No hay nada tan triste como los aniversarios, sea cual fuere la índole
del suceso que conmemoremos: si fausto, porque echamos de menos los placeres
del antaño perdido; si desagradable, porque recordamos lo que entonces
sufrimos, los afanes, los desengaños, los errores y toda esa máquina y
laberinto de episodios que van derramando sobre nuestra historia las hieles del
desencanto.
Los jóvenes, como no tienen historia, ignoran lo que es esto, pero los
que ya vamos siendo viejos sabemos, en virtud de una experiencia harto melancólica,
que la memoria y los recuerdos son los verdugos de la ancianidad.
¡Ay, de aquel que solo vive en lo pasado!
¡Ay de aquel que su alma nutre en su pesar!...
Las horas que huyeron llamará angustiado,
las horas que huyeron ya no volverán…
¡Ay de aquel que su alma nutre en su pesar!...
Las horas que huyeron llamará angustiado,
las horas que huyeron ya no volverán…
Yo… (¿Por qué no decirlo cuando parece que los años autorizan a
todo?...) Yo… he vivido muy deprisa, gocé hasta la hartura de cuantos
divertimientos apeteció mi deseo, y arrojé la fruta prohibida cuando ya había estrujado
todo el dulce jugo del bagazo. Esto hace que tenga muchos recuerdos y que en mi
vejez haya numerosos aniversarios, y que siempre esté diciendo:–Quince años,
veinte años atrás, tal día como hoy, me sucedió…
Es un cuento interminable; bagaje inútil de mi juventud que me acompaña a todas partes como comparsa vocinglera
de polichinelas bufones, recordándome mi antiguo poder, mi debilidad presente y
mofándose del temblor que ahora agita mis manos enflaquecidas…
De aquí procede el que yo estime al mundo de muy distinto modo a como
lo consideran los jóvenes. Todos se apuran por el presente; la presunción
humana es tan grande que cada cual cree que sus alegrías o sus dolores afectan
también a la humanidad y que hasta la armonía del universo depende de su deseo
o de sus oraciones. Hay momentos, (y lo afirmo rotundamente porque son
arrebatos que yo también he sentido) en que creemos que han de desgajarse las
estrellas del firmamento si no conseguimos ejecutar o cual propósito… ¿No es
cierto?... Y al día siguiente nos admiramos de ver que el cosmos prosigue
impasible su camino, sin preocuparse de nuestra infinitesimal pequeñez.
Quien no me comprenda no ha sido joven nunca, aunque solo cuente veinte
años; su corazón es insensible, inepto, como semilla revejida y estéril.
A propósito de todo esto voy a referir un episodio que me ocurrió en
los primeros días de un mes de diciembre de hace treinta años, y que es lo que
me ha sugerido las reflexiones precedentes.
***
Entonces mantenía yo relaciones honestas con una muchacha de El Viso,
pueblo famoso en toda la provincia de Sevilla por la gentileza y peregrina
arrogancia de su mujerío.
El loco capricho que Bernarda supo encender en mí no es para descrito,
porque ni aún elevando al cubo las hipérboles más extremadas del estilo andaluz,
podría expresarse la mitad de lo que aquella flechadora niña, esencia de la
sal, cogollo de la belleza y remate de lo bueno, me hizo amar y sufrir. No sólo
me volvía turulato con sus ojos negrísimos de matadora, los hechizos de sus
labios reideros y los lujuriantes incentivos de su recio y bien cumplido
aparejo, sino que a estas perfecciones físicas unía el garabato de su
conversación amena y chispeante como la de ninguna otra mujer. Esto, sumado a
las dificultades de verla despacio y a solas puso en mí tal grado de furiosa
afición, que no sé adónde hubiese ido a parar si Bernarda no hubiera dado vado
a mi deseo concediéndome lo que durante mucho tiempo pretendí inútilmente: una
cita en el huerto de su casa; una ocasión para hablar mano a mano y sin rejas
ni testigos importunos que imposibilitasen las íntimas deleitosas explosiones
de la pasión.
