y Jerusa.
Como temieran quedarse demasiado atrás, dieron voces llamando a las cinco compañeras que se habían adelantado; y todas cinco al oírlas se detuvieron, riendo, con sonoras risas, que derramaban en torno grata frescura, como el primer ruido de la lluvia que hiere los verdes y abundantes follajes, en calurosa siesta.
Gomer, sintiendo en su corazón el encanto juvenil de aquellas risas, dijo a sus compañeras:
–¿Por qué llevar estos vasos que nos fatigan? ¿No sería mejor ir a la fiesta sin esta carga? Aquellas caminan más ligeras; se mostrarán al esposo antes que nosotras, y tendrán mejor sitio en el banquete, y dijo Orpha, mirando a la luz, que temblaba entre las dos alas de la tórtola de oro.
–Ved que todavía no es de noche, y que el aceite de oliva se consume rápidamente.
Pero las locas reían; y de tiempo en tiempo se mezclaba a sus risas argentinas una nota del salterio herido al azar, en los juegos, donde los cuerpos aparecían divinamente armónicos como si el crepúsculo fuese la deseada vestidura de la juventud y de la gracia.
Y Jezabel aquella que ostentaba los cabellos teñidos de púrpura, dijo: –¿Oísteis la voz de Atara? ¿Oísteis la voz de Hodes? Dicen que las esperemos.
Y Thamar, que tenía los labios como los granos del racimo, donde el sol encierra sus ardores, dijo:
–Detengámonos aquí bajo los granados, el fruto está maduro y las ramas cargadas como jamás las he visto.
Y Maheleth, la perfumada de nardo, suspendiendo su lámpara de una rama dijo:
–He aquí una granada que ríe con todos sus dientes bermejos.
Y entonces Idida y Jezabel y Thamar y Azuba, también colgaron sus lámparas de las ramas, y se dispusieron a recoger los frutos. Y sus manos blancas, ávidas y ligeras esclarecían entre el follaje, y semejaban alas palpitantes en rededor de nidos nuevos. Mas como la alegría del pillaje las condujera al extremo de coger demasiados frutos, Idida dijo:
–Ved que no tendremos donde llevar tanta carga.
Y Thamar contestó recogiendo sus vestiduras bordadas como las de una reina:
–Yo las llevaré en mi túnica, y te daré mi lámpara.
Y su túnica se llenó con el fruto de los granados. Y tuvo dos lámparas Idida.
A este tiempo, llegaron las vírgenes prudentes y contemplando asustadas tal pillaje dijeron:
–¡Que habéis hecho! ¿No teméis la cólera del dueño si os sorprende?
Y las otras burláronse de ellas, y sin cesar de reír, se dirigieron hacia el bosque de cipreses. Y Thamar iba delante con la túnica llena de frutos deliciosos.

Llegadas al lindar del bosque hicieron alto, y miraron hacia las colinas por donde el esposo debía venir con su cortejo de músicos. Y nadie aparecía, ni se escuchaba rumor alguno. Entonces miraron por entre los cipreses venerables, como por una sucesión de pórticos y descubrieron a lo lejos la morada deslumbrante como la nieve de las cumbres, y abierta sobre sus goznes de oro, la espléndida puerta de cedro, que conducía al cenáculo de estío donde el banquete nupcial se hallaba dispuesto.
Gomer dijo depositando al pie de un ciprés su vaso lleno de aceite:
–El esposo se ha retrasado. Es preciso esperar.
Jezabel dijo:
–Sentémonos, aquí al borde del camino. Al verle de lejos; iremos a su encuentro danzando alegremente.
Y todas ellas se sentaron en aquel paraje, menos Thamar, que fue de una en otra ofreciendo sus granadas.
Pero las prudentes rehusaron, porque ellas deseaban guardar sus labios para los sabores del banquete nupcial; y mudas, sentadas en actitud recogida, teniendo cerca la lámpara y el vaso; la sien reclinada en la palma de la mano, y el codo en la rodilla, avizoraban con ojos ardientes la llegada del esposo. Y el alineamento de las colinas azules, en el silencio del horizonte, tenían la dulce sinuosidad de aquellas bocas mudas.
Thamar dijo, abriendo la más rica de las granadas con el gesto, que hubiera abierta un cofre asirio lleno de pedrería:
–¡Alabemos al Señor que nos concede este fruto, el más bello entre todos los que engendra la feracidad de la tierra! ¡Alabemos al Señor que así nos testifica su grandeza!
Azuba dijo:
–Es el fruto elegido por el Señor en su morada. Para adornar el templo, el rey Salomón hizo labrar a Huran cuatrocientas granadas de oro, las cuales fueron puestas en los capiteles que sostienen las columnas.
Idida dijo:
–Y el rey Salomón, todavía hizo a Hurán que labrase otras cien para adornar el tabernáculo.
Maheleth dijo:
–Y el rey Salomón cuando celebra las excelencias de la esposa, compara el color de sus mejillas al de la granada.
Y Jezabel con los dedos teñidos por el rosado zumo tocaba el salterio. Y sus cuatro compañeras, con las mieles del fruto en los labios, entonaban loores al Señor Dios de Israel.
