Era yo un niño y aun recuerdo con horror algunos episodios de la guerra civil en la que disolviéndose los lazos sagrados de familia y luchando hermanos contra hermanos y padres contra hijos desoló por espacio de siete años nuestra hermosa patria. Vivía entonces con mi familia en un pueblo inmediato a los montes de Alamín, guarida constate de los secuaces de D. Carlos y donde dominaron algún tiempo sin que las fuerzas isabelinas pudieran contener aquella orda de hombres armados. Mi hermano mayor, cabeza de familia, concluida su carrera de abogado se había establecido con nosotros. Como joven que era e instruido se decidió por la augusta niña Doña Isabel II y trató de unirse a los hombres de su misma opinión, comprometiendo no solo a estos sino a otros muchos a la defensa de sus personas y bienes que se hallaban todos los días a merced de los forajidos. Su pensamiento fue secundado y bien pronto se reunió en torno suyo un fuerte partido que aclamándole por jefe se halló en disposición de contrarrestar las fuerzas reunidas. Desde entonces las partidas facciosas miraron con respeto a dicho pueblo sin atreverse a atacarle al descubierto, y cuantas veces lo intentaron otras tantas fueron rechazadas con denuedo.
En un basto edificio, palacio que era de los marqueses, antiguos señores de esta villa y que se hallaba en la plaza pública se formó una especie de fuerte para si alguna vez se veían atacados por fuerzas superiores poder refugiarse en él las familias comprometidas como en ultima defensa. Siendo lo más temible que pudiera ser comprometido el pueblo por la noche y sabiendo tenían los facciosos muchos espías en él había siempre en dicho palacio una guardia preventiva. Para mayor seguridad jamás mi hermano pasó una noche fuera de él a donde se retiraba al toque de queda.
Había también en mi pueblo una joven dotada de singular belleza a la cual mi hermano amaba desde niño siendo a la vez correspondido con un amor igual. No había bastado a romper este lazo la diferente opinión que profesaban las dos familias en términos que la de la joven tenía dos hermanos jefes de facciosos, por lo cual se hallaba entonces ella sola con su padre. Siendo este perseguido por las autoridades constituidas, mi hermano había podido muchas veces hacer cesar por amor a este niña la persecución que contra él se desencadenaba saliendo en varias ocasiones fiador de su conducta. Acaso por esta razón el padre consentía las relaciones amorosas de los jóvenes, pero sus hijos no podían sufrir un enlace que creían les deshonraba.
Un día entró en casa de D. Pedro, que así se llamaba el padre de la niña, un desconocido, tomando mil precauciones para no ser visto, presentó una carta que leída por D. Pedro.
-Bien, dijo este acaso tienen razón, y sea una obra meritoria a Dios el exterminio de los enemigos de la religión de nuestros mayores.
Enseguida entró en su cuarto, y trazó con manos trémulas, pues a pesar de lo fanático que era su conciencia no estaba tranquila, cuatro renglones que decían.
"A la hora de queda le acompañaré: estad escondidos en la primera bocacalle que hace esquina, y haced fuego sobre el que lleve un cigarro encendido."
Entregó esta esquela sin firma al desconocido, quien guardando las mismas precauciones, salió del pueblo dirigiéndose a los montes de Alamin.
En esto conocerá el lector que era un espía de los hijos de D. Pedro y el asunto que meditaba era el asesinato de mi hermano, pagándole de este modo el amor que tenía a la hermana de aquellos y los favores que había dispensado a su padre. ¡Pero cuanto no puede el odio en la guerra civil y más cuando las almas están imbuidas en un ignorante fanatismo!
Todo aquel día lo pasó D. Pedro en un continuo sobresalto: por un lado se creía otra Débora que iba a librar a su pueblo del jefe de sus enemigos y de su Dios, mas a la vez su conciencia le agitaba sin cesar , y se le ponía delante lo atroz y horrible de la acción que iba a cometer, y la ingratitud con que iba a pagar los beneficios recibidos. Su bella hija le preguntó mil veces la causa de su desasosiego, y sin embargo de las razones evasivas que la daba, pudo comprender por las palabras que se le escapaban que aquella noche iba a suceder algo extraordinario y la contraseña había de ser un cigarro encendido. Su corazón la presagiaba mil males, y su amor inventaba otros tantos medios para evitarlos, pero inútilmente, pues no sabía cual era la desgracia que la amenazaba.
Al oscurecer, como siempre llegó mi hermano a aquella casa. Desde luego notó algo de extraordinario. La mirada inquieta de su amada y el semblante taciturno de D. Pedro le hicieron poner sobre aviso. A esto se juntaba la presencia continua de este que otras veces acostumbraba a salir del cuarto a dar disposiciones de su casa, y aquella noche no se apartó del lado de los amantes evitando se hablasen solos, ni dirigieran una mirada.
Llegada la hora de queda, mi hermano se levantó para marchar, y D. Pedro se dispuso a acompañarle para no infundir alguna sospecha si no lo hacía. Aquí debo advertir que mi hermano jamás desprendía de sus labios el cigarro puro encendido, pues era fumador, y D. Pedro muy raras veces fumaba. Al despedirse fue a encender como tenía de costumbre el cigarro y al alargarle el fuego la inocente niña dijo a media voz.
-Cuidado con el cigarro.
Esta palabra dicha con toda intención, aun cuando no le explicaba el sentido, le hizo comprender ocultaba algún misterio y un peligro que era necesario evitar.
Salieron de allí dirigiéndose al palacio que como hemos dicho servía de fuerte.
Las noche era oscura y tenebrosa, y mi hermano dominado por un secreto temor iba formando mil cálculos sin poder atinar en ninguno el medio de evitar el peligro que bien veía se acercaba. Fiado en la palabra que había oído, apenas salió a la calle sacó de su petaca otro cigarro y le alargó a su compañero invitándole a que le encendiese, a lo cual se negaba tenazmente.
Al llegar a la primera bocacalle, en donde como llevamos dicho debían hallarse los asesinos, dio la casualidad de que, diferentes gentes recogiéndose a sus casas la atravesaban a la vez pero no dejó de notar mi hermano a pesar de la oscuridad, dos bultos ocultos tras una esquina. Entonces aceleró el paso y volvió nuevamente a invitar a D. Pedro a que encendiese otro cigarro. Creyendo este malogrado su designio por la gente que atravesaba en aquel instante la calle, y habiendo pasado del sitio en donde debía de cometerse el hecho no quiso infundir sospechas al joven y tomó el habano que mi hermano le alargaba, le encendió y siguió su camino fumando.
Hallándose cerca del fuerte mi hermano que había apagado su cigarro en cuanto el otro le encendió, se despidió de su compañero para entrar solo a donde le llamaba la obligación.
Aún no se había retirado veinte pasos de allí cuando dos detonaciones de trabuco que llegaron a sus oídos acompañadas de un ¡ay! moribundo le hicieron volver la cabeza viendo a su compañero caer al suelo herido de muerte. Conoció entonces el peligro de que se había salvado, dio un salto y se encerró en el fuerte, pero no sin que antes viera dos hombres que abalanzándose sobre el muerto le descubrieron gritando a la vez. ¡Es mi padre!
Los dos hijos habían errado el golpe, pues según contraseña hicieron fuego sobre el que llevaba el cigarro encendido y habían asesinado a su padre.
Desde entonces no se volvió a oír hablar más de dellos, se cree que murieron desgraciadamente, pues desesperados se habían en el primer ataque metido entre las lanzas enemigas.
Álbum Literario. 23 de diciembre de 1857
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