La noche en que me hizo tan dulce promesa, no conseguí dormir; al día
siguiente anduve tan embebecido en mis meditaciones que no supe decir cosa con
cosa ni hacer nada de provecho, y en cuanto se puso el sol empecé a sentir en
los pies tal comezón de andar, que salí del pueblo y después de entretenerme
dando vueltas por el campo, tomé un caminito de herradura que llevaba a la
parte posterior del cortijo en que Bernarda vivía.
¡Cómo recuerdo aquellas impresiones!... El tiempo era hermoso: en el
cenit, acribillado de puntos luminosos, distinguía perfectamente las
constelaciones que llaman Arado y Carro; el viento soplaba sacudiendo las hojas
amarillentas de los álamos plantados al borde del sendero; yo caminaba deprisa,
envuelto en mi manta y con un sombrero muy tendido de falda echado sobre la
cara; de vez en cuando volvía la cabeza temiendo ser espiado, y luego
continuaba avanzando, asustándome del ruido de mis propios pasos. Al fin divisé
la pared de la huerta adonde me dirigía, blanqueando entre los árboles a la luz
de la luna. En tales momentos me hallé poseído de una excitación indescriptible;
tenía calor, frío, miedo… miedo de que ella no cumpliese lo ofrecido, y de que
lo cumpliese; la deseaba y la temía, pareciéndome que era imposible que una
ventura tan máxima no fuese seguida de una gran desgracia… ¡Qué sé yo!...
Declaro sin rebozo y empacho que estuve tentado de volverme, y que el
último trozo del camino no lo recorrí por mi voluntad, sino impelido por una fuerza
más poderosa que yo. Llegué… en aquel momento creía que toda la Creación estaba
pendiente de mí; allá lejos resonaban los ladridos de algunos perros
vigilantes. Pasaron varios minutos monótonos, interminables, como eternidades… Después
se abrió la puertecilla de la huerta y vi a Bernarda que, cogiéndome de una
mano, me arrastró hacia dentro. Aún no se han borrado de mi espíritu ninguno de
los incidentes de aquella escena memorable. Bernarda me llevaba y yo la seguía,
deslizándonos sigilosamente bajo la sombra de los árboles; más allá nos
sentamos en una hondonada, el uno muy cerca del otro, como para infundirnos
fortaleza y calor… Hasta que insensiblemente me fui olvidando del peligro para
solo pensar en la mujer codiciada…..
…….
Anoche di un paseo por la falda de Monjuich, a la vista del mar, y no
sé por qué, recordé el amoroso episodio precitado.
–Hace treinta años que en este mismo día y a esta misma hora… – pensé.
Me vi como entonces era: muchacho enamoradizo y de arrestos, saliendo
de El Viso envuelto en mi manta y con el sombrero guadifeño muy echado a la
cara… Levanté los ojos; el tiempo era espléndido; la luna ascendía lentamente y
su luz lechosa empenachaba de plata las crestas de las olas; el cielo parecía
acribillado de puntos luminosos; el Arado y el Carro se distinguían
perfectamente; el viento soplaba suave y en las sombras de la noche se
perfilaban algunas manchas blancuzcas… ; allá lejos ladraban los perros… En los
cielos la misma tranquilidad, en la tierra el mismo sosiego…
¿Qué ha sido de Bernarda?... Si no ha muerto estará avellanada y fea, y
como yo, vieja y desvalida. No es el mundo el que pasa, somos nosotros los que
huimos para no volver.
¿Quién no tiene en su historia algo semejante a lo que acabo de
referir?... Antes yo era joven, como las personas que me rodeaban; ahora todos
somos viejos. ¿Qué ha pasado?...
La vida es corta, gocémosla; gocemos, sí, en la seguridad de que ni
nuestros placeres ni nuestros pesares importan a nadie, y amemos sin tasa; que
sólo así, al emprender el último viaje, tendremos la inefable satisfacción de
decir como Byron moribundo:
–«Si volviese
a nacer, haría lo mismo que he hecho»…
JUAN DE MAÑARA
Vida Galante, nº 5. Barcelona 4 de diciembre
de 1898.