Y su cántico era de esta suerte:
I.¡Oh! Señor, recibe la ofrenda voluntaria de mi boca, que se deleita con tu obra.
II. Bello es Señor este testimonio de tu poder, y tú lo depositas en mis manos para mi alegría.
III. Exalta ¡oh alma mía! la benignidad del Señor que así pone dulzores en tu lengua.
III. De una flor roja, crea el fruto del granado a semejanza del santuario.
IV. Y divide su interior en dos recintos, como el velo de púrpura bordado de querubes, divide el santuario.
V. Y en uno y en otro recinto hizo tantos camarines como sierpes hay en torno de su morada amenazando de muerte a los impíos.
VI. Y tantos como cofres dispuestos para recibir las ofrendas en la corte de Israel.
VII. Y fue su voluntad, que tuviesen un mismo nombre el lugar sagrado y el fruto hermético.
VIII. Y prodigó su magnificencia en una y en otra arquitectura.
IX. ¡Oh! Alma mía, exalta al Señor que formó tal maravilla para tus ojos, para tu boca y para tus manos.
X. En la corte de Israel yo cumpliré mis votos, no con sedas, ni con palomas, ni con perfumes, sino con fruto de mis granados.

De esta suerte cantaron aquellas vírgenes locas. Y las palomas familiares que dormían en los cipreses, despertáronse a este canto insólito; y un estremecimiento de alas agitó el negro follaje de los árboles, sobre la cabeza de las vírgenes prudentes, sentadas al pie.
En el dulce silencio que siguió al cántico, Hodes levantándose celerosa dijo:
–¡He aquí al esposo que llega!
Al oírla, todas asieron sus lámparas, y se levantaron mirando hacia las colinas. Pero por aquel lado no se veía a nadie, ni se escuchaba el más leve rumor.
Thamas dijo riendo:
–Tú sueñas Hodes. Sí, el ensueño pasa sobre tus pupilas, duerme Hodes, duerme.
Y todas ellas volvieron a sentarse; y en la larga espera, miraban las constelaciones que resplandecían en el azul profundo.
Y aquella inmensa palpitación lúcida del firmamento, parecía guardar un ritmo misterioso con la secreta palpitación de las vidas. La molicie nocturna ondulaba en el silencio, como un largo perezoso de flores impalpables. Los cipreses augustos, poblados de palomas, dejaban caer desde sud cimas, velos de tiemblas, más delicados que las túnicas paganas de Coos. Los estremecimientos de alas y los arrullos interrumpidos eran como el ruido dulce de las ánforas que rebosan en la fuente cercada de laureles.
Jezabel, apoya la frente en el salterio de marfil, y murmura vagas palabras. Su rostro que el sueño enlanguidece, queda oculto en la púrpura sedosa de los cabellos. La lámpara posada a sus pies, recorre con una danza de reflejos los bordados de las sandalias, la pedrería del cinturón, las cuerdas del salterio. Y como el rocío destila de una rosa, de su boca entreabierta destilaba la dulzura del sueño. Luego, todas ellas, una tras otra, se durmieron como Jezabel. Primero su respiración fue suspirante, después igual, tranquila, lenta con la mesura de los antiguos cánticos.
Sobre los rostros, se extendía el misterio de las regiones lejanas a donde las almas armoniosas son conducidas para los ensueños. Y los labios de aquellas vírgenes, parecían besados por un amor invisible, en el fondo encantado de grandes lagos inmóviles. Las lámparas ardían a su pies iluminando la bordada sombra de los ropajes; las coronas inextinguibles de los astros ardían sobre la cima de los cipreses negros. El tiempo pasaba. Y al mediar la noche, inesperadamente, se oyeron clamores que decían:
–He aquí al esposo, que se acerca; id a su encuentro. Y entonces todas las vírgenes abrieron los ojos estremecidas, y se inclinaron para tomar las lámparas, y se pusieron a reanimar las tenues llamas que se extinguían.
Thamar dijo:
–Mi lámpara se apaga.
Y Maheleth:
–Mi lámpara ya no arde.
Y Azuba:
–Ya no queda en la mía ni una gota de aceite.
Idida y Jezabel, dijeron lo mismo, y todas ellas se dolían porque ya escuchaban cercano el son de las músicas.
En tanto las otras, alegres y ligeras, vertían en las lámparas el aceite que llevaran en los vasos. Y las vírgenes locas dijeron a las vírgenes prudentes:
–Dadnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan.
Y las vírgenes prudentes respondieron:
–Id corriendo a casa de los mercaderes, y compradles. El que nosotras llevamos, quizás no llegue para todas.
Azuba, dijo:
–Es la media noche. ¿Dónde buscar a los mercaderes?
Pero las prudentes, sin responder, se adelantaron al encuentro del Esposo, que llegaba seguido de su cortejo.
Idida, dijo a sus compañeras, viéndolas ocultarse en la sombra con las lámparas apagadas:
–¿Qué haremos nosotras?
