Ha
seis años que en el balneario de M…, contraje amistad sólida y estrecha con el
teniente Miguel, muerto hace poco en el campo de batalla. Era hermoso, con la
hermosura varonil y apuesta de un jinete árabe, no obstante la profunda
cicatriz que cruzaba una de sus cejas. Todas las tardes, a la hora de la
siesta, íbamos juntos a cazar aves acuáticas a los pantanos del Este, o bien a
matar codornices por los trigales del monte. El teniente Miguel me distraía no
poco narrando sus locuras de muchacho, sus aventuras tenoriescas y sus lances
de honor.
Serían
como cosa de las cinco y el sol iluminaba con su luz poniente un camino
orillado de álamos y praderas. La escopeta al hombro, el morral a la espalda y
el ancho sombrero en la mano para abanicar el rostro, caminábamos mi amigo y yo
departiendo amigablemente y haciendo paradas a cada revuelta del camino; un
camino delicioso, a cuyos lados se escalonaban las viñas y adonde acudían
diariamente los veraneantes para respirar el aire puro de las montañas.
Al
llegar a lo alto de la cuesta, vimos venir hacia nosotros una gentil pareja que
charlaba con ruidosas alegría de pájaros madrugadores…
–¡Por
aquí, Julia, por aquí!
Y
al decir esto, el gallardo acompañante mostraba a su dama el sendero con el brazo
extendido.
A
la verdad, ella era muy linda. Bajo un elegante sombrero de paja de Italia, dos
brillantes bandas de cabellos rubios se deslizaban sobre las sienes,
acariciando la oreja sonrosada, de la que pendía una estrecha bellota de rubíes…
Él sonreía gozosamente a través de los quevedos, retorciéndose los negros
mostachos con sus dedos cubiertos de sortijas y abismando los ojos en aquella
alborozada damisela que al arremangarse la falda dejaba ver los pies monísimos
entre las enaguas almidonadas y ruidosas.
De
pronto vi palidecer al teniente Miguel y hacer un gesto cual si fuera a
abalanzarse.
–¡Ella!,
exclamó.
Y
en aquel momento la feliz pareja de enamorados se internó alegre y vivaz por
una frondosa alameda que cerraba la parte del Sur. Resonaron más confusas y
opacas sus alegres risas, y en breve vimos desaparecer sus blancos quitasoles
tras las tapias de una hermosa quinta, con aspecto de granja normanda, que
bajaba en declive hasta los estanques donde algunas aves acuáticas
sumergían sus cuellos.
–¿Conoce
usted a esa muchacha?, me atreví a preguntar.
–¡Que
si la conozco!... Figúrese usted… ¡Oh, es una historia por demás extraña!...
¡Esa linda niña que acaba usted de ver, es aquella Julia que inmortalizó en sus
versos póstumos Armando Salazar!...
La
respuesta del teniente Miguel cambió por completo el curso de mis ideas. Aún no
hacía un mes que había yo leído las inolvidables poesías del autor de Mis amores castos.
Al
pronunciar mi amigo el nombre del poeta, rebrotaron en mi viejas memorias.
Y
entonces comprendí…
Quince
días antes de bajar al sepulcro, víctima de la tuberculosis, Armando Salazar
vio por primera vez a Julia en el alféizar de la ventana con la frente apoyada
en su brazo tendido y la rubia cabellera cayendo desbordante. Al levantar los
ojos hacia ella sintió su alma removerse hasta el fondo, atraída y como
arrebatada en la órbita de un sentimiento nuevo. Con el pulso agitado y lleva de visiones la
mente, hizo depositario de su dulce secreto al buen Asmir, un médico de nota
que adoraba cordialmente a aquel vate singular de frente apolínea y labios
amorosos como los de una doncella.
–¡Bravísimo!
¿Con que amas a esa niña? ¡No está mal, qué diantre! Y bien; ¿deseas conocerla?
Se hará así.
Fue
tan penetrante el golpe de la emoción, que las mejillas de Armando enrojecieron
con la intensidad de un ascua avivada por un soplo. Luego, como arrebatado por
un vértigo, llenó de besos las manos de Asmir, mientras en sus ojos las
lágrimas pugnaban por abrirse paso. En el alma arrebatada y enferma del poeta,
la más pequeña conmoción bastaba para hacer entrar en juego todos los resortes.
Veinte
días después, Armando Salazar expiraba en su lecho y su amigo Asmir se hacía
anunciar en el hotel de Julia.
Vestida
de blanco y recostada en un ángulo del sofá, la hermosa niña oía a Asmir con
mezcla de estupor y turbación. Tenía las mejillas arreboladas y los ojos bajos,
y por un refinamiento de coquetería había dejado caer sobre los encajes del
seno una de sus trenzas de oro, a modo de princesa de balada. Asmir continuó:
–Mi
pobre amigo me ha rogado al morir que deposite este libro en vuestras manos.
Tomad asimismo esas cartas suyas y estas mías… que él creía escritas por vos.
Os ruego que me absolváis por haber usurpado vuestro nombre sin pediros
licencia. Tratábase de un joven moribundo a quien la contrariedad más mínima pudiera
serle fatal. Temiendo por parte vuestra un reproche que acelerase el instante
funesto, he fingido esos billetes. No creo que por esto me guardéis rencor.
Después
que Julia hubo leído a solas aquellas cartas y terminó las páginas del libro Mis amores castos, sintió vibrar en su
ser algo tan íntimo y tan vago a la vez, que quedó poco menos que inerte.
Así
permaneció largos momentos sin despertar del mundo de ideas en que se hallaba absorta.
Quiso luego entornar las maderas del balcón, y al pasar ante el espejo pudo
advertir que sus ojos estaban lleno de lágrimas… Desde aquella tarde Julia
entró en un periodo de sensibilidad nerviosa que fue quebrantando su salud de
modo harto visible. Tuvo accesos de llanto, sueños intranquilos, inacabables
horas de postración moral. Los médicos la aconsejaron que procurara viajar y
distraerse, y un año más tarde se la veía en París, en Suiza, en Florencia, en
todas partes.
–¿Y
después?. Pregunté al teniente Miguel, cuya voz temblaba un poco.
El
teniente Miguel no respondió. Estábamos encaramados sobre dos enormes postes,
cuando de pronto vimos parecer sobre una explanada de lo lejos las blancas
sombrillas de Julia y de su amante. Me estremecí, miré… Allá iban los dos,
riendo locamente en la más suprema de
las venturas. Acababa de ponerse el sol. Cruzaban bocanadas de aire cálido
impregnadas de aromas embriagadores, y en el confín remoto una línea de oro señalaba el término
del mar. La pareja de enamorados se entró jugueteando por un bosquecillo de
laureles.
Cuando
los vimos desaparecer del todo, pregunté a mi amigo quien podría ser el feliz
acompañante.
–Es
Asmir, respondió.
Al
oír esto, sentí el mismo estupor de sobresalto que suele acometer al que
despierta. El teniente Miguel, en tanto, me presentaba abierta su riquísima
petaca de perfumado cuero inglés. Cogí un habano y al levantar los ojos hacia
el joven militar, vi destacarse más roja y más siniestra que de ordinario la
noble cicatriz que surcaba su frente altiva y pálida como el mármol…
VICTOR
SAID ARMESTO
La
Ilustración Artística. Nº 727
Barcelona
2 de diciembre de 1895.
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