Satanás estaba desesperado. El alma de un hombre horriblemente criminal había llegado al Infierno, y el mismo Satanás no hallaba ningún tormento bastante grande para castigarle.
No, no lo había en aquella espantosa mansión. Las calderas de plomo derretido, las horquillas puestas al rojo blanco, los lechos de agujas, las cubas llenas de víboras, todos eran castigos suaves para aquella alma perversa.
Pero, ¡qué horrendo crimen había cometido en vida aquel hombre? ¿Había sido un rey sanguinario, un traidor a su padre, un seductor de doncellas, o, lo que aún es peor, ¿odiaba la música o detestaba el perfume de las flores?... No se sabía: lo cierto es que era un criminal inconcebible.
Satanás permanecía perplejo, recelando que el bondadoso Dios le tildase de tímido y negligente: hasta los serafines inspectores de los suplicios infernales, proponían su destitución. El Diablo leyó nuevamente el poema de Dante Alighieri y el de Alejandrino Sommet... Nada, aquellos tormentos eran dulcísimos... Ser enterrado vivo en la nieve, nadar en un lago de sangre, recorrer uno por uno todos los crímenes posibles, ver la madre al hijo de sus entrañas arrugado, seco, raquítico, revejido en medio de su niñez... ¡Ca! Decididamente, todo ello era menos que nada. ¿Qué hacer?... -Señor... - dijo una voz que salía de una cuba ardiendo; la voz de un poeta que expiaba en el fuego su afán de cantar el oro de unos cabellos y la nieve de un pecho.
-¿Quién me llama? - preguntó del Diablo.
-Yo -contestó el poeta; - yo, que os sacaré de este apuro si me concedéis un momento de descanso.
-Está bien, habla.
-Señor, hay en la Tierra, entre los floridos laureles de un balcón, una joven, rubia, de ojos azules, que sueña mientras hojea un libro que tiene en la mano sin leerle. Id a verla, y ella os enseñará un nuevo suplicio, el más horrible de todos.
¿Sería cierto?...
Satanás se decidió a subir a la Tierra. Abrió sus negras alas, atravesó los espacios tenebrosos y, cerniéndose en el azul brillante, orientó su vuelo al florido balcón donde la joven rubia soñaba entre los laureles con un libro en las rodillas...
¡Oh! No, no era posible; el poeta se había burlado de él: aquella niña gentil no podía concebir ningún pensamiento malo. No, mil veces no.
Debajo de aquellos cabellos de oro, tenues como hilillo de vaporoso nimbo, brillaban con infinita dulzura sus ojos azules, más limpios que las ondas de los lagos vírgenes; en la nieve de su frente, tan incomparablemente blanca como el candor de sus ensueños; en su diminuta boca, apenas entreabierta; en el hechizo de su graciosa figura y en el aire de colegiala a quien nada turba aún, había esa ingenuidad encantadora que de todo se asombra sin malicia la existencia del mal, y que lloraría si viese una hormiga aplastada en la arena del jardín.
Satanás, pesaroso de haber realizado un viaje tan inútil, pensó retirarse después de revelar a la joven el objeto de su vista. La niña abrió sus grandes ojos azules, y, deteniéndolo con la mirada, dijo:
-¿Un tormento más horrible que todos los del Infierno?... Pues bien; os lo voy a descubrir.
-¡Cómo! ¿Conoces un suplicio?...
-Sí, un suplicio espantoso.
-¿Y sin fin? - añadió el Diablo.
-Sí, infinito... porque queda el recuerdo. Escuchad - dijo la niña siguiendo con la mirada el vuelo de una blanca mariposa. -Conducir aquí al culpable aquí ,entre estas flores, yo le enseñaré la labor que bordo, el libro de cuentos de hadas donde leo. Pues bien; yo no le miraré, no le sonreiré, y cuando me pida el beso que palpita en mis labios...
-¡Sí, entonces!...
-Entonces... Se lo negaré - murmuró la joven con voz dulcísima que hizo estremecer de gozo a las flores del balcón.
La Vida Galante. 26 de diciembre de 1898
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