I
Huérfano y desheredado de la fortuna, se dedicaba
Salvador a la venta de periódicos, sin que el contacto continuo con el vicio
empañara su inocencia, cosa tanto más rara cuanto que aquel pobre muchacho
carecía de una mano protectora que le enseñara el camino de la virtud.
Todas las mañanas, a la misma hora, con una porción de
periódicos debajo del brazo, emprendía su tarea por las calles de Madrid, sin
que la monotonía del oficio ni las inclemencias del tiempo lograran enturbiar
la alegría de su carácter jovial.
A la hora de comer iba a la puerta de alguno de los
cuarteles de la población, comía las sobras del rancho y volvía otra vez a su
labor, hasta bien entrada la noche, en que se retiraba a descansar.
Era la casa donde solía dormir Salvador una miserable
vivienda, donde habitaba una vieja más miserable aún, que por diez céntimos
permitía a pobres criaturas como él dormir al abrigo de la intemperie, siendo
condición precisa para ser admitido, el pago anticipado de la mezquina
cantidad.
Tal era el egoísmo de la vieja aquella, que en más de una
ocasión, y en noches crudísimas, había consentido dejar en la calle al
desventurado muchacho que no podía pagar lo estipulado.
Más criaturas sabían esto; así es que cuando no tenían
dinero no iban a la casa.
II
En los alrededores de la estación del Mediodía de Madrid
se agolpaba aquella tarde una inmensa muchedumbre.
Respetabilísimos banqueros, políticos de primera fila,
militares de alta graduación y aristócratas, alternaban allí con humildes
artesanos y mendigos, sin que la confusa mezcla de jerarquías lastimara la
soberbia de los unos ni ensoberbeciera la humildad de los otros.
Noble pensamiento les llevaba allí. Salvador, el hijo de
la calle, estaba también no ejerciendo su oficio de vendedor, sino disfrutando
del tiempo que con su actividad había logrado aquel día quitar al trabajo.
Del tren que acababa de llegar iban bajando algunas
víctimas de la guerra, varios heridos y enfermos, una parte del eslabón de la
interminable cadena de desgracias, cuyo peso gravita sobre tantos hogares.
A la vista de aquellos desventurados, el alegre vendedor
sufrió una impresión dolorosísima; tenía necesidad de llorar y no podía; su
pena iba aumentando a medida que los infelices soldados desembarcaban del tren.
Al ver a uno que hubo necesidad de sacar en brazos porque no podía tenerse en
pie, Salvador no pudo más.
Su rostro se puso rojo como la amapola; dos lágrimas
rodaron por sus mejillas, y cautelosamente, como tierna madre que se acerca a
la cuna donde duerme su hijo, se acercó al que parecía moribundo y depositó en
su cadavérica mano el dinero que había recaudado aquel día y los pequeños
ahorros de los anteriores.
Los tristes ojos del soldado buscaron a su bienhechor,
mas este había desaparecido entre la multitud.
III
En su hermoso arranque se olvidó Salvador de reservar la
cantidad indispensable para dormir a cubierto de las inclemencias atmosféricas;
de modo que no podía pensar en ir a casa de la vieja. Demasiado virtuoso para
robar, y demasiado cobarde para pedir, se dirigió a Recoletos, y en uno de los
banco del paseo se acostó.
Agobiado por el excesivo trabajo y las impresiones de
aquel día, no tardó en quedarse dormido.
¡Qué sueño tan hermoso cerró sus párpados! Veía en sueños
al desgraciado soldado que le decía: “Tú, hermoso niño que te has quedado sin
cenar por mí, tú que duermes al aire libre por proporcionarme algún consuelo en
medio de mi gran infortunio, ven, ven.” Y le cogía de la mano y lo llevaba
lejos, y allá veía a sus padres que le escuchaban y le bendecían.
Soñó también que el cielo se abría de par en par, y que
muchos ángeles bajaban con coronas y se
las ponían, y que un ángel más hermoso que los demás le llevaba a una cama de
oro con preciosas colgaduras y le cobijaba bajo sus alas y le daba calor.
En estos sueños le sorprendió el nuevo día.
IV
Se acercó a la redacción para dar comienzo a su tarea,
pero su último día de vendedor había pasado. Alguien que vio la noble acción
del niño la puso en conocimiento del director del periódico, el cual se
apresuró a proporcionarle en la imprenta un jornal que le permitiese comer algo
más que las sobras de los ranchos y dormir en otro lecho mejor que el que la
egoísta vieja le daba. ¡El Ángel de la Guarda completaba las obras del Ángel de
la Caridad!
ADALBERTO
BARRENECHEA
(Diario de Pontevedra,
20 de octubre de 1897)