Y pasó el esposo, la faz cubierta por un velo de Asiria, a través del cual brillaban sus ojos como carbunclos engastados en joyel de oro; y con el esposo pasaron las músicas y las antorchas, y las ramas de mirto y las palmas y los aromas. Y todo el cortejo desfiló por el bosque de cipreses hacia la morada, resplandeciente como la nieve de la cumbre; y se dirigieron a la puerta de cedro y goznes de oro que conducía al cenáculo de estío donde el banquete nupcial se hallaba dispuesto. Y entró el cortejo; y rodeando al esposo iban aquellas cinco vírgenes que conservaran encendidas sus lámparas y todo lo vieron retiradas en la sombra Idida y Maheleth y Jezabel y Azuiba.
Idida dijo:
–¿Qué haremos nosotras?
Thamar dijo:
–Acerquémonos a la puerta, y llamemos para que nos sea abierta. Hartas luces hay en el banquete, y no será menester que ardan nuestras lámparas.
Y se adelantó por el bosque de cipreses, que parecía poblado de un estremecimiento de alas.
Jezabel, la que ostentaba los cabellos de púrpura, la que pulsaba el salterio, dijo entonces:
–¡Ved! En esta noche, hasta las palomas se embriagan de amor.
Y Maheleth, perfumada de nardo, suspiró pensando en el amado de su alma.
Y llegaron ante la puerta, que era espléndida, toda de cedro, sobre goznes de oro. Y llamando con las lámparas apagadas, gritaron a un tiempo:
–¡Señor, señor, ábrenos!
Y callaron, atentas al rumor de unos pasos que se acercaban de dentro; y luego repitieron todas juntas este grito:
–¡Señor, Señor, ábrenos!
Y el Señor respondió:
–Yo no os conozco.
Y las vírgenes suplicaron:
–¡Ábrenos, Señor!
Y el Señor, respondió:
–En verdad os digo que no os conozco.
Y oyeron los pasos que se alejaban. Y a través del bosque sonoro la alegría confusa del banquete; y  pusieron atención por entender las voces de sus cinco compañeras.
Idida dijo:
–¿Qué sitio tendrán ellas en el banquete?
Y Thamar:
–Cualquiera que sea, nunca sabrán lo que vale la alegría.
Y Azuba:
–Sobrábales aceites para sus lámparas  para las nuestras, y no han querido partirlo.
Y Meheleth:
–¿Vamos a permanecer aquí ante la puerta?
Y Jezabel:
–Cantaremos de nuevo, para volver a soñar bajo las estrellas. La noche es breve y las colinas palidecen porque han sentido el aliento del alba.
Y pulsó el salterio, y sus compañeras la rodearon cantando asidas de las manos; y en corona armoniosa se adelantaron por el bosque de cipreses, sin volver los ojos a la puerta de cedro y goznes de oro, cerrada para ellas; y si algo lamentaron, fue solamente que sus lámparas, no pudiesen convertirse en sistros sonoros.
De esta suerte, tornaron al lugar donde antes se durmieran, y se tendieron sobre la tierra florida. Y las unas reposaban su cabeza sobre el pecho de las otras, buscando la actitud más propicia para reanudar el hilo de los ensueños, Y las almas eran semejantes a los tejedores que habiendo interrumpido su tarea, vuelven a ella y recogen la lanzadera acostumbrada a cantar, como la golondrina entre el lino.
Jezabel dijo, al mismo tiempo que cubría el pecho de Thamar, con la púrpura de sus cabellera:
–¡Oh! Thamar, como embalsama tu pecho.
Y Thamar que llevaba entre sus senos una bolsa de mirra suspiró pensando en el Amado.
Y después de algún tiempo las almas virginales comenzaron a tejer los bellos ensueños.
Thamar fue la primera en despertarse; soñara que el amado la sostenía y que le daba los besos de su boca, más dulces que el vino. Se incorporó estremecida, y Jezabel también se levantó, y todas se levantaron del sueño como de un bien hacia otro bien. Y la fuerza de la vida, como la luz en el agua de un surtidor, palpitaba con palpitación sin nombre, en la turgencia de las formas gráciles, y las vestiduras sobre los cuerpos juveniles, eran como la miel sobre la almendra blanca y lechosa que debe saborearse desnuda.
Y Thamar exclamó, adelantándose hacia las colinas.
–El Sol se levanta; salgamos a su centro.
Y huyeron, con las palmas de la umbría de cipreses hacia las colinas; y cinco vírgenes se volvió para mirar si relucía a lo lejos la puerta de cedro y goznes de oro, porque todas habían olvidado el banquete.
Y Jezabel la que ostentaba los cabellos de púrpura, dijo, levantando su salterio:
–Sigamos adelante, y saludemos al Sol con un cántico.
Y pulsó las cuerdas; y sus compañeras, la rodearon asidas de las manos, entonando un nuevo cántico.-
Y cada una, miraba con el deseo secreto de ver aparecer de improviso en la alegría de la luz, al mancebo blanco y bermejo elegido entre diez mil.

GABRIEL D’ANNUNZIO
La Vida Literaria. nº 1. Madrid. 7 de enero de 1899.

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