Con los codos apoyados sobre la
mesa, contemplando con estúpida mirada el vaso vacío, y sintiendo un
desfallecimiento general y una invencible repugnancia a cambiar de postura,
permanecí largo rato.
A través de las nubes de humo de
las pipas, pasaban ante mis cerrados ojos, rostros desconocidos, alegres los
unos, sombríos los otros, mesas cubiertas de vasos, hombres que parecían arrastrados
por loco torbellino, y dominando la espesa niebla, el alto mostrador lleno de
botellas.
Sintiendo en los oídos el confuso
rumor de las conversaciones, empecé a sentir una gran lasitud, una necesidad imperiosa
de cerrar los ojos, y comprendiendo que iba a dormirme, intenté levantarme.
En aquel momento una pesada mano,
apoyándose en mi hombro, me hizo caer sobre el banco, y un marinero, cubierta
la cabeza con un sombrero de grandes y ajadas alas, se sentó frente a mí.
No había visto nunca a aquel
hombre, pero me llamó poderosamente la atención.
Alto, de piel morena, casi negra
arrugada como la de un viejo, aunque no tendría más de cuarenta años, lo que
más se veía en él eran sus ojos, ojos negros magníficos hundidos en profundas
órbitas y rodeados de un círculo violado.
Le cruzaba la cara una cicatriz
que empezando sobre la oreja izquierda iba a terminar en la mejilla derecha y
que desfiguraba por completo su fisonomía.
Vestido con una blusa azul y un
pantalón gris, dejaba adivinar en sus anchas espaldas y sus gruesos brazos, una
fuerza hercúlea.
Instalado en su asiento cogió el
jarro de Brandy y sin molestarse en llenar el vaso, bebió a grandes tragos, después
cruzó los brazos sobre la mesa y fijando en mí su profunda mirada, dijo con voz
ronca.
–¡No me pregunte usted nada. Sin
necesidad de hacerlo le sobra todo.
Y al decir esto pasaron por sus
límpidos ojos, fugaces relámpagos.
–Sé que es usted médico, –me dijo,–
esos cargadores que están ante el mostrador lo estaban diciendo, y necesito que
me cure.
–He sufrido mucho,– prosiguió con
voz ahogada,– durante muchos años he luchado; pero esto,– dijo llevando su crispada
mano ante sus ojos,– es más fuerte que yo. Hace seis años vivía en Liverpool
con una criada que había sacado de una taberna de Stuart Street. Se llamaba
Kate y como era mala y yo no tengo muy buen carácter, nuestra vida no era precisamente
un paraíso. Yo estaba celoso, un marinero que la había conocido cuando
despachaba cerveza en Stuart Street la rondaba, y con este motivo teníamos
terribles cuestiones y yo la golpeaba sin piedad.
Una noche, después de una disputa
más fuerte que de costumbre, en que la pegué hasta hartarme, la cogí por el
pelo y la arrastré por la habitación; luego, cansado de la lucha me acosté sin
ocuparme de ella y ebrio de golpes me dormí como un tronco. Cuando desperté,
creía que soñaba. Kate de pie junto a mi cama, tenía una luz en la mano y había
en su desfigurado rostro manchado de sangre tal expresión, que a pesar de que
no me asusto fácilmente,– dijo irguiendo la cabeza,– sentí miedo e intenté
levantarme de la cama; pero entonces advertí que estaba atado.
Después, casi no me acuerdo de lo
que pasó,– y el decir esto era tan ronca su voz que me costaba gran trabajo
entenderlo.– Kate me insultó, me echó en cara mis golpes, me mostró su
destrozado cuerpo, y llena de ira, sin escuchar mis protestas mezcladas de
amenazas y blasfemias, con sus rotas manos me sacó los ojos.
El horrible dolor que sentí, pues
me pareció que por las órbitas me sacaba el cerebro, hizo que reuniendo en un
supremo esfuerzo todo mi vigor, rompiera las ligaduras.
Entonces, a tientas, saltando
como una fiera, guiándome por sus gritos, empecé la persecución de Kate; ésta,
asustada, cayó antes de llegar a la puerta y la alcancé, me arrojé sobre ella,
a puñetazos la hundí el pecho, arrancando jirones de carne entre mis dedos, y
loco de dolor, queriendo hacer con ella lo que con mí había hecho, a mi vez le
saqué los ojos.
¿Quién me inspiró la idea que se
me ocurrió entonces? ¿Qué demonios hizo que, a tientas, colocase en mis vacías
órbitas los negros ojos de Kate?
¡No lo sé, pero impulsado por una
locura horrible lo hice y apenas me los puse lancé un grito! ¡Ante mi estaba el
cadáver destrozado de Kate con el pecho hundido en medio de un charco de
sangre, que la luz vacilante de la lámpara alumbraba débilmente.
Huí. Un buque salía para el
Canadá; me embarqué y por la noche, cuando me retiraba a mi hamaca, en medio de
la oscuridad del entrepuente vi, no ante mis ojos, sino en ellos mismos el
cadáver de Kate, cuyas vacías cuencas parecían pedirme sus ojos. Mis gritos despertaron
a mis compañeros que acudieron con luces y la horrible visión despareció; pero
apenas los marineros se alejaron y la oscuridad me envolvió, apreció otra vez.
Desde entonces mi vida es un
infierno, una lucha continua contra el sueño, una retirada constante ante la oscuridad,
y ¡cada vez que me vence el cansancio y cierro los ojos, despierto aterrado con
el cadáver en ellos!
Calló; yo le escuchaba asombrado
sintiendo frío sudor humedecer mis sienes y sin poder apartar de sus negros
ojos mi mirada. Mientras hablaba los consumidores habían ido abandonando la
taberna poco a poco, las luces se apagaban, y al terminar su relato estábamos
casi a oscuras, pues la débil luz del alba apenas asomaba.
Entonces vi a aquel hombre
temblar, levantarse, y con las manos ante los ojos cual si quisiera arrancar de
ellos el espectro, lanzarse a la puerta y desparecer.
Me levanté a mi vez y me pareció
que me quitaban del corazón un peso inmenso. Llamé, y la cara maliciosa y
sonriente del mozo se trocó en asombrada al preguntarle por mi comensal.
–El señorito estaba solo; en toda
la noche no ha hablado con nadie y hace tres horas, al ver que dormía, lo
acosté en el banco.
Salí de la taberna. El aire frío
de la madrugada refrescó mi cabeza y pensaba que todo había sido una horrible
pesadilla, cuando un grupo de gente que había reunido en uno de los muelles
llamó mi atención.
Me acerque, y en el suelo,
chorreando agua, con las ropas pegadas a su robusto cuerpo, vi, estoy seguro,
vi al hombre de los ojos negros, a mi interlocutor de la taberna.
Me incliné sobre él para convencerme,
y al contemplar su rostro atravesado por la ancha cicatriz, pude ver a la
dudosa luz del alba que no tenía ojos…
ANTONIO
GONZÁLEZ PINEDA
(Diario
de Pontevedra, 9 de octubre de 1897)