El lance, que fue famoso, extraordinario, ocurrió en Roma, la ciudad de los Papas. Allí vivía una lavandera que era la predilecta de todos los hogares; una lavandera disputada, más aún, mimada por todas las familias. Los servicios de Margarita, que así se llamaba la princesa del enjabonado, se pagaban muy bien por las más encopetadas señoras. - ¡Oh, Margarita! - decían muchas damas de ilustre abolengo; - ninguna como ella para dejar la ropa blanca, igual que el campo de la nieve. ¡Que puños tiene, cómo aprieta y qué restregones tan fuertes los suyos!...
Por supuesto, que con solo ver a Margarita se comprendía que fuese una lavandera inimitable. Alta, erguida, de hombros anchos, brazos recios y fuerte musculatura, más parecía un suizo de la guardia del Pontífice que una feliz trabajadora. En su rostro había señales que delataban las delicadezas propias de su sexo. Aquellos ojos negros rasgados, brillantes, hablaban de amor: la boca plegada, de labios finos y sonrosados, parecía fabricada para expresar ternezas. Margarita era, además de una sirviente excepcional en su clase, una mujer guapa y garrida a carta cabal.
Empezó su oficio a los quince o dieciséis años, y lo empezó teorizando; que hasta en eso de lavar caben las teorías, cuando están bien aplicadas. La ropa sucia - decía Margarita - debe lavarse en casa; en ninguna otra parte queda mejor, y además se evitan curiosidades impertinentes y comentarios indiscretos.
Margarita empezó a ir a las casas y en todas partes adquirió merecido renombre. Las doncellas defendían a Margarita, y las señoras lo mismo: de suerte que Margarita ganaba cuanto quería, y también iba de uno en otro palacio, según su antojo, y hasta parecía algo amiga de algunas muy ilustres señoronas de la corte.
En aquella sazón vivía en Roma la princesa de Frascheti, rubia adorable, ideal, con los ojos claros como el cielo de un amanecer primaveral, y el pelo rubio como rayos de sol. El principe Frascheti era un viejo gruñón y celoso, extremadamente celoso. para evitar las miradas que los galanes dirigían a la princesa, y burlar riesgos mayores y muy posibles, prohibió en absoluto a su mujer el que saliese a la calle. Despidió a sus criados, sustituyéndole por mujeres viejas como él, con trazas de brujas, y convirtió su señorial mansión en una especie de castillo encantado, cárcel de la hechicera rubia destinada a no gozar del mundo y a consumir su hermosura en aquellos solitarios salones, en los cuales acabaría por morir de aburrimiento, de frío en el alma.
Dijéronle cierto día al príncipe que su mujer recibía billetes amorosos. - ¿Pero, cómo? - preguntó`- ¿dónde? - Pues, en los cestos de la ropa limpia que las lavanderas devuelven, van escondidas cartas dulces y sentidas. - ¿Sí? - exclamó el príncipe - pues ya no volverán a sacar ropa de mi casa... Y enseguida dispuso que la lavandera fuese a su palacio en los días precisos.
Y cómo era lógico, llamaron a Margarita. Acudió la célebre lavandera, y en casa de los principies Frascheti fue tan bien recibida como en otros lugares principalísimos también. Sobre todo, la princesa quedó prendada de las cualidades de Margarita. -¡Cuánto me alegro de vuestra determinación! - dijo al príncipe su consorte;-con esa muchacha que ha venido queda mi ropa mucho mejor, y hasta yo misma, que jamás tuve afición a ciertas bajas ocupaciones, huélgome mucho ahora de acompañar en sus faenas a la lavandera. Es muy primorosa, muy alegre. Me regocija el alma con su charla continua y sus ocurrencias.
-Tate - pensó el príncipe; - esta Margarita se ha prestado a ser encubridora de mi esposa y por eso la complace tanto. Evitaré el peligro.
Y dispuso el príncipe que si Margarita quería seguir al servicio de su señora la princesa, había de acomodarse a vivir en aquel hogar del cual quedaba prohibida en absoluta la salida.
Margarita contestó que de muy buen grado se quedaría encerrada como las demás sirvientes y la dueña de aquella mansión; que era tanto el afecto y la lealtad que la inspiraba su señora, que por ella se sacrificaba a vivir entre cuatro paredes.
Cuando se supo esto la princesa no disimuló su regocijo, y el príncipe descansó.
Apenas corrió entre las mujeres de Roma la noticia de que la famosa lavandera se había quedado al servicio e los príncipes Frascheti, se alarmaron mucho, y hasta se propasaron a hablar de perfidias y de ingratitudes.
El caso fue que en cierto día el conde Asti habló con el príncipe Frascheti, en los siguientes términos:
-Permitidme, ,príncipe, que un hombre de mi linaje entretenga vuestra atención con asuntos de poco momento.
-¿De qué vais a hablarme?
-De vuestra lavandera.
-¡Cómo! ¡Me asombráis!
-Sabed que he descubierto un gran secreto que conviene a todos conocer, porque mucha parte de la nobleza romana ha sido víctima de un engaño cruelísimo.
-Proseguid, proseguid, conde.
-Margarita, la célebre lavandera, no es tal Margarita ni es tal lavandera.
-Entonces ¿es...?
-Lavandero. Es un joven disfrazado de mujer desde hace algunos años.
-¡Así dejaba tan blanca la ropa!
-Mientras acudió a varias casas que se disputaban sus servicios, no pudo descubrirse la superchería; hoy han cambiado las cosas...
Los dos aristócratas entregaron a la justicia a la supuesta Margarita. La princesa lloró al ver redoblados los celos del príncipe, el cual dijo: - ¡No me sirvió que la lavandera viniese aquí! Pues bien, para evitarme disgustos y deseando que mi hogar no tenga ninguna comunicación con el mundo, ni aún con los lavanderos, he dispuesto... ¡que llevemos siempre la ropa sucia!...
Vida Galante 1 de enero de 1